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Temas de Sanaciòn: 16.- Eucaristìa y Sanaciòn ( Primera Parte)
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De: PazenlaTormenta  (Mensaje original) Enviado: 12/08/2009 02:37

EUCARISTIA Y SANACIÓN.

Con La Colaboracion De Siervos De Cristo Vivo.

* Una palabra tuya bastará para sanarme
* La mujer que le recibió en su casa.

Permitidme que comparta con vosotros el hermoso descubrimientos que he tenido en esta última temporada de mi vida.
En cuaresma cayó en mis manos el retrato espiritual de Marta Robin, escrito por el académico francés Jean Guitton, amigo personal de Pablo VI y el único laico católico presente en el concilio Vaticano II por deseo y autorización del Papa.

Marta Robin nació en 1902, en la aldea francesa de Dröme y murió en 1981 en su misma casa paterna de la que nunca había salido.
Durante treinta años, esta sencilla y humilde campesina no tomó ningún alimento ni ninguna bebida. Y durante ese tiempo sufrió cada viernes los dolores de la Pasión del Señor, cuyos estigmas o llagas también tenía. Todo ello no le impidió fundar más de sesenta Hogares de la Caridad.
Miles de visitantes pasaron por la casa de Marta. En su pequeña y oscura habitación- no podía resistir la más mínima claridad y no podía estar más que incorporada en la cama, debido a su rara enfermedad- recibía, escuchaba, rezaba y aconsejaba con pequeñas frases a obispos, médicos, o científicos y sencillos campesinos o amas de casa... Evocando a la otra Marta evangélica que hospedó al Señor, Marta fue una mujer que pasó su vida recibiendo en su casa.

Si os comparto este hallazgo y lo traigo con motivo de nuestro tema, Eucaristía y Sanación, es porque de entre las personas que Marta Robín recibía a diario en su casa, cada tarde de los martes recibía a Jesús en la comunión que su párroco le administraba.
Jean Guittón le dijo en una ocasión:
- Permíteme hacerte una pregunta indiscreta. Querría saber qué sientes el martes cuando te dan la comunión, que es tu único alimento, tu sola bebida.
- Es cierto, responde Marta. Yo no me alimento más que de eso. Se me humedece la boca, pero no puedo tragar. La hostia pasa a mí, yo no sé cómo. Ella me produce entonces un efecto que me es imposible describir. Esto no es una comida ordinaria, es una cosa diferente. Es una vida nueva que penetra en mis huesos. ¿Cómo decirlo? Me parece que Jesús está en todo mi cuerpo... como si yo resucitara... Después no hago pie; estoy desligada del cuerpo, libre con relación al cuerpo.

El 16 de Agosto de 1946 dijo: Tengo deseos de gritar a los que me preguntan si como, que yo como más que ellos, pues yo me alimento en la Eucaristía de la sangre y de la carne de Jesús. Tengo deseos de decirles que ellos impiden en sí los efectos de este alimento. Bloquean sus efectos.
Bloquean sus efectos... Hermanos, estas palabras resuenan en mi mente, muchísimos días cuando celebro la misa y distribuyo la comunión. ¡Es Jesús mismo quien viene! ¡Es a Jesús mismo a quien recibimos... pero no le damos tiempo para que haga sus efectos, su sanación, su santificación, su obra en nosotros!.

Hoy tenemos tiempo. Hoy podemos recibir sus efectos. Por el amor de Dios, recibid hoy en vuestra casa a Jesús.
Sugiero una breve oración: perdón por ser tan maleducados... tan faltos de atención... vienes, pero lo siento, ya me iba...
Y un acto de fe: Jesús, hoy quiero recibirte en mi casa... estoy llamando, si alguno me abre, entraré y cenaremos juntos... Te abro, Jesús, quédate conmigo, en mi casa, que es tuya... Gracias por venir... ¡sin avisar!. Eso demuestra el cariño y la confianza que tienes conmigo.
No soy digno de que entres en mi casa

Todos los días nosotros nos mostramos con Jesús casi más santos que las "martas" que le recibieron en sus casas. Nosotros, aparentemente al menos, le decimos que no somos dignos de que entre en nuestra casa... cuando el sacerdote nos lo muestra en el pan convertido en su cuerpo.
Esa antigua oración que la Iglesia pone a disposición de los creyentes en su liturgia eucarística, sabemos muy bien de dónde procede.
Tanto el evangelista San Mateo como San Lucas nos cuentan el episodio de un centurión romano - un pagano, por tanto- que tenía un criado muy enfermo y al que estimaba mucho e intercedió ante Jesús por su curación. Ante la intención de Jesús de ir a su domicilio para curarle, el centurión exclamó:
Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi criado quedará sano.

