La vida está llena de momentos para dejar ir. Un pájaro deja ir la rama para volar. Los padres sueltan la mano del niño para que aprenda a caminar.
Dejar ir es un acto de fe en nuestro proceso divino de crecimiento. Suelto cualquier apego a éxitos o retos pasados. Cada momento me convierto en una expresión mayor de mi potencial divino. No me preocupo acerca de cómo navegaré a través del futuro. Mi naturaleza divina hace surgir las cualidades espirituales que me apoyarán en mi sendero por la vida.
La experiencia de cada día provee oportunidades para desarrollar nuevas habilidades y una comprensión más profunda de lo que soy capaz de ser y hacer. No tengo necesidad de aferrarme al pasado ni temer el futuro, porque algo mayor se desarrolla en mí ahora.
Entrego mis preocupaciones a la serenidad del Espíritu en mí.
Si siento estrés o estoy apurado, puede que parezca que no estoy alineado, que estoy fuera del centro de mi Fuente. Sin embargo, esto es lo más lejano a la verdad. Si me siento apartado de mi Fuente, es porque me he distraído de mi propósito espiritual.
La fe provee la respuesta: tener presente que en mí existen amor, creatividad, fortaleza y comprensión —regalos que están conmigo siempre.
Soy bendecido con un conocimiento interno que siempre me guía. Mis pasos se aclaran. Alineo mi esencia divina a medida que hago una pausa, respiro profundamente y aprecio la vida y las habilidades que se me han dado para hacer lo que me corresponde. Entrego mis preocupaciones a la serenidad del Espíritu en mí.
Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman, es decir, de los que él ha llamado de acuerdo a su propósito.—Romanos 8:28