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General: Sobre la vanidad y la humildad
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: pedroavila65  (Mensaje original) Enviado: 22/08/2010 15:13
Para mí, es difícil hablaros de estos temas, primero porque estos aspectos de la vida en los que voy a tratar de profundizar son muy problemáticos y complejos ya que es preciso acompañarlos de un análisis y de unas reflexiones bastante profundas; y segundo, porque si tuviera que hacer como decía el Maestro: "quien esté libre de culpa que tire la primera piedra" para poder hablaros de ellos, yo no estaría ahora mismo sentado aquí entre todos vosotros para decir ni una sola palabra al respecto.

Yo estoy seguro, queridos hermanos, que todos en alguna ocasión os habéis sentido como el discípulo de la parábola, tan halagados cuando os han adulado con algún que otro piropo, como ofendido cuando os han increpado con una sarta de insultos despreciables.

Es normal que en los humanos surta este efecto cuando alguien dirige a otro una serie de palabras con una cierta intención, que produce un efecto de satisfacción o de indignación.

Pensad, por otro lado, que no siempre son los insultos o los halagos los que producen este tipo de efectos, con frecuencia los Maestros suelen poner a sus discípulos en ciertas situaciones para ver como reaccionan, los ponen a prueba aunque para ello no necesiten decirles absolutamente nada.

Y ved entonces qué es lo que sucede: algunos, cuando se enfrentan a estas pruebas no les dan mayor importancia —si es que la llegan a tener— y responden moderadamente porque no se dan por aludidos; pero otros sin embargo, entran encolerizados en una de esas rebeldías propias de la inmadurez, a pesar de la edad que tengan, quejándose abiertamente sin ningún tipo de consideración, porque se sienten víctimas inocentes de esa situación y no ven más razones que las suyas, como lo hacía nuestro joven discípulo.

Estos no llegan a darse cuenta que con sus penosas quejas no hacen más que ponerse en el más evidente ridículo ante los demás, porque su orgullo ciega hasta la propia dignidad de hombre.

 

Cuando recibimos las adulaciones de otras personas sentimos que nuestro ego personal y humano crece de satisfacción, de gozo, de dicha. Es un dulce placer, incluso a veces hasta eufórico, que nos hace sentir profundamente complacidos y en la que nuestra persona se deleita realmente entusiasmada.

Pero no nos engañemos, mis queridos hermanos, esa satisfacción en la mayoría de los casos se camufla y se confunde con ciertas actitudes que traen de cabeza al ser humano, como son el orgullo y la vanidad.
En toda vanidad suele existir un móvil, o sea, una excusa, una causa, un pretexto en el cuál se suele basar la persona vanidosa para querer darse importancia y consideración a su conveniencia.

Y es por causa de este móvil que estas adulaciones llegan a producir en la personalidad humana un exceso de importancia o de estimación propia, vertida en este caso sobre el nombrado móvil, por ejemplo sobre alguna de sus pertenencias: el coche, la casa, sus objetos personales y de valor o de aquellas personas a las que tiene a su cargo como la familia, los hijos, el cónyuge etc.

Gracias a este móvil, el vanidoso tiene un motivo o una razón, su propia razón, en la que se basa y alega como rotunda justificación y prueba de la supremacía de su persona ante otra u otras.

A veces, en este estado de orgullo se manifiesta un desprecio por todo lo que es ajeno, sobrevalorando, en ocasiones de forma irracional, lo que uno posee.

También se autoclasifica como superior y ve a los demás como seres inferiores en un status social, cultural o económico más bajo.

Así, es frecuente incluso que en estas condiciones se entre en las terribles fases de la ira, la rabia, la irritación cuando se le contradice o no se estima ni aprecian sus consideraciones en la medida que él precisa y necesita para ser adulado; por aquello de que no se le da la importancia o el valor que su dueño cree que tiene y que se merece.

Fijaos en un sencillo ejemplo: supongamos que alguien lleva a cabo un trabajo, que a ojos vista de los demás permanece su colaboración en el más absoluto de los anonimatos. Durante una temporada su nombre sale a relucir en él y todos admiran este trabajo, después su nombre se suprime, aunque este siga realizando la misma labor. En estos casos, que muy a menudo se dan en el mundo de las artes gráficas, suele surgir la vanidad con gran facilidad, porque muchos piensan que sino figuran ante los demás no se les reconoce el mérito que se merecen por su esfuerzo, rebelándose frenéticamente ante esta falta de reconocimiento. He ahí como actúa la vanidad.

Entonces es fácil preguntarse ¿qué les importa más su trabajo o el mérito que reciben de él?

