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RINCÓN LITERARIO: EL PESCADOR Y SU ALMA. 6a Y ÚLTIMA PARTE
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De: FLAQUIS  (Mensaje original) Enviado: 16/09/2009 09:27

Pasado el tercer año, el alma regresó a la orilla del mar y llamó al joven pescador. Este subió desde las profundidades y dijo:

—¿Para qué me llamas?

Y el alma le dijo:

—Acércate más para que pueda hablar contigo, porque he visto cosas maravillosas.

El se acercó a la orilla, y echado sobre el agua, escuchó con la cabeza apoyada en la mano.

El alma le contó:

—En una ciudad que conozco, hay una posada a la orilla de un río, donde estuve en compañía de unos marineros que bebían vinos de dos colores y comían pan de cebada con pescaditos salados servidos en hojas de laurel con vinagre; nos divertíamos allí, cuando entró un viejo con una alfombra de cuero y un laúd que tenía dos cuernos de ámbar. Extendió el tapiz en el suelo y comenzó a tocar el laúd con la punta de una pluma; entonces entró corriendo una muchacha, con el rostro cubierto por un velo, y comenzó a bailar ante nosotros. Tenía cubierto el rostro, pero los pies desnudos. Tenía los pies desnudos y se agitaban sobre el tapiz como dos pichones blancos. Jamás, en ninguno de mis viajes, vi nada tan maravilloso. Y la ciudad donde baila queda sólo a una jornada de aquí.

Cuando el joven Pescador oyó las palabras de su alma, recordó que la sirenita no tenía pies, y no podía danzar. Y se apoderó de él un gran deseo, y se dijo:

—Puesto que sólo queda de aquí a un día, luego puedo volver al lado de mi amor.

Riendo, se puso de pie y caminó a grandes pasos hacia la orilla.

Al llegar a tierra firme volvió a reír y extendió los brazos hacia su alma. Y su alma lanzó un gran grito de alegría, y corrió a su encuentro, y penetró en él; y el joven Pescador vio delante suyo, sobre la arena esa sombra del cuerpo que es el cuerpo del alma.

Y su alma le dijo:

—Ven, alejémonos de aquí ahora mismo, mira que los dioses del mar son muy celosos y tienen monstruos que obedecen sus mandatos.

Se apresuraron y toda aquella noche caminaron bajo la luna, y todo el día siguiente caminaron bajo el sol, y al atardecer llegaron a una ciudad.

Y entonces el joven Pescador preguntó a su alma:

—¿Está es la ciudad donde danza la muchacha de quien me hablaste?

Y su alma contestó:

—No, no es está ciudad, es otra. Sin embargo, entremos.

Y entraron, y vagaron por las calles. Al pasar por el barrio de los joyeros, el joven Pescador se fijó en una copa de plata que estaba expuesta en una tienda. Y su alma le dijo:

—Toma esa copa de plata y escóndela.

El tomó la copa y la escondió entre los pliegues de su capa. Luego, precipitadamente, salieron de la ciudad.

Cuando estuvieron a una legua de la ciudad, el joven Pescador frunció el ceno, arrojó lejos la copa y le dijo a su alma:

—¿Por qué me dijiste que tomara esa copa y la ocultara, siendo eso, como es, una acción vil?

Pero su alma le respondió:

—Cálmate, tranquilízate...

Al anochecer del segundo día, llegaron a otra ciudad, y el joven Pescador preguntó a su alma:

—¿Es ésta la ciudad donde baila la muchacha de quien me hablaste?

Y su alma le contestó:

—No, no es esta ciudad, es otra. Sin embargo, entremos.

Y entraron, y comenzaron a vagar por las calles. Al pasar por el barrio de los vendedores de sandalias, el joven Pescador vio a un niño que estaba de pie, cargando un cántaro de agua. Y su alma le dijo:

—Pégale, hazlo caer.

Y él le pegó al niño, hasta hacerlo caer, llorando. Luego escaparon de la ciudad.

Y cuando estuvieron a una legua de la ciudad, el joven Pescador se irritó y dijo a su alma:

—¿Por qué me hiciste que le pegara a ese niño, siendo eso, como es, una acción vil?

Pero su alma le respondió:

—Cálmate, tranquilízate...

Al amanecer del tercer día llegaron a otra ciudad, y el joven Pescador preguntó a su alma:

—¿Es esta la ciudad donde baila la muchacha de quien me hablaste?

Y su alma le contestó:

—Sí, quizás sea esta la ciudad. Entremos a ver.

