Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente. Génesis 2:7.
El Ser Interior
El cuerpo físico es a la vez la habitación y el soporte de un ser interior. Cuando padezco, mi cuerpo lo siente; cuando pienso, se realizan diversas operaciones materiales en mis centros nerviosos; cuando recuerdo algo, se debe a que mi materia cerebral guardó el sello más o menos durable de sensaciones experimentadas en el pasado.
Así ocurre con la vida animal, la que las bestias tienen en común con nosotros. Ellas sólo son materia viviente, y la vida se apaga para siempre cuando su polvo vuelve a la tierra.
No es así para el hombre, pues cuando el cuerpo está destruido, queda la parte inmaterial de la vida: el alma. Este soplo de vida humana es un elemento infinitamente importante. ¿De dónde vienen esos movimientos interiores como, por ejemplo, la aspiración hacia un ideal que nos supera, la sed de eternidad, el sentimiento de la existencia de Dios, la conciencia, el pesar, el remordimiento, la esperanza? Estos sentimientos confirman que tenemos un alma unida a este cuerpo, sin duda, pero que no puede desaparecer como la materia inerte.
Dios nos ha dado un alma viviente, y no podría ser eliminada. Él nos ruega que hoy nos preocupemos por su destino eterno. En la cruz, el malhechor arrepentido recibió una respuesta inmediata y veraz a su llamado a la gracia divina. Jesús le dijo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:42-43).
La Buena Semilla
|