Los Rothschild hicieron algo que ningún trono había imaginado, y fue transformar la deuda pública en una máquina de poder superior a la corona que la firmaba. Su genialidad no estuvo sólo en acumular riqueza, sino en construir una red. Casas en Londres, París, Viena, Frankfort, Nápoles, hermanos distribuidos entre las capitales que importaban, intercambiando información, arbitrando riesgo, decidiendo quién merecía crédito y quién debía caer. Mientras los generales esperaban mensajeros a caballo, ellos recibían noticias por correos privados, redes de espías financieros y códigos que les daban horas, días o semanas de ventaja. En tiempos de guerra, una información anticipada vale más que un batallón entero. Financiaron campañas napoleónicas, reconstrucciones posteriores, ferrocarriles, bonos de gobiernos desesperados por liquidez. Prestaban a vencedores y vencidos porque entendieron que el verdadero negocio no era la victoria, sino la continuidad del sistema. Cuando un estado se endeudaba con ellos, no sólo firmaba un contrato, reconocía una jerarquía. En teoría, la soberanía residía en el pueblo. En la práctica residía en la capacidad de renovar el crédito. Un parlamento podía votar leyes. Una casa bancaria podía decidir si ese estado seguiría existiendo en términos financieros. Simel veía en el dinero un poder casi metafísico. Convierte promesas en realidad. Los Roschild empujaron esa intuición al límite. Al comprar deudas de gobiernos quebrados redefinieron quién podía ser salvado y en qué condiciones. La tasa de interés se convirtió en una forma sofisticada de castigo o recompensa. Un país disciplinado ganaba acceso a sus mercados. Un país problemático pagaba más caro por cada respiro económico. No hacía falta enviar cañones. Bastaba con encarecer el oxígeno financiero. Para la opinión pública, todo eso aparecía como mercado, fluctuaciones, humores, crisis. Para Pareto era la expresión pura de la élite financiera, consolidando su lugar en la cúpula de la jerarquía. Mientras la masa veía inestabilidad, la minoría organizada veía oportunidad de compra de activos, fusiones, reestructuraciones. Cada crisis rebajaba gobiernos y fortalecía aún más a la casa que tenía caja para resistir. El sistema mostraba otra vez su truco predilecto, usar el caos como mecanismo de selección de la élite. Al final, la pregunta, ¿quién manda? Se vuelve casi ingenua. manda quien puede negar el préstamo. Los estados pueden tener ejércitos, banderas, himnos y constituciones, pero si necesitan la autorización silenciosa de una red financiera para seguir respirando, la soberanía se convierte en pieza de museo. Los Rothschild no fueron el sistema, pero fueron una de sus formas más claras de encarnación, la prueba de que en el mundo moderno el poder se mide menos en votos y más en capacidad de financiar el próximo desastre. El capitalismo es evolución creativa. Unos negocios mueren para que otros nazcan.
Europa tenía sus bancos dinásticos. Estados Unidos necesitaba un equivalente a la altura. JP Morgan ocupó ese espacio como si la nación entera fuera una cartera que debía ser reorganizada. Schumper describía el capitalismo como destrucción creativa. Unas empresas caen, otras surgen y el proceso en teoría genera progreso. Pareto, siempre menos optimista, observa otra cosa. Alguien decide quién está autorizado a sobrevivir al ritual de la destrucción. Morgan fue esa figura, el curador de la élite económica estadounidense en un país que aún creía ser gobernado por el voto. En el pánico de 1907, bancos quebraban, la bolsa se derretía, la confianza se evaporaba. No fue el gobierno quien entró en escena para salvar el sistema financiero. Fue Morgan reuniendo banqueros en su biblioteca como quien encierra directores en una sala de reuniones. Allí, lejos del Congreso y de la mirada pública, decidió qué instituciones serían rescatadas, cuáles serían absorbidas, cuáles podían morir sin riesgo sistémico. El Estado apareció después para legitimar decisiones ya tomadas. La fotografía oficial mostraba autoridades. La realidad mostraba a un hombre tratando el mercado y el país como una empresa en crisis de liquidez. Schumpetter vería en eso un ejemplo extremo de emprendimiento de élite. Pareto vería la confirmación de su ley.
En cualquier turbulencia, la minoría organizada se reacomoda en la cima. Morgan no actuaba como filántropo, sino como arquitecto. Al salvar ciertos bancos y dejar que otros se hundieran, redibujaba el mapa del poder financiero. La línea entre interés privado y estabilidad nacional se disolvía. Cuando años después Estados Unidos crea la Reserva Federal, es difícil no ver allí la institucionalización de algo que Morgan ya había hecho informalmente, centralizar la función de prestamista de última instancia. Para el ciudadano común, todo eso recibía nombres técnicos: estabilidad, confianza, orden. Para quien mira con menos romanticismo, el episodio revela un patrón. Cuando el Estado es débil, la élite económica asume el papel de gestora. Cuando el Estado es fuerte, ella simplemente alquila el aparato público para ejecutar sus proyectos. En ambos casos, el sistema sigue operando con la misma lógica. Proteger la continuidad de quienes están arriba, distribuyendo el costo de la crisis entre quienes nunca fueron consultados sobre nada. Morgan representa el momento en que el sistema deja de ser sólo europeo y se asume estadounidense, fusión entre gran industria, bancos de inversión y gobierno federal, ferrocarriles, siderúrgicas, bancos, aseguradoras. Todo podía ser reorganizado siempre que se preservara la estructura de la élite.
La evolución creativa sólo era aceptable si no alcanzaba al piso de arriba. Las empresas podían morir, las familias no. Cuando alguien todavía insiste en decir que el pueblo gobierna, conviene recordar aquel episodio en que un sólo hombre sentado en su biblioteca decidió el destino de instituciones que sostenían millones de vidas. La democracia continuó, las elecciones siguieron, los discursos inflamados también, pero el mensaje del sistema había quedado grabado en la historia. En caso de emergencia, no rompas el cristal. Llama a quien tiene caja para comprar el incendio entero.