Y entraron, y recorrieron las calles. Pero en ningún sitio les fue posible encontrar el río, ni la posada que se levantaba a orillas del río. Y la gente de la ciudad lo miraba con extrañeza, y el joven Pescador se atemorizó, y le dijo a su alma:

—Vámonos de aquí, porque la muchacha que baila con pies blancos no está en esta ciudad.

Pero su alma le contestó:

—No, quedémonos en esta ciudad, porque la noche esta oscura y puede haber ladrones en el camino.

Se sentaron entonces a descansar en el mercado; cuando al poco rato, pasó un mercader vestido con una capa de paño de Tartaria que llevaba una linterna al extremo de una caña.

El mercader le dijo:

—¿Por qué te sientas en el mercado, cuando las tiendas ya están cerradas?

Y el joven Pescador repuso:

—No encontré ninguna posada en esta ciudad, y no tengo pariente alguno que me hospede.

—¿Es que acaso no somos todos hermanos? —dijo el mercader—. ¿Acaso no nos hizo a todos el mismo dios? Ven conmigo, yo tengo en mi casa una habitación para huéspedes.

Y el joven Pescador se levantó y siguió al mercader hasta su casa.

Cuando entraron, después de atravesar un jardín de granados, el mercader le trajo agua de rosas en un lavatorio de cobre para que se lavara las manos, y melones maduros para que apagara su sed, y un plato de arroz con una porción de cabrito asado para que saciara su hambre.

Una vez que hubo acabado de comer, lo llevó a la habitación para alojados, y le deseó una buena noche. El joven Pescador le dio las gracias, y besó el anillo que su anfitrión llevaba en el dedo. Luego se tendió sobre los tapices de pelo de cabra, y cubierto con pieles de cordero negro, se quedó dormido.

Tres horas antes de salir el sol, cuando todavía era de noche, su alma lo despertó y le dijo:

—Levántate y anda al cuarto del mercader, a la misma habitación donde duerme, y mátalo, y róbale el oro; porque tenemos necesidad de dinero.

El joven Pescador se levantó, como sonámbulo, y se deslizó sigilosamente hasta la alcoba del mercader. A los pies de su anfitrión había una espada curva, y en un azafate, junto a él, nueve bolsas de oro. Extendiendo la mano, el joven Pescador tocó la espada; pero, apenas lo hizo despertó el mercader estremeciéndose y saltando del lecho, empuñó la espada. Y dijo al joven Pescador:

—¿Vas a devolver el bien por mal y pagar con mi sangre la bondad que he tenido contigo?

Pero su alma le dijo al joven Pescador:

—¡Mátalo!

Entonces el joven Pescador golpeó al mercader y lo hizo perder el sentido. Luego se apoderó de las nueve bolsas de oro, y huyó rápidamente atravesando el jardín de los granados, y volviendo continuamente el rostro hacia la estrella de la mañana.

Cuando estuvieron a una legua de la ciudad, el joven Pescador se golpeó el pecho y dijo a su alma:

—¿Por qué me ordenaste que asesinara al mercader y le robara su oro? No cabe duda que eres muy perversa.

Pero su alma le respondió:

—Cálmate, tranquilízate...

—¡No! —gritó el joven Pescador—, no puedo tranquilizarme, porque detesto todo lo que me has obligado a hacer. Y a tí también te detesto, y te ordeno que me expliques por qué me has obligado a actuar de esta manera.

Su alma le contestó entonces:

—Cuando te desprendiste de mí y me lanzaste al mundo, no me diste corazón; así que aprendí a hacer todas estas cosas, y a gustar de ellas.

—¿Qué dices? —murmuró el joven Pescador.

—Bien lo sabes —contestó su alma—, lo sabes muy bien. ¿Te olvidaste que no me diste corazón? Por eso, no te inquietes, ni me perturbes a mí. Tranquilízate, porque no hay dolor que no puedas ahuyentar, ni placer que no puedas conseguir.

Al oír estas palabras atroces, el joven Pescador tembló, y replicó a su alma:

—Eres perversa y malvada, me has hecho olvidar mi amor, me has seducido con tus tentaciones, y has encaminado mis pies por la senda del pecado.

Pero su alma replicó con petulancia:

—No olvides que cuando me arrojaste al mundo no me diste corazón. Ven, vamos ya a otra ciudad, y divirtámonos, porque tenemos nueve bolsas de oro para gastar.

Esta vez el joven Pescador arrojó al suelo las nueve bolsas de oro, y las pisoteó, gritando:

—¡No! ¡No quiero nada contigo, ni viajaré más en tu compañía! Tal como me desprendí de ti una vez, me desprenderé de nuevo ahora, porque no me has hecho más que daño.

