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General: SANTORAL DE HOY SÁBADO 2 DE ENERO DEL 2016
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Respuesta  Mensaje 1 de 3 en el tema 
De: campitos0  (Mensaje original) Enviado: 03/01/2016 23:30
Santoral 

Basilio Magno, Santo
Memoria Litúrgica, 2 de Enero...


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Respuesta  Mensaje 2 de 3 en el tema 
De: campitos0 Enviado: 03/01/2016 23:30
Basilio Magno, Santo
Memoria Litúrgica, 2 de Enero


Fuente: Corazones.org 



Memoria Litúrgica

Martirologio Romano: Memoria de los santos Basilio Magno y Gregorio Nazianceno, obispos y doctores de la Iglesia. Basilio, obispo de Cesarea de Capadocia (hoy en Turquía), apellidado “Magno” por su doctrina y sabiduría, enseñó a los monjes la meditación de la Escritura, el trabajo en la obediencia y la caridad fraterna, ordenando su vida según las reglas que él mismo redactó. Con sus egregios escritos educó a los fieles y brilló por su trabajo pastoral en favor de los pobres y de los enfermos. Falleció el día uno de enero de 379. Gregorio, amigo suyo, fue obispo de Sancina, en Constantinopla y, finalmente, de Nacianzo. Defendió con vehemencia la divinidad del Verbo, mereciendo por ello ser llamado “Teólogo”. La Iglesia se alegra de celebrar conjuntamente la memoria de tan grandes doctores.

Etimológicamente: Basilio = Aquel que es un rey, es de origen griego.

Breve Biografía

BASILIO nació en Cesarea, la capital de Capadocia, en el Asia Menor, a mediados del año 329. Por parte de padre y de madre, descendía de familias cristianas que habían sufrido persecuciones y, entre sus nueve hermanos, figuraron San Gregorio de Nicea, Santa Macrina la Joven y San Pedro de Sebaste. Su padre, San Basilio el Viejo, y su madre, Santa Emelia, poseían vastos terrenos y Basilio pasó su infancia en la casa de campo de su abuela, Santa Macrina, cuyo ejemplo y cuyas enseñanzas nunca olvidó. Inició su educación en Constantinopla y la completó en Atenas. Allá tuvo como compañeros de estudio a San Gregorio Nacianceno, que se convirtió en su amigo inseparable y a Juliano, que más tarde sería el emperador apóstata.

Basilio y Gregorio Nacianceno, los dos jóvenes capadocios, se asociaron con los más selectos talentos contemporáneos y, como lo dice éste último en sus escritos, “sólo conocíamos dos calles en la ciudad: la que conducía a la iglesia y la que nos llevaba a las escuelas”. Tan pronto como Basilio aprendió todo lo que sus maestros podían enseñarle, regresó a Cesárea. Ahí pasó algunos años en la enseñanza de la retórica y, cuando se hallaba en los umbrales de una brillantísima carrera, se sintió impulsado a abandonar el mundo, por consejos de su hermana mayor, Macrina. Esta, luego de haber colaborado activamente en la educación y establecimiento de sus hermanas y hermanos más pequeños, se había retirado con su madre, ya viuda, y otras mujeres, a una de las casas de la familia, en Annesi, sobre el río Iris, para llevar una vida comunitaria.

Fue entonces, al parecer, que Basilio recibió el bautismo y, desde aquel momento, tomó la determinación de servir a Dios dentro de la pobreza evangélica. Comenzó por visitar los principales monasterios de Egipto, Palestina, Siria y Mesopotamia, con el propósito de observar y estudiar la vida religiosa. Al regreso de su extensa gira, se estableció en un paraje agreste y muy hermoso en la región del Ponto, separado de Annesi por el río Iris, y en aquel retiro solitario se entregó a la plegaria y al estudio. Con los discípulos, que no tardaron en agruparse en torno suyo, entre los cuales figuraba su hermano Pedro, formó el primer monasterio que hubo en el Asia Menor, organizó la existencia de los religiosos y enunció los principios que se conservaron a través de los siglos y hasta el presente gobiernan la vida de los monjes en la Iglesia de oriente. San Basilio practicó la vida monástica propiamente dicha durante cinco años solamente, pero en la historia del monaquismo cristiano tiene tanta importancia como el propio San Benito.

Lucha contra la herejía arriana

Por aquella época, la herejía arriana estaba en su apogeo y los emperadores herejes perseguían a los ortodoxos. En el año 363, se convenció a Basilio para que se ordenase diácono y sacerdote en Cesárea; pero inmediatamente, el arzobispo Eusebio tuvo celos de la influencia del santo y éste, para no crear discordias, volvió a retirarse calladamente al Ponto para ayudar en la fundación y dirección de nuevos monasterios. Sin embargo Cesárea lo necesitaba y lo reclamó. Dos años más tarde, San Gregorio Nacianceno, en nombre de la ortodoxia, sacó a Basilio de su retiro para que le ayudase en la defensa de la fe del clero y de las Iglesias. Se llevó a cabo una reconciliación entre Eusebio y Basilio; éste se quedó en Cesárea como el primer auxiliar del arzobispo; en realidad, era él quien gobernaba la Iglesia, pero empleaba su gran tacto para que se diera crédito a Eusebio por todo lo que él realizaba. Durante una época de sequía a la que siguió otra de hambre, Basilio echó mano de todos los bienes de todos los bienes que le había heredado su madre, los vendió y distribuyó el producto entre los más necesitados; mas no se detuvo ahí su caridad, puesto que también organizó un vasto sistema de ayuda, que comprendía a las cocinas ambulantes que él mismo, resguardado con un delantal de manta y cucharón en ristre, conducía por las calles de los barrios más apartados para distribuir alimentos a los pobres.

Obispo de Cesárea

El año de 370 murió Eusebio y, a pesar de la oposición que se puso de manifiesto en algunos poderosos círculos, Basilio fue elegido para ocupar la sede arzobispal vacante. El 14 de junio tomó posesión, para gran contento de San Atanasio y una contrariedad igualmente grande para Valente, el emperador arriano. El puesto era muy importante y, en el caso de Basilio, muy difícil y erizado de peligros, porque al mismo tiempo que obispo de Cesárea, era exarca del Ponto y metropolitano de cincuenta sufragáneos, muchos de los cuales se habían opuesto a su elección y mantuvieron su hostilidad, hasta que Basilio, a fuerza de paciencia y caridad, se conquistó su confianza y su apoyo.

Antes de cumplirse doce meses del nombramiento de Basilio, el emperador Valente llegó a Cesárea, tras de haber desarrollado en Bitrina y Galacia una implacable campaña de persecuciones. Por delante suyo envió al prefecto Modesto, con la misión de convencer a Basilio para que se sometiera o, por lo menos, accediera a tratar algún compromiso. Varios habían renegado por miedo, pero nuestro santo le respondió:

¿Qué me vas a poder quitar si no tengo ni casas ni bienes, pues todo lo repartí entre los pobres? ¿Acaso me vas a atormentar? Es tan débil mi salud que no resistiré un día de tormentos sin morir y no podrás seguir atormentándome. ¿Qué me vas a desterrar? A cualquier sitio a donde me destierres, allá estará Dios, y donde esté Dios, allí es mi patria, y allí me sentiré contento . . .

El gobernador respondió admirado: “Jamás nadie me había contestado así”. Y Basilio añadió: “Es que jamás te habías encontrado con un obispo”.

El emperador Valente se decidió en favor de exilarlo y se dispuso a firmar el edicto; pero en tres ocasiones sucesivas, la pluma de caña con que iba a hacerlo, se partió en el momento de comenzar a escribir. El emperador quedó sobrecogido de temor ante aquella extraordinaria manifestación, confesó que, muy a su pesar, admiraba la firme determinación de Basilio y, a fin de cuentas, resolvió que, en lo sucesivo, no volvería a intervenir en los asuntos eclesiásticos de Cesárea.

