Del jardín perfumado
“Que venga el domador que quiere domesticarme,
este que me ha puesto puñal incrustando la carne de mi ánimo
con bozales de alambradas de púas”.
Quién eres, Fany G. Jaretón
Poeta Argentina
Maceraba plantas y flores para obtener ungüentos. Sabía componer igual de bien perfumes o venenos. Transfería al almizcle y al ámbar un poco de lo divino, un poco de lo profano. Amante al fin, mostraba su secreto a cuentagotas y en el charco así formado cabía el cielo. Un día escuchó la música que le trajo su nariz y la lució coqueta detrás del lóbulo de sus orejas, pretendiendo que las pulsaciones del corazón potenciaran el aroma. En el bouquet floral, y a la espera del abatido, turnaba en el deshojado: lima, mandarina, limón y naranja. Apretó una cáscara entre sus dedos atomizando gotas en el aire, se estremeció ante ellas y, bajo su techo, se sintió descubierta por los oídos del otro. La ausencia también se huele, se percibe. En el jardín inexplorado, el paciente se refugió entre las candilejas huecas del aplauso. Ella propició el cambio. Se apoderó el perfume de una inmensidad en la memoria con la angustia del pez cuando le falta el aire. La suave y envolvente huella de la flor que le brindó para curarle, creó un discreto aura e hizo persistente la fragancia. Defensora de su territorio de palabras desentrañó el misterio, a la vez que inauguraba otro. En tanto, la fugacidad planeaba el éxodo, su firma quedó estampada, no en el agua, en el cuello del viajero de su embrujo, que aspira ahora a morir oliendo su perfume. Pero los mágicos brazos le señalan el camino: fuera de su tienda le espera un regimiento.
Aymer Waldir Zuluaga
Colombia