Se volvió de espaldas a la luna, y con el cuchillito de mango de piel de víbora verde, trató de recortar, desde sus pies, esa sombra del cuerpo que es el cuerpo del alma.

Sin embargo ahora el alma no se separó de él, ni obedeció su mandato, sino que le dijo:

—El hechizo que te enseñó la bruja ya no te sirve ahora, porque ni yo puedo abandonarte, ni tú puedes desprenderte de mí. Sólo una vez en la vida un hombre puede separarse de su alma, pero aquel que la ha recibido de nuevo, tiene que conservarla consigo para siempre; y éste es su castigo y también su recompensa.

El joven Pescador palideció y apretó los puños, gritando:

—¡Fue una bruja malvada, porque eso no me lo dijo!

—No —repuso su alma—, ella fue fiel a Aquel a quien adora y servirá para siempre.

Cuando el joven Pescador comprendió que ya no podría librarse de su alma, que ahora era un alma perversa, y que habitaría en él para siempre, cayó en tierra llorando amargamente.

Al amanecer, el joven Pescador se levantó y dijo a su alma:

—Amarraré mis manos para que no te obedezcan, cerraré mis labios para que no repitan tus palabras, y volveré al lugar en que vive la sirena que amo. Caminaré de nuevo hacia el mar, hacia la bahía donde ella canta habitualmente y la llamaré, y le contaré el mal que he hecho a otros, y el mal que tú me has hecho a mí.

Y su alma lo tentó, diciéndole:

—¿Qué tan gran cosa es esa amada tuya, para que quieras volver con ella? Hay muchas mujeres en el mundo que son mucho más hermosas. Existen las bailarinas de Samaris, que bailan imitando a las aves y los animales, y llevan los pies teñidos de alheña, y cascabeles en las manos. Ellas ríen cuando bailan, y su risa es tan clara como la risa del agua. Ven conmigo y te las mostraré. Porque, ¿para qué te vas a preocupar de eso que tú crees que es pecado? ¿No fueron hechas para el goce las cosas sabrosas de comer? ¿Y acaso hay algún veneno en lo que es dulce de beber? No te perturbes más, y ven conmigo a otra ciudad. Muy cerca de aquí se encuentra una ciudad, donde hay un jardín de tulipanes poblado de pavos reales blancos y pavos reales de pecho azul. Cuando abren sus colas al sol son como discos de marfil y como discos de oro. Y la muchacha que los alimenta, baila con ellos, y algunas veces baila sobre sus manos y otras veces baila sobre sus pies. Y lleva los ojos pintados con antimonio, y las aletas de su nariz tienen el delicado molde de las alas de la golondrina. De una de ellas cuelga una flor tallada en una perla. Y ríe cuando baila y los aros de plata que lleva en los tobillos tintinean como campanitas. No te mortifiques más, y acompáñame a esa ciudad.

El joven Pescador ya no le contestó a su alma; cerró sus labios con un sello de silencio, amarró sus manos con una cuerda, y emprendió el regreso hacia el lugar de donde había venido, hacia la bahía donde su amada cantaba. Aunque su alma lo tentó sin cesar durante todo el camino, el joven Pescador no respondió, ni quiso seguir ninguno de sus pérfidos consejos. Tan grande era la fuerza de su amor.

Cuando por fin llegó a la orilla del mar, liberó sus manos de la cuerda, levantó de sus labios el sello de silencio y llamó a la sirenita. Pero esta vez ella no acudió a su llamada, a pesar de que él estuvo allí, implorando todo el día.

Su alma se burlaba, ahora, y le decía:

—Poca es la alegría que te produce tu amor. Eres como ese que, en tiempos de sequía, guarda su agua en un cántaro roto. Das lo que tienes y no recibes nada en cambio. Mejor será que te vengas conmigo, porque yo sé dónde está el valle de los Placeres, y las cosas que pasan allí.

El joven Pescador siguió sin responder a su alma, y en una quebrada de la roca, se construyó una cabaña, y habitó allí todo un año. Cada mañana llamaba a la sirenita, y todas las tardes la volvía a llamar, y pasaba las noches repitiendo su nombre.

Pero ella no salió del agua, jamás acudió a su encuentro, y tampoco pudo encontrarla en ningún lugar del mar, a pesar de que la buscó en las grutas y en el agua verde, en las charcas de la marea y en los pozos que hay en las profundidades.

Y sin cesar, su alma le tentaba, susurrándole cosas terribles. Pero no consiguió vencerlo, tan grande era la fuerza de su amor.

