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LA ISLA DEL TABACO 
  
Una pareja de edad avanzada tenía un 
solo hijo, hermoso y alegre llamado Curisihuari. Un día, mientras la madre tejía 
una hamaca, el pequeño se colgó de la cuerda suspendida y la estiró. La mujer, 
enojada, lo empujó y el niño se echó a llorar. 
La madre no le 
hizo caso y continuó su quehacer. El padre también oyó el llanto del niño, pero 
tampoco le hizo caso. Entonces Curisihuari, ofendido, se alejó del 
hogar. 
Se había puesto el 
sol, y el niño no volvía. Los padres comenzaron a preocuparse. 
-Vayamos a 
buscarlo –dijo el padre-; es tan pequeño que seguramente se ha 
perdido. 
-La culpa es mía 
–agregó la medre-; con mi hosquedad lo he alejado de mi lado. 
Durante un buen 
rato los dos esposos buscaron por la selva, y cuando ya era una noche oscura, 
por fin lo encontraron. Esta jugando tranquilamente con otro niño. 
-¡Curisihuari! 
–exclamó la madre. 
Al oír la voz, los 
padres del otro niño salieron de la cabaña e invitaron a entrar a los dos 
desconocidos. 
La invitación fue 
aceptada, y los cuatro se pusieron a conversar animadamente. 
-Es tarde –dijo 
finalmente el padre de Curisihuari-; volvamos a nuestra choza con el 
niño. 
Salieron los 
cuatro y advirtieron que los pequeños habían desaparecido. 
-¡Curisihuari! 
–llamó desesperadamente la madre. 
-¡Maturahuari! 
–gritó la otra madre. 
Empezó la búsqueda 
de los niños. 
Pasó la noche, y 
al salir el sol las dos madres exclamaron al unísono: 
-¡Allí 
están! 
Efectivamente, los 
pequeños estaban jugando tranquilamente con otro niño. No parecían cansados; por 
el contrario, correteaban alegremente. 
A las 
exclamaciones de las dos mujeres acudieron los padres del tercer niño, y todos 
iniciaron una agradable conversación. Cuando se volvieron en busca de las tres 
criaturas, éstos habían desaparecido. 
-¡Cahuaihuari! 
–gritó la tercera madre-. ¿Dónde te has escondido? 
Ahora eran seis 
los que buscaban a los niños. La búsqueda duró mucho tiempo. La segunda madre y 
la tercera la abandonaron, pero la primera pareja siguió buscando. 
-Buscaremos 
también a vuestros hijos y os los traeremos –dijeron a las otras dos 
parejas. 
Aquella búsqueda 
duró mucho tiempo. Parecía que los tres niños habían desaparecido para 
siempre. 
Pasaron muchos 
años. Una mañana los dos progenitores, ya viejos, paseaban a la orilla del mar, 
cuando vieron que de las ondas salían tres bellos jovencitos que jugaban 
alegremente. Éstos se dirigieron hacia los dos ancianos con expresiones 
sonrientes. 
La mujer reconoció 
inmediatamente a su hijo a pesar de los años transcurridos. 
-¡Curisihuari! 
¡Hijo mío! ¡Por fin te encontramos! 
-Sí –contestó el 
muchacho-, soy Curisihuari. Mis amigos son Maturahuari y Cahuaihuari. 
Quisiéramos volver a nuestros hogares, pero ahora nosotros vivimos en el mundo 
de los dioses; no podemos volver a andar entre los hombres. 
-¿Nunca más 
podremos volver a veros? 
-Sí, podéis vernos 
quemando hojas de tabaco. Cada vez que lo hagáis, aparecerán nuestras 
figuras. 
En el mismo 
instante los tres jóvenes volvieron a sumergirse en las ondas 
marinas. 
Con el alma 
desolada, los dos ancianos volvieron a su choza. 
-¡Hojas de 
tabaco!... –repetía el hombre-. ¿Qué será eso? ¿Dónde podré encontrar esa 
planta? 
-Probemos quemando 
hojas de todos los vegetales. Alguna será la indicada –respondió la 
vieja. 
El anciano siguió 
el consejo de su mujer. Recogió hojas de papaya, de algodón y de otros muchos 
vegetales, y las quemó. El humo de aquellas hojas no trajo a los 
jovencitos. 
Los vecinos 
sentían compasión por aquellos dos ancianos, dedicados a hacer humareda con 
cuantas hojas encontraban. 
Finalmente, el 
viejo fue a buscar a un hombre que tenía fama de conocer el nombre de todas las 
plantas existentes. 
-Mi hijo me habló 
de hojas de tabaco –dijo cuando llegó a la choza del hombre sabio-. ¿Podrías 
indicarme cuál es esa planta? 
-Sí –respondió el 
hombre-; Curisihuari tiene razón. La planta del tabaco existe, pero crece 
solamente en la isla de las Mujeres. A nadie permiten desembarcar en sus 
costas. 
-¿Qué puedo 
hacer? 
-Podrías mandar 
allá algún pájaro, y tal vez éste lograra traer en su pico alguna ramita de 
tabaco con semillas... 
El hombre 
agradeció el consejo del viejo, pero siguió con la desolación en el alma. No era 
sencillo adiestrar un ave que fuera a la isla de las Mujeres y trajera una rama 
de una planta desconocida. Sin embargo, a poco andar se encontró con una garza 
que entendió el pedido y partió enseguida hacia la isla. 
Pasaron algunos 
días y como la garza no volvía el hombre se convenció de que toda espera sería 
vana. 
Todos se enteraron 
del motivo que llevaