|  MARGARITA   1
 ¡Silencio, los lebreles
 de la jauría 
maldita!
 No despertéis a la implacable fiera
 que duerme silenciosa en su 
guarida.
 ¿No veis que de sus garras
 penden gloria y honor, reposo y 
dicha?
 
 Prosiguieron aullando los lebreles...
 -Los malos pensamientos 
homicidas!-
 y despertaron la temible fiera...
 -¡la pasión que en el alma 
se adormía!-
 Y ¡adiós! en un momento,
 ¡adiós gloria y honor, reposo y 
dicha!
 
 
 2
 
 Duerme el anciano padre, mientras ella
 a la luz de 
la lámpara nocturna
 contempla el noble y varonil semblante
 que un pesado 
sueño abruma.
 
 Bajo aquella triste frente
 que los pesares 
anublan,
 deben ir y venir torvas visiones,
 negras hijas de la 
duda.
 
 Ella tiembla..., vacila y se estremece...
 ¿De miedo acaso, o de 
dolor y angustia?
 Con expresión de lastima infinita,
 no sé qué rezos 
murmura.
 
 Plegaria acaso santa, acaso impía,
 trémulo el labio a su 
pesar pronuncia,
 mientras dentro del alma la conciencia
 contra las 
pasiones lucha.
 
 ¡Batalla ruda y terrible
 librada ante la víctima, que 
muda
 duerme el sueño intranquilo de los tristes
 a quien ha vuelto el 
rostro la fortuna!
 
 Y él sigue en reposo, y ella,
 que abandona la 
estancia, entre las brumas
 de la noche se pierde, y torna al alba,
 ajado 
el velo..., en su mirar la angustia.
 
 Carne, tentación, demonio,
 ¡oh!, 
¿de cuál de vosotros es la culpa?
 ¡Silencio...! El día soñoliento 
asoma
 por las lejanas alturas,
 y el anciano despierto, ella 
risueña,
 ambos su pena ocultan,
 y fingen entregarse indiferentes
 a las 
faenas de su vida oscura.
 
 
 3
 
 La culpada calló, mas habló el 
crimen...
 Murió el anciano, y ella, la insensata,
 siguió quemando incienso 
en su locura,
 de la torpeza ante las negras aras,
 hasta rodar en el 
profundo abismo,
 fiel a su mal, de su dolor esclava.
 
 ¡Ah! Cuando amaba 
el bien, ¿cómo así pudo
 hacer traición a su virtud sin mancha,
 malgastar 
las riquezas de su espíritu,
 vender su cuerpo, condenar su alma?
 
 Es 
que en medio del vaso corrompido
 donde su sed ardiente se apagaba,
 de un 
amor inmortal los leves átomos,
 sin mancharse, en la atmósfera 
flotaban.
 
 
 Sedientas las arenas, en la playa
 sienten del sol los 
besos abrasados,
 y no lejos, las ondas, siempre frescas,
 ruedan 
pausadamente murmurando.
 Pobres arenas, de mi suerte imagen:
 no sé lo que 
me pasa al contemplaros,
 pues como yo sufrís, secas y mudas,
 el suplicio 
sin término de Tántalo.
 
 Pero ¿quién sabe...? Acaso luzca un día
 en 
que, salvando misteriosos límites,
 avance el mar y hasta vosotras llegue
 a 
apagar vuestra sed inextinguible.
 
 ¡Y quién sabe también si tras de 
tantos
 siglos de ansias y anhelos imposibles,
 saciará al fin su sed el 
alma ardiente
 donde beben su amor los serafines!
 Rosalia de Castro    
 
     |