Pero apenas terminada esta desavenencia, el santo quedó envuelto en una nueva lucha, provocada por la división de Capadocia en dos provincias civiles y la consecuente reclamación de Antino, obispo de Tiana, para ocupar la sede metropolitana de la Nueva Capadocia. La disputa resultó desafortunada para San Basilio, no tanto por haberse visto obligado a ceder en la división de su arquidiócesis, como por haberse malquistado con su amigo San Gregorio Nacianceno, a quien Basilio insistía en consagrar obispo de Sasima, un miserable caserío que se hallaba situado sobre terrenos en disputa entre las dos Capadocias. Mientras el santo defendía así a la iglesia de Cesárea de los ataques contra su fe y su jurisdicción, no dejaba de mostrar su celo acostumbrado en el cumplimiento de sus deberes pastorales. Hasta en los días ordinarios predicaba, por la mañana y por la tarde, a asambleas tan numerosas, que él mismo las comparaba con el mar. Sus fieles adquirieron la costumbre de comulgar todos los domingos, miércoles, viernes y sábados. Entre las prácticas que Basilio había observado en sus viajes y que más tarde implantó en su sede, figuraban las reuniones en la iglesia antes del amanecer, para cantar los salmos. Para beneficio de los enfermos pobres, estableció un hospital fuera de los muros de Cesárea, tan grande y bien acondicionado, que San Gregorio Nacianceno lo describe como una ciudad nueva y con grandeza suficiente para ser reconocido como una de las maravillas del mundo. A ese centro de beneficencia llegó a conocérsela con el nombre de Basiliada, y sostuvo su fama durante mucho tiempo después de la muerte de su fundador. A pesar de sus enfermedades crónicas, con frecuencia realizaba visitas a lugares apartados de su residencia episcopal, hasta en remotos sectores de las montañas y, gracias a la constante vigilancia que ejercía sobre su clero y su insistencia en rechazar la ordenación de los candidatos que no fuesen enteramente dignos, hizo de su arquidiócesis un modelo del orden y la disciplina eclesiásticos.

No tuvo tanto éxito en los esfuerzos que realizó en favor de las iglesias que se encontraban fuera de su provincia. La muerte de San Atanasio dejó a Basilio como único paladín de la ortodoxia en el oriente, y éste luchó con ejemplar tenacidad para merecer ese título por medio de constantes esfuerzos para fortalecer y unificar a todos los católicos que, sofocados por la tiranía arriana y descompuestos por los cismas y la disensiones entre sí, parecían estar a punto de extinguirse. Pero las propuestas del santo fueron mal recibidas, y a sus desinteresados esfuerzos se respondió con malos entendimientos, malas interpretaciones y hasta acusaciones de ambición y de herejía. Incluso los llamados que hicieron él y sus amigos al Papa San Dámaso y a los obispos occidentales para que interviniesen en los asuntos del oriente y allanasen las dificultades, tropezaron con una casi absoluta indiferencia, debido, según parece, a que ya corrían en Roma las calumnias respecto a su buena fe. “¡Sin duda a causa de mis pecados, escribía San Basilio con un profundo desaliento, parece que estoy condenado al fracaso en todo cuanto emprendo!"”

Sin embargo, el alivio no había de tardar, desde un sector absolutamente inesperado. El 9 de agosto de 378, el emperador Valente recibió heridas mortales en la batalla de Adrianópolis y, con el ascenso al trono de su sobrino Graciano, se puso fin al ascendiente del arrianismo en el oriente. Cuando las noticias de estos cambios llegaron a oídos de San Basilio, éste se encontraba en su lecho de muerte, pero de todas maneras le proporcionaron un gran consuelo en sus últimos momentos. Murió el 1º de enero del año 379, a la edad de cuarenta y nueve años, agotado por la austeridad en que había vivido, el trabajo incansable y una penosa enfermedad. Toda Cesárea quedó enlutada y sus habitantes lo lloraron como a un padre y a un protector; los paganos, judíos y cristianos se unieron en el duelo.

San Gregorio Nacianceno, Arzobispo de Constantinopla, en el día del entierro: “Basilio santo, nació entre santos. Basilio pobre vivió pobre entre los pobres. Basilio hijo de mártires, sufrió como un mártir. Basilio predicó siempre con sus labios, y con sus buenos ejemplos y seguirá predicando siempre con sus escritos admirables”.

Setenta y dos años después de su muerte, el Concilio de Calcedonia le rindió homenaje con estas palabras: “El gran Basilio, el ministro de la gracia quien expuso la verdad al mundo entero indudablemente que fue uno de los más elocuentes oradores entre los mejores que la Iglesia haya tenido; sus escritos le han colocado en lugar de privilegio entre sus doctores.

 



Respuesta  Mensaje 3 de 3 en el tema 
De: campitos0 Enviado: 03/01/2016 23:31
María Anna Blondin, Beata
María Anna Blondin, Beata

Fundadora, 2 Enero


Por: n/a | Fuente: Vatican.va 



Esther Blondin, Hermana Marie-Anne, nace en Terrebonne (Québec, Canada), el 18 abril de 1809, dentro de una familia hondamente cristiana. Hereda de su madre una piedad centrada en la Providencia y la Eucaristía; de su padre, una fe sólida y una gran paciencia en el sufrimiento. Esther y su familia son víctimas del analfabetismo reinante en los medios canadienses-franceses del siglo XIX. En la edad de 22 años, se la contrata como doméstica al servicio de las Hermanas de la Congregación de Nuestra Señora recién llegadas en su pueblo. El año siguiente, se inscribe como interna con vistas a aprender a leer y escribir. Se la encuentra después en el noviciado de la misma Congregación, de donde saldrá sin embargo, a causa de su salud demasiado frágil. 

En 1833, Esther se vuelve maestra de escuela en el pueblo de Vaudreuil. Allí, se da cuenta que un reglamento de la Iglesia prohibiendo a las mujeres enseñar a los niños y a los hombres a las niñas puede ser una causa del analfabetismo. Los curas, en la imposibilidad de financiar dos escuelas, elijen financiar ninguna. Y los jóvenes se sumen en la ignorancia, sin poder aprender el catecismo y hacer la primera comunión. En 1848, con la audacia del profeta movido por la llamada del Espíritu, Esther somete a su Obispo, Monseñor Ignace Bourget, el proyecto de fundar una Congregación religiosa “para la educación de los niños pobres del campo, en escuelas mixtas”. El proyecto es novador para la época! Incluso, parece “temerario y subversivo del orden establecido”. Pero, puesto que el Estado favorece este tipo de escuelas, el Obispo autoriza un intento modesto, para evitar un mal más grande. 

La Congregación de las Hermanas de Santa Ana se funda en Vaudreuil, el 8 de septiembre de 1850. En adelante, Esther se llama “Madre Marie-Anne”. Está nombrada primera superiora. El crecimiento rápido de la joven Comunidad requiere muy pronto una mudanza. En el verano de 1853, el Obispo Bourget traslada la Casa madre a Saint-Jacques de l’Achigan. El nuevo Capellán, Louis-Adolphe Maréchal, va a meterse en la vida interna de la Comunidad, en una manera abusiva. En la ausencia de la Fundadora, él cambia el precio de la pensión de las alumnas. Y, cuando él debe ausentarse, las hermanas tienen que esperar su vuelta para confesarse. Después de un año de conflicto entre el Capellán y la Superiora muy preocupada por los derechos de sus hermanas, el Obispo Bourget piensa encontrar una solución. El 18 de agosto de 1854, manda a Madre Marie-Anne “deponerse”. Convoca las elecciones y exije de la Madre “que no acepte el mandato de Superiora si las hermanas quieren reelegirla”. Despojada del derecho que le da la Regla de la Comunidad, Madre Marie-Anne obedece al Obispo que es para ella el instrumento de la Voluntad de Dios sobre ella. Bendice “mil veces a la Divina Providencia por la conducta materna que tiene para ella, haciéndola pasar por el camino de las tribulaciones y cruces”. 