Más explícito todavía San Lucas, nos cuenta que el centurión envió ancianos de los judíos como embajadores y, al saber que Jesús estaba cerca de su casa, envió unos amigos para que le dijeran:
Señor, no te molestes. Yo no soy digno de que entres en mi casa, por eso no me he atrevido a presentarme personalmente a ti; pero basta una palabra tuya, para que mi criado quede curado.

Y antes de que conozcamos si la petición ha sido acogida por Jesús y, por tanto, la curación del criado dará feliz final al episodio, ambos evangelistas nos cuentan ampliamente la satisfacción y alegría que producen en el Señor las palabras y actitud de fe y de humildad del centurión hasta decir que en Israel no ha encontrado una fe tan grande.
Podríamos decir que la Iglesia ha recogido en el rito de la comunión, poniendo en nuestros labios las palabras del centurión, dos elementos que configuran todo encuentro sacramental:
- la fe del sujeto que glorifica al Señor y que tanto le agrada;
- el efecto sacramental que produce en quien lo recibe. En este caso, siguiendo el episodio evangélico, la sanación o curación en sentido amplio: física, espiritual, moral, síquica... que siempre ha puesto de relieve la reflexión teológica sobre la eucaristía, fuente de salud, viático de enfermos, pan de los fuertes, remedio de males, fuerza de débiles, perdón de los pecadores...

Pensemos, por un momento, en la maravillosa oportunidad que diariamente se nos presenta, de reproducir al vivo, no sólo como recuerdo, la escena del centurión de Cafarnaún, si somos capaces también de reproducir en nosotros los sentimientos de fe y humildad de aquel hombre que hizo tan feliz a Jesús.
Aquí, una nueva invitación a mirar nuestras comuniones... su preparación... el acercamiento... la actitud interna y su manifestación externa... ¿Qué significado le doy al amén que pronuncio? Amén. Sí, creo firmemente que es el Cuerpo de mi Señor glorioso. Una sola palabra y quedaré sano... ¿qué no ocurrirá si viene y entra Él mismo?
Mi enfermedad: la increencia

Eucaristía y sanación, eucaristía y fe. Después de la consagración, el sacerdote exclama solemnemente: ¡Este es el sacramento de nuestra fe!.
Muchos días, cuando me revisto con los ornamentos en la sacristía, le pido al Señor que me conceda, por lo menos, la fe suficiente para poder celebrar los sagrados misterios. Ante el misterio de la eucaristía, siempre reconozco mi escasísima fe y la necesidad de refugiarme en la fe de la Iglesia.

Me parece que ésta es la primera enfermedad que Jesús debe detectar cuando entra en nuestra casa: ¡la increencia!.
En el discurso del Pan de vida del cap. 6 de San Juan, asistimos a un forcejeo dramático entre la pretensión de Jesús mostrándose Pan de vida y la incredulidad de los judíos que, una y otra vez, se preguntan cómo... ¿cómo puede éste darnos a comer su carne?
Yo me veo muchas veces así. Me admiro de la dureza, de la pereza, de la resistencia de mi corazón a la fe, a la presencia de Jesús en la eucaristía, y comprendo perfectamente la preocupación de Jesús: mi incredulidad es enfermedad que me lleva a la muerte; mi vida cristiana tiene más de muerte que de vida.
Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros... Mi carne es verdadera comida... El que come mi carne vive en mí y yo en él... El que coma de este pan vivirá para siempre...

¡Vivir! ¡Vivir es lo que importa! ¡Cuánta vida nos perdemos por no creer! ¡Por no creer! Todo eso que vemos y que nos escandaliza, pero que nosotros mismos hemos propiciado de desatención al sacramento de la fe... no tiene más que una causa: la incredulidad del corazón.
Símbolo de... como si... ¡Todo menos atrevernos con la fe!
Podríamos escuchar cada uno la terrible y tristísima pregunta de Jesús a los Doce:
- ¿También vosotros queréis marcharos?
- Señor, ¿a quién iríamos? Tus palabras dan vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.

Queremos vivir, queremos vida abundante... queremos una vida que no se acaba... queremos que el Pan que viene de arriba y da vida al mundo, nos quite el miedo a la muerte que tú has vencido. Queremos ser sanados, liberados del miedo al más allá porque tu presencia eucarística es viático, salvoconducto para la eternidad. Que tú te has metido en el tiempo y ya nos haces eternos. Que quien te recibe en fe se hace inmortal. Que somos habitados por la vida. Que ya hemos vencido a la muerte. Jesús, líbranos del miedo: ¡Que yo no voy a morir para siempre! Llénanos de fe.
Mi enfermedad: el odio.

Continua en Parte II

 



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