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El sumo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, 
 porque equivale a una íntima unión con Dios: y así como los 
 ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz,  
así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su inefable  
luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino 
 hecha de corazón; que no esté limitada a un tiempo concreto 
 o a unas horas determinadas, sino que se prolongue día y noche sin interrupciòn 
 Pues conviene que elevemos la mente a Dios no sólo cuando 
 meditamos en el tiempo de la oración, sino también que combinemos  
el anhelo y el recuerdo de Dios con la atención a otras  
ocupaciones, lo mismo en medio del cuidado de los pobres  
que en las útiles tareas de la munificencia; de tal manera  
que todas las cosas se conviertan como en un alimento dulcísimo 
 para el Señor y se hallen como condimentadas con la sal del  
amor de Dios. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente 
 de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo La oración es la luz del alma, el verdadero conocimiento de Dios, 
 la mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se 
 eleve hasta el cielo, que abrace a Dios con inefables abrazos  
apeteciendo, igual que el niño que llora y llama a su madre,  
la divina leche: expone sus propios deseos y recibe dones  
mejores que toda la naturaleza visible. Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, 
 ensancha el alma y tranquiliza su afectividad. Y me estoy  
refiriendo a la oración de verdad, no a las simples palabras.  
La oración es un deseo de Dios, una inefable piedad,  
no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, 
 de la que también dice el Apóstol: "Porque nosotros no sabemos 
 pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por  
nosotros con gemidos inefables". Cuando Dios otorga a alguien el don de semejante súplica,  
ello significa una riqueza inagotable y un alimento celestial 
 que satura el alma; quien le saborea se enciende en un deseo 
 indeficiente del Señor, como un fuego ardiente que inflama su alma.
  Cuando quieras reconstruir en ti aquella morada que Dios se 
 edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la  
humildad, hazte resplandeciente con la luz de la justicia;  
adorna tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado,  
y embellécelo con la fe y la grandeza de alma, a manera de  
muros y piedras; y por encima de todo, como quien pone la 
 cúspide para coronar un edificio, por la oración a fin de  
preparar a Dios una casa perfecta, y poderle recibir como  
si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por su gracia, 
 es como si poseyeras su misma imagen colocada en el templo del alma".  
Que esta lectura os llene de paz el alma.  
   
 L 
  
  
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