Esta rebeldía depende del grado de susceptibilidad y de los prejuicios que el individuo posea. Los sujetos susceptibles son, por lo general, aprensivos y escrupulosos, manifestando terquedad y obstinación en sus criterios y modos de vivir y actuar.

Cuando la vanidad sale a relucir en la persona, ésta comienza a sentirse protagonista de excepción, quiere resaltar, sobresalir, predominar, distinguirse ante los demás con claras diferencias sea como sea.

Es fácil reconocer al vanidoso porque siempre desea salir en todas las conversaciones. Siempre habla de sí mismo de que él también estuvo allí, que al él también le pasó algo parecido, siempre quiere salir a relucir ante los demás para que se note que él sabe, conoce, ha estado etc. y no quedar de menos ante los otros, por lo que muchas de estas conversaciones siempre acaban ablando de él cuando empezaron sobre un tema cualquiera.

Piensan premeditadamente que "el fin justifica los medios", por lo que muchos humanos necesitan recurrir a la vanidad para sobresalir y figurar por encima de todos.

 

Cuando la vanidad no alcanza a realizar sus deseos, surge entonces la envidia.
La envidia ejerce sobre el sujeto una tenaz influencia por el bien ajeno, es un sentimiento de deseo y competencia hacia otras personas. Por este motivo nos daremos cuenta de que la envidia provoca una gran rivalidad entre los hombres además de odio, rencor y resentimiento.


La vanidad es todo lo contrario de la humildad, ya que cuando la persona es humilde evita la adulación y el reconocimiento público de sus actos, de sus atributos, o cualidades, sobre todo cuando esté otras personas.

Huye de la admiración y constantemente tiene más presente sus defectos que sus virtudes, ya que se considera falto de perfección para tal reconocimiento.

La humildad es una natural tendencia de la Naturaleza Espiritual, no así como la vanidad, que es totalmente un producto de la Naturaleza Humana.

Las personas dotadas de humildad son seres sencillos, honestos, piadosos, indulgentes y con una gran benevolencia. Suelen estar dotados de una gran humanidad que enriquece a su Espíritu y huyen de cualquier situación que haga pensar a los demás que desean destacar por sus méritos ante otros.

En cuanto a la vanidad, podemos observar que existen diferentes estados, manifestaciones y expresiones de ésta según sea el caso, las circunstancias e incluso la misma persona, pues todos reaccionan de distinta forma ante un mismo hecho.


Tenemos como claro ejemplo, al vanidoso que crea algo en su vida, en cualquiera de esos oficios artísticos y creativos en los que él es el artífice o el autor de la obra que crea. Por ejemplo, si es escritor, músico, pintor o realiza cualquier otra arte de este tipo, es normal que el autor tenga una necesidad de mostrar su obra con tal de que se le dé algún tipo de reconocimiento, sea cual fuere.


Ante esta situación, que nos plantea la vida, una persona puede reaccionar de varias formas: con humildad y con vanidad.

Cuando se reacciona sin humildad es fácil descubrir al vanidoso que incluso gusta de recrearse en exceso poniendo un exagerado énfasis al mostrar lo que posee.

Por el contrario, si de verdad este autor fuese humilde, sabría que el mejor de los reconocimientos se encuentra cuando los demás, por sí mismos o en cualquier posibilidad que se les presenten para conocer dicha obra —fuera de lo que es por su propio autor— reconozcan si de verdad merece o no tal reconocimiento.

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Esa es la causa principal de que la vanidad sea difícil de extirpar en la naturaleza del hombre; porque es tal su sutileza, que más a menudo de lo que nos pensamos pasa completamente inadvertida por entre las intenciones de los humanos.

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Podréis apreciar entonces la clara diferencia de aquellos autores vanidosos que se sienten fracasados por la falta de reconocimiento hacia sus obras y de aquellos otros que, humildes también, se sienten fracasados porque las suyas no producen ningún beneficio positivo esperado hacia otras personas.

Hay individuos que sienten una gran decepción o desencanto con la gente, porque piensan que su obra es muy buena, que él es mejor y su trabajo de mayor calidad que la de los demás; y que por lo tanto, ha de promocionarla ante otros —por decirlo de alguna forma— para encontrar ese reconocimiento. Pero en realidad, no saben que quizás no sea su tiempo para que este reconocimiento, que en algunos casos es la fama, llegue cuando ellos quieran.

Tenemos el caso de célebres y prestigiosos autores de libros, operas, obras de arte… que pasaron totalmente desapercibidos en su tiempo; algunos, incluso desprestigiados en su olvido contemporáneo, sin encontrar el mérito ni el honor a sus trabajos hasta que no pasó un largo tiempo.

