Don de la ingenuidad
Cuando regreses a la ciudad verás las ilusiones que madrugan con sus acentos incapaces de desprenderse del pasado, que ignoran lo mismo que nosotros.
Tú ni siquiera sabes por qué vives, cómo es posible limitar la realidad de varias formas, si es tuyo este deseo en la utopía de los débiles, rebeldes, nunca hermosos.
No dormirán las culpas hasta tarde y en su espiral el ruido con su dragón ajuglarado bisbiseará un nuevo día: Horarios imposibles, beata actividad.
Contra ti mismo cuántas veces; cuántos modos conoces de hacerte daño. Ya no quedan violines y la melancolía de las fuentes posee menos memoria que sentido común.
He de explicarlo casi todo. El tiempo, como un herpes, su sintaxis sin posibilidad. Irás pero no volverás. Este país tiene la pata herida.
Yo quise destruirme fregando platos, dije lo que me apetecía.
En los desfiladeros de mis eses, con el afán de principios de curso superé mi propia rutina y eliminé lo que no soportaban. Unos dicen que ha muerto, otros que nunca morirá.
Aún así te convences con poco.
Colono de una lengua que hoy sigues recordando, quiero reírme de esas largas genealogías mientras diseño aquí mi casa: encinas y palmeras, tamarindos, palabras con descuento e insistencia: es tu virtud.
Y otro episodio dentro de ese vacío infantiloide que debes aceptar intermitente, la descripción de un personaje con flexibilidad: ser puente o río.
Juan Carlos Abríl
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