Anoche antes de dormir, recordaba el evangelio que habíamos leído y tratado durante la misa de aquella mañana: el episodio del Señor en casa de sus amigos de Betania, los hermanos Lázaro, Marta y María (Lc.10, 38-42). Y pensé que en verdad, para ser discípulo de Cristo y su testigo ante los hombres, es necesario, no sólo conocer su obra y sus enseñanzas —eso lo podría hacer cualquiera que hubiera leído el Nuevo Testamento: objetivamente, sin compromiso ni pasión, como lo haría un profesor o un maestro—. Para ser testigo es preciso poseer un conocimiento interior y un amor por lo que se ha de atestiguar, que sólo se puede atesorar cuando uno hace suyas las ideas y los sentimientos que Él quiere transmitirnos. Pero eso no se logra sólo con un conocimiento intelectual. El verdadero discipulado implica necesariamente que las ideas y la Persona de Jesús sean incorporadas y aceptadas en forma personal, interior y profunda.
En el capítulo 26 (Los mensajes de Dios) de mi trabajo inédito titulado Miradas, yo escribía acerca de las Sagradas escrituras:
«Cuando Dios iba inspirando a sus autores —en verdad, amanuenses— ellas (las Escrituras) contenían una infinita riqueza de revelación de su misterio, pero esa riqueza estaba tan sabiamente oculta, que en cada época, al propio pueblo de Dios y a cada ser humano en particular, iba a ir revelándosele a su tiempo. Esto no significa, por supuesto, que aquellas palabras, recién en aquel momento cobraran significación. Si hoy puedo entenderlo como un mensaje personal, es sólo porque éstas son las circunstancias en que el Espíritu Santo juzgó oportuno revelarme este mensaje, para que sea captado y procesado según el momento particular del hombre que soy ahora, con mis condiciones biológicas, psicológicas y sociológicas, esto es: mi personalidad y mi historia».
Con mis disculpas por la auto referencia, hoy quiero añadir que esto se hace difícil —sino imposible— sin la oración. Es en ella que el Espíritu Santo penetra los corazones con su gracia; Dios mismo visita a sus hijos y les va mostrando poco a poco sus secretos, y los va enamorando, intimidad a intimidad. Esto implica no sólo reflexionar sobre lo leído, sino, sobre todo, abrir los oídos del corazón para escuchar el susurro con que el Espíritu va penetrando en él. He tenido experiencias de haber comenzado mi oración leyendo un fragmento de la Escritura, y terminar entendiendo cosas que no tenían ninguna relación aparente con lo leído. Otras veces, sin haber adquirido nuevas ideas, he salido de la oración con un fortalecido lazo de unión con Cristo. Claro está, tengo que reconocerlo, que muchas veces el Espíritu se revela en circunstancias de nuestras vidas, lo más lejos imaginable de un momento de oración. Y eso es porque Él no posee libertad, ES la libertad misma, y obra cuando quiere; cuando lo ‘juzga oportuno’.
Pero imitar a María de Betania a los pies del Señor: abrir el corazón, atender el llamado, prestar oídos al Espíritu, siempre lleva consigo un riesgo. Algunas de las sugerencias que Dios nos hace llegar no nos son tan gratas ni fáciles de aceptar. A veces nos propone cosas que implican dominar nuestras pasiones, renunciar a nosotros mismos, a nuestro egoísmo, a nuestra comodidad o a proyectos personales. Renuncias con frecuencia dolorosas que siempre redundan a favor de los hermanos, y a la postre, también de nuestro bien espiritual.
Hoy y siempre, Jesús me dice: «Néstor, Néstor, te inquietás y te agitás por muchas cosas. Pocas son necesarias, o más bien una sola». Escucha, intimidad, amor: son etapas a las que, necesariamente, debería conducir la verdadera oración hecha con la adecuada disposición del corazón. Que el Espíritu nos la dé, Amén.