Y cuando pasó todo un año, pensó el alma:

—He tentado a mi dueño con el mal, y su amor es más fuerte que yo. Ahora voy a tentarlo con el bien, y quizás venga conmigo. Habló entonces al joven Pescador diciéndole:

—Te he referido los placeres del mundo, y no me has escuchado. Déjame ahora que te hable del dolor del mundo y acaso quieras oírme. Porque, en verdad, el dolor es el Rey del mundo, y no hay nadie que pueda escapar de sus redes. A unos les falta ropa, y otros no tienen pan. Hay viudas que se visten de púrpura, y hay viudas que se visten de harapos. A través de los pantanos caminan los leprosos, y son crueles unos con otros. De aquí para allá van los mendigos por los caminos, con sus bolsillos vacíos. Por las calles de las ciudades pasea el Hambre, y la Peste se estaciona en las puertas. Ven, vamos a remediar todo eso. ¿Para qué vas a quedarte aquí, llamando día y noche a tu amada, si ves que no viene nunca? ¿Qué tanto valor tiene ese amor tuyo para que le des tanta importancia?

Nuevamente el joven Pescador no quiso contestarle; tan grande era la fuerza de su amor. Y siguió llamando a la sirenita cada mañana, y todas las tardes la volvía a llamar y pasaba las noches repitiendo su nombre. Sin embargo, ella nunca salió del agua para encontrarlo, ni tampoco pudo encontrarla en ningún lugar del mar, a pesar que la buscó en las corrientes, y en los valles que hay debajo de las olas; la buscó en el mar que al atardecer se tiñe de rojo, y en el mar que al amanecer se vuelve gris.

Cuando el segundo año transcurrió, una noche su alma dijo al joven Pescador, mientras estaba sentado en la cabaña:

—Te he tentado con el mal y te he tentado con el bien, pero tu amor es más fuerte que yo. No voy a volver a tentarte, pero te ruego que me dejes entrar en tu corazón, para ser de nuevo una sola contigo, como fuimos antes.

—Por cierto que puedes entrar —dijo el joven Pescador—, porque en los días que vagaste por el mundo sin corazón, has tenido que sufrir mucho.

—¡Ay! chilló el alma—. No hay sitio para mí en tu corazón, está repleto de amor.

—Yo quisiera ayudarte —dijo el joven Pescador.

En ese instante, un gran grito de duelo llegó del mar, como el grito que escuchan los hombres cuando muere un hijo del Mar.

El joven Pescador se puso en pie de un salto, y corrió hacia la orilla. Las olas sombrías se precipitaron hacia la playa, trayendo una carga más blanca que la plata. Blanca como la espuma y semejante a una flor flotante sobre las olas empenachadas de negro. La marejada la arrancó de las olas, la espuma la arrancó de la marejada, la playa la recibió... y el joven Pescador vio tendido a sus pies el cuerpo de la sirenita. La sirenita estaba muerta a sus pies.

Con el corazón deshecho de dolor, el joven pescador se echó sobre la arena, junto a la sirenita, y besó el rojo frío de su boca, y acarició el ámbar mojado de su cabellera. Se echó junto a la sirenita, llorando como el que tiembla de alegría y la estrechó contra su pecho. Estaban fríos sus labios, pero él los besó. Estaba salada la miel de su carne, pero él la saboreó con cruel alegría.

Y habló con el cadáver. En las conchas de las orejas de la sirenita vertió el vino agrio de su historia. Puso las manos de ella alrededor de su cuello, y con sus dedos le acarició la garganta delicada. Amarga, amarga era su alegría, y lleno de una extraña plenitud era su dolor.

El mar negro se acercaba hinchándose, y la blanca espuma gemía como un leproso. Con blancas manos de espuma el mar se aferraba a la playa. Y del palacio del Rey del Mar se escuchó de nuevo el grito de dolor, y a lo lejos en alta mar, los tritones soplaron roncamente sus caracolas.

—Retírate— le advirtió su alma—, porque el mar se acerca cada vez más; si te demoras vas a morir. Retírate a un lugar seguro. ¿No querrás enviarme al otro mundo sin corazón?

Pero el joven Pescador no la escuchaba. Llamaba a la sirenita, y le decía:

—El amor es mejor que la sabiduría, y más precioso que las riquezas, y más bello que los pies de las hijas de los hombres. Al amor no lo consume el fuego, ni el agua puede apagarlo. Yo te llamaba al amanecer, y tú no acudiste a mi llamada. La luna oyó tu nombre, pero tú no escuchaste. Porque yo te había abandonado, y para daño mío vagué muy lejos de ti. Sin embargo, tu amor fue siempre conmigo a todas partes, y siempre fue poderoso, y nada prevaleció contra él, a pesar de que contemplé el mal y contemplé el bien. Y ahora que tú estás muerta, yo quiero también morir contigo.