El ejemplo de muchas personas en nuestra historia nos da una clara muestra de ello: Teresa de Jesús, Francisco de Asís, Gandhi, entre muchos otros, fueron grandes avatares de la humildad, pero no de una “humildad postiza” que muchos creen ponerse superficialmente sobre su personalidad, como el lobo de la fábula cuando se disfrazaba con la piel de cordero, sino la auténtica, la que se siente espontáneamente, con sinceridad y grandeza de Alma, la que es tímida y modesta ante las adulaciones externas y no responde jamás a ellas.

Esa timidez y modestia que se manifiesta en el humilde, en no querer mostrarse ante los demás, ese hacerse de rogar en muchas ocasiones ante las peticiones de otros, es lo que caracteriza en verdad a una persona humilde cuando la naturalidad de sus intenciones salta a la vista y a nuestro corazón.

Por eso, la humildad esta caracterizada por un sentimiento natural de sinceridad de las propias limitaciones y faltas, antes que de las propias capacidades o virtudes.
Y es que para alcanzar la humildad verdadera, no se puede conseguir por otra vía que no sea por la anulación completa y total de todo sentimiento de vanidad y de orgullo en la personalidad de los seres humanos.


Cuando se toma la iniciativa de proponerse uno ser humilde de corazón y no responder a las tentativas del mundo, se va evacuando del interior toda la vanidad que allí se aloja, para dejar una vacante que ocupa, poco a poco en nuestra vida, la humildad.


A medida que este vacío se va produciendo, se ha de acompañar conjuntamente con una valoración de la vida justa y ecuánime, es decir, que se ha de estimar y apreciar todo en el ser humano: los atributos, las cualidades, los defectos, las virtudes, las capacidades y torpezas; por un lado con sinceridad y por otro en su justa medida, porque las exageraciones también son un signo inconfundible de vanidad y de orgullo.

No se ha de desear sobresalir más que nadie ni por encima de nadie, porque en realidad, a través de la humildad uno llega a la conclusión de que no hay mayor importancia en la vida que llegar realmente a ser uno mismo; y no por la ostentación de unos méritos que quizás no merezcamos, sino porque con humildad cada uno sabe el lugar que, para bien o para mal, en verdad le corresponde.

Toda persona humilde se siente indigna de cualquier adulación o elogio, es decir, no se considera merecedor de este tipo de reconocimientos que tanto necesita el vanidoso para alimentar a su ego, porque no considera su valía apropiada a la calidad de algo o al mérito de otra persona mejor con la que se puede comparar, es por eso que el humilde no se compara con nadie más que no sea con él mismo.

En la vanidad suele existir en muchos casos un rival contra el cual se lucha ferozmente; vemos el caso de vecinos que pugnan entre sí a ver quien es el que posee mejores electrodomésticos, quien tiene el mejor coche, quien tiene el hijo más inteligente, que familia viste mejor, quien gasta más, etc.
Y es que la vanidad produce en el ego humano una imperiosa necesidad de ostentación inspirada en un alto concepto de los propios méritos y un vivo deseo de ser admirado por los demás, sobre todo, si cabe, ante el rival o los rivales si los hubiere.


En un estado de vanidad el individuo suele caer en la presunción, sobre la cual se apoya para presumir o alardear de sus cualidades, atributos, obras propias o posesiones.

Porque la vanidad es una exaltación exagerada —y a veces sin control— de la propia personalidad del ser humano hasta considerarla como el centro de la actividad y la atención general.

Se manifiesta con un desmedido amor por sí mismo, manifestado por la defensa exclusiva del bien propio sobre el de los demás y en la búsqueda del interés personal.

 

Por eso con la vanidad es fácil caer en las redes de la egolatría, que resulta del culto excesivo a la propia persona y del narcisismo, que es una fascinación que siente una persona de sí misma, de sus cualidades físicas o morales.

Y ésto nos lleva a pensar, queridos hermanos, en el riesgo y la probabilidad de que por la vanidad se pueda llegar a la obsesión con todas sus desastrosas consecuencias, porque la vanidad y el orgullo en un grado extremo produce una ceguera que ofusca y perturba al ser humano, y ésta es capaz de inducirle a cometer actos fuera de todo razonamiento prudente.


Casos como crímenes, delitos de todo tipo, disputas, malos tratos, y desordenes de cualquier género se producen por el descontrol que puede producir una persona fuertemente violentada por sentirse herida en su vanidad más profunda.