Entonces, nombrada Directora del Convento de Sainte Geneviève, Madre Marie-Anne se vuelve un blanco de hostigamiento de parte de las nuevas Autoridades de la Casa madre, subyugadas por el despotismo del Capellán Maréchal. Con el pretexto de mala administración, se la llaman a la Casa madre en 1858, con la orden episcopal de “tomar los medios para que no haga daño a nadie”. Desde esa nueva destitución hasta su muerte, se la mantiene fuera de todas responsabilidades administrativas. Aun, se la aleja de las deliberaciones del Consejo general donde tendría que estar según las elecciones de 1872 y 1878. Asignada a los más oscuros trabajos de la lavandería y del planchado, lleva una vida de renuncia total, lo que asegura el crecimiento de su Congregación. Allí está la paradoja de su influencia: quisieron neutralizarla en el sótano oscuro del planchado de la Casa madre, pero muchas generaciones de novicias recibirán de la Fundadora ejemplos de humildad y de caridad heroica. Una vez, una novicia se asombró en ver a la Fundadora mantenida en tan humildes trabajos y se le pidió la razón a la Madre. Ella contesto con calma: “Más un árbol hunde sus raices en el suelo, más posibilidad tiene de crecer y producir frutos.” 

La actitud de Madre Marie-Anne frente a las situaciones injustas, siendo ella víctima de ellas, nos permite descubrir el sentido evangélico que ella supo dar a los acontecimientos de su vida. Como Cristo apasionado por la gloria de su Padre, ella no buscó otra cosa en todo que la gloria de Dios, lo que es el fin de su Comunidad. “Dar a conocer el Buen Dios a los jóvenes que no tenían la felicidad de conocerle” era para ella el medio privilegiado de trabajar a la gloria de Dios. Despojada de sus más legítimos derechos, espoliada de su correspondencia personal con su Obispo, ella cede todo sin resistencia, esperando de Dios el desenlace de todo, sabiendo que Él “en su Sabiduría sabrá discernir lo verdadero de lo falso y recompensar a cada uno según sus obras”. 

Las Autoridades que le sucedieron prohibieron llamarla Madre. Madre Marie-Anne no se aferra celosamente a su título de Fundadora. Mas bien, acepta su anonadamiento como Jesús “su Amor crucificado”, a fin de que viva su Comunidad. Sin embargo, no abdica su vocación de “madre espiritual” de su Congregación; se ofrece a Dios “para expiar el mal cometido en su Comunidad; todo los días, pide a Santa Ana en favor de sus hijas espirituales, las virtudes necesarias a las educadoras cristianas”. 

Al igual que todo profeta investido por una misión en favor de los suyos, Madre Marie-Anne vivió la persecución, perdonando sin restricción, pues estaba convencida que “hay más felicidad en perdonar que en vengarse”. Este perdón evangélico era para ella la garantía de “la paz del alma” que ella consideraba como "el más precioso bien". Dió un último testimonio de eso en su lecho de agonía cuando pidió a su superiora llamar al Padre Maréchal “para edificar a las Hermanas”. 

Frente a la muerte, Madre Marie-Anne deja a sus hijas a manera de testamento espiritual, estas palabras que resumen su vida: “Que la Eucaristía y el abandono a la Voluntad de Dios sean vuestro cielo en la tierra”. Entonces se apagó apaciblemente en la Casa madre de Lachine, el 2 de enero de 1890, “feliz de irse donde el Buen Dios” que ella había servido toda su vida. 


 
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