Su alma le suplicaba que se retirase pero él no quiso hacerlo; tan grande era su amor. Y el mar se acercó cada vez más y trató de cubrirlo con sus olas. Y cuando él supo que su muerte estaba próxima, besó con labios frenéticos los labios fríos de la sirenita, y su corazón se hizo pedazos. Y como la plenitud de su amor hizo estallar su corazón, el alma encontró una abertura, y por allí entró, y fue de nuevo una sola con el joven Pescador, tal como antes. Entonces las sombrías olas del mar cubrieron al joven Pescador.

A la mañana siguiente, el sacerdote salió para bendecir el mar que había estado tormentoso, y con él venían los monjes y los músicos, y los acólitos llevando cirios, y una gran muchedumbre.

Cuando alcanzaron la orilla, el sacerdote vio al joven Pescador, ahogado sobre la playa con el cuerpo de la sirenita estrechamente abrazado. Y retrocedió frunciendo el ceño; y después de hacer la señal de la cruz anunció con resentimiento:

—¡No bendeciré al mar, ni a nada de lo que encierra! ¡Malditos sean los hijos del Mar, y malditos los que tienen relaciones con ellos! Y en cuánto a este joven Pescador, que por causa del amor olvidó a su Dios, y yace así, fulminado por el juicio de Dios, tomen su cuerpo y el cuerpo de su amante impía, y entiérrenlos al final del Campo de los Retamos, y no pongan encima marca ni señal alguna, para que nadie sepa el lugar donde descansan, porque fueron malditos en vida, y malditos son también en la eternidad de la muerte.

La gente le obedeció, y al final del Campo de los Retamos, en un sitio donde no crecía hierba, cavaron un profundo foso, y allí depositaron los cadáveres.

Cuando hubo pasado el tercer año, llegado que fue el día de la gran fiesta, subió el cura a la parroquia, para mostrarle al puerto las llagas del Señor, y hablar de la cólera divina.

Después de vestirse con sus paramentos sacerdotales, cuando entró y se inclinó ante el altar, vio que estaba todo cubierto de extrañas flores fragantes, que jamás había visto anteriormente. Eran muy singulares, y su rara belleza le turbó, y el aroma fue dulce para su olfato, sugerente de nostalgias que jamás se cuajarían en recuerdos. Y se sintió alegre, sin saber por qué estaba alegre.

Después de abrir el tabernáculo y de incensar la custodia que había dentro, y demostrar la Santa Forma al pueblo, y de esconderla otra vez detrás del velo de los velos, comenzó hablar al pueblo. Se había propuesto hablarles de la cólera divina. Pero la belleza de las flores blancas lo turbaba, y su perfume era tan grato a su olfato, y otras palabras comenzaron a brotar de sus labios. Así no habló de la ira de Dios, sino del Amor de Dios. ¿Y por qué hablaba así? No lo sabía.

Al término de su prédica la gente lloraba, y el propio cura volvió a la sacristía con los ojos llenos de lágrimas. Y los diáconos vinieron a despojarle de sus paramentos, le quitaron el alba y el cíngulo, el manípulo y la estola, mas el sacerdote seguía inmóvil como en sueños.

Cuando lo hubieron desvestido, miró a los diáconos y dijo:

—¿Qué flores son esas que hay en el altar, y de dónde provienen?

Y ellos le contestaron:

—Qué flores son no podemos decirlo; pero provienen del final del Campo de los Retamos.

Entonces el cura se estremeció, atravesado de recuerdos, y volviendo a su casa se puso en oración.

Al amanecer del siguiente día, salió con los monjes y los músicos, y los portadores de cirios; y los acólitos, y una gran muchedumbre. Fue caminando hasta la orilla del mar y bendijo al mar, y a todos los seres que viven en él. A los faunos también los bendijo, y a las pequeñas criaturas que danzan en la selva, y a las criaturas de ojos brillantes que espían a través del follaje. A todos los seres del mundo de Dios los bendijo estremeciéndose de amor, y el pueblo estaba lleno de júbilo y asombro.

Sin embargo, desde entonces, nunca más volvieron a crecer flores en aquel rincón de los Campo de los Retamos, que volvió a quedar tan desierto como lo había sido.

Tampoco volvieron a entrar los hijos del Mar en la bahía, como acostumbraban a hacerlo, porque se fueron a otro lugar del limpio océano.

 FIN



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