El vanidoso suele ser calculador y medido, intuitivo o por el contrario espontáneo, según sea el tipo de carácter de su personalidad; ya que la vanidad, al ser una fuerza inteligente y poderosa, se camufla como el camaleón, en la espesura de la naturaleza del hombre.

Son personas muy dadas a las críticas y también propensas a las murmuraciones, sobre todo si se trata de comparar y valorar lo de uno con lo de los demás, desacreditando así a sus rivales. Estas críticas van de cara a censurar con malas maneras, la conducta, el comportamiento o los bienes y posesiones de otra persona.


Porque su mente, intoxicada con el veneno de la vanidad, emite una serie de juicios de acuerdo con unas reglas: sus reglas y normas, que él mismo ha determinado. A veces son incluso crueles, ya que se complacen en hacer o ver sufrir a su rival a pesar de ser conscientes de ello.

Veamos ahora la otra cara de la moneda. Dejemos a un lado todas aquellas palabras que sirven en el lenguaje humano para la adulación de la persona y veamos qué efecto producen en el hombre todas aquellas situaciones que surten un efecto totalmente distinto.


Cuando una persona de siente aludida e identificada por unas palabras o por una situación en la vida que le hieren en su vanidad o en su amor propio se produce la humillación.

El sentimiento que indigna a la persona por sentirse humillado suele ocurrir a menudo, porque la persona siente que se le degrada en la medida que bien o mal se le considera y por tanto se le ofende.

En un estado de humillación las respuestas emocionales son diversas tanto como distintas. El humillado puede sentir bochorno, una gran y profunda ofensa, vergüenza, indignación, o por el contrario sensación de ridículo, frustración, cobardía, apocamiento, como si la persona se anulara y fuese incapaz de reaccionar por el miedo y la falta de valor.


Otro de los motivos fundamentales del sentimiento doloroso de la humillación es cuando, a través del insulto o de la falsedad tergiversada de la verdad en la realidad de los hechos, se perjudica o se daña el orgullo de la persona.

Otra causa puede ser cuando la persona, inflamada de vanidad, se siente inferior a otra o a otras, no pudiendo seguir el tren de ostentación dentro del "modus vivendi" del entorno de la sociedad.

Una vez llegada la humillación en el ego personal, caben dos comportamientos bien distintos:
Hay individuos que reaccionan con una sumisión total, que se produce por la incapacidad interior de reaccionar ante la situación por un sentimiento de insuficiencia personal ante el agresor, en este caso verbal.


El enfado violento que produce este estado de inconformidad ante la injusta valoración de aquello que le motiva para actuar siempre a la defensiva, cuando la persona manifiesta un carácter agresivo producto de una personalidad provocadora y colérica que se ofusca al primer síntoma de humillación.

Son personas éstas de un género de actitud fácilmente irritable, susceptibles e impulsivas, que reaccionan sin juicio alguno, tan sólo por el empuje de su herido amor propio, porque viven con su ego personal "a flor de piel", es decir, viven con, por y para la vanidad de su naturaleza humana.

La humildad, queridos hermanos, es un sublime aporte de nuestra Naturaleza Espiritual; por eso, es uno de los caminos más viables y efectivos para poder ser una adquisición en todos nosotros es el estudio, la asimilación y la práctica del Conocimiento Espiritual unida a la autoobservación de uno mismo en sus defectos y virtudes y de su entorno, de la acción y reacción de las personas que viven en nuestra vida.

Ante estos argumentos podremos preguntarnos: ¿Entonces, por qué se hace preciso tener que hablar bien de los demás?
¿Por qué es bien necesario, queridos hermanos, hablar correctamente, en su justa medida, sin atropellos ni exageraciones que puedan poner en un mal lugar a nadie?

La respuesta en bien sencilla y está al alcance de todos. Debemos de encontrar las bellezas que hay justamente en las palabras y donde se crean éstas: allí, en el interior del ser humano, en su mente y en su corazón, dando una sincera nobleza a nuestras intenciones y actitudes.

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Los humanos suelen vivir a menudo en un mundo de conversaciones estériles, inútiles y demagógicas donde todo se cuestiona y se pasa por el tamiz de la razón en auténticos "diálogos para besugos", sin detenerse a meditar un poco que en su interior existe un Ser Espiritual que también se siente inspirado por otro lenguaje totalmente distinto.

Si la humildad comienza a conquistarse por ser sinceros, os contaré que yo soy una persona vanidosa. Sí, queridos hermanos, yo también tengo mi vanidad de hombre; pero en realidad, este hecho no me preocupa en exceso, porque meditando y profundizando mucho en mí mismo he sido capaz de llegar tanto a ella que me he hecho amigo de mi propia vanidad.

Si no fuese así, no hubiera podido contaros todo ésto que he llegado a conocer gracias a ella. No he leído libro alguno para informarme ni de la vanidad ni de la humildad, todo este conocimiento que os trasmito me lo ha contado mi propia vanidad, para que yo os lo cuente a vosotros y podáis aprender algo de esta experiencia.

No es que ya haya llegado a ser una persona completamente humilde, liberada de la vanidad, ¡qué más quisiera! No, todo lo contrario; pero después de todo estoy contento, porque tras largos e intensos años de mi vida he aprendido a vivir aceptándome tal y como soy y buscando incesantemente ser mejor cada día y en cada una de mis realizaciones, con todas las bazas que Dios pone siempre al alcance de todos sus hijos. Sólo tenéis que buscar dentro de vosotros y allí están: herramientas, utensilios, instrumentos de todo tipo en el interior de uno mismo.

¿Veis como yo soy también un poco vanidoso? Espero que después de ésto alguien venga y me dé una palmadita en la espalda para decirme: ¡qué bien lo has hecho! ¿Y como puede hacer uno amistad con sus propios defectos?, me diréis.
Fijáos bien, en la medida que uno se propone observarse interiormente y llegar a localizar sus defectos y virtudes empieza a darse cuenta de dónde están, de cómo son, de qué alcance tienen esos conflictos de la personalidad humana que yacen ocultos en él, si no los puede dominar, si se le escapan de las manos, si son más fuertes que él etc.

Cuando llegué a este punto comencé a buscar una tregua diplomática con todos ellos, porque cuando logré visualizar todo mi interior observé que éste era como un terrible campo de batalla, donde mi vanidad tenía un poderoso ejercito que se enfrentaba constantemente contra mi personalidad, poniéndome en evidencia y en ridículo cada vez que ganaba una batalla.

Me acordé de aquel general que decía: "divide y vencerás". Y aprendí entonces que, como en la guerra, no podía ganar todos los enfrentamientos por el uso drástico de la fuerza de voluntad, tenía que utilizar otras artes, otra fuerza, la inteligencia.

Entonces, pensé que en vez de cambiar drásticamente podía trasformar unos elementos por otros, de defectos a virtudes de una forma tan sutil que ni ellos mismos se diesen cuenta.

Fue cuando comencé a seguir constantemente los movimientos de mi propia vanidad, la vigilaba como si fuese un espía, y al cabo del tiempo llegue a comprender su forma y manera de actuar en mí.
Conocía sus pasos, saboreaba su aroma cada vez que me comprometía en cualquier situación, hasta que no me costó trabajo el poder reconocerla cada vez que actuaba.

Porque la vanidad es muy escurridiza, se ocultaba en lugares de mi propia personalidad que ni yo mismo conocía hasta entonces; por eso me encontraba siempre en desventaja y desorientado, así que con el tiempo llegué a localizarla en su guarida he hicimos un pacto. Llegamos al acuerdo de que a partir de entonces dejaría actuar libre a mi humildad a cambio de no luchar contra ella, y allí en lo más profundo de mi ser podría actuar a su antojo.

Lo que no sabe mi vanidad es que con el tiempo ese espacio en el exilio que pactamos se reduce cada vez más y llegará un día, dentro de quien sabe el tiempo, que ya no le quedará lugar donde vivir y no tendrá más remedio que trasformar su actitud en otra totalmente distinta, porque entonces ya no tendrá motivo alguno para actuar de esa manera tan egoísta.


Cuando uno se ejercita de esta forma, y además permanece en constante vigilancia, observa también cómo actúan las demás personas y se acaba por descubrir fácilmente la vanidad y la humildad de los demás, con lo cual ésto le ayuda para ver hasta qué punto uno reacciona igual o por el contrario detesta este tipo de conductas.

Los grandes Maestros desarrollan esta "segunda vista" que, como una voz intuitiva y sabia, les dice como es cada persona. La desarrollan como un “sexto sentido" con el único fin de ayudar a los demás, haciéndoles ver sus faltas y errores, aunque es evidente que ellos también puedan tener los suyos; porque no podemos esperar, queridos hermanos, a encontrar al Maestro perfecto que esté libre de toda imperfección, o defecto. Si así lo hiciéramos perderíamos realmente el tiempo, ya que ésto es completamente imposible.



Que cada uno reflexione y medite sobre sí, para buscar esta respuesta.

Os deseo mis más profundos deseos de que todos lleguemos a ella.

Hermano Francisco
 


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