«Que bien sé yo
la fonte que mana y corre, aunque es de noche»
San Juan de la
Cruz
Como la bellísima flor del
cactus, que se muestra sólo unas horas y embriaga y conmueve, dejando en el
corazón un intenso sabor agridulce, con la agrura de la brevedad y la dulzura
de su aroma y su belleza. Así son breves y dulces los momentos en que Dios se
deja notar en el alma… Pronto se nos
escapan, son inasibles. Se van, desaparecen, pero no sin dejar una estela de
esperanza y de nostalgia que en ocasiones perduran para siempre en el corazón,
que arde con sólo el recuerdo. Nostalgia de lo vivido y esperanza del retorno: reencuentro.
Dios se nos muestra a veces
dejando tal impronta, para recordarnos que está en nuestra barca. ¡Que siempre
está!
Al cabo de los años, cada tanto el recuerdo de aquellas
-quizás pocas- veces en que nos hemos sentido cara a cara con Él; de sus
“visitas”, ¡tan breves e intensas! surge en la memoria como una chispa que
vuelve a encender en el corazón el fuego que lo abrasa de nuevo. Suele
encenderse en momentos difíciles, de angustia o desierto. Sino tan intenso, sí
tan vivo y elocuente como aquellos. Y renueva la fe y aviva la esperanza. Ayuda
a cruzar el páramo.
Como el sol radiante se refleja entre las ondas -a veces
encrespadas- de profundas aguas, así el alma agobiada y desolada, descubre en
el recuerdo, frágil y fugaz, de aquellos instantes luminosos la imagen de su
Dios que se deja entrever, como una sonrisa, entre el pesar y el desconsuelo o
la congoja.
Quiera Dios mantener atentos nuestros ojos del alma, para
descubrir tan eficaces auxilios, y no nos permita decaer en la esperanza a los
que alguna vez hemos tenido la dicha de sentirnos abrazados, y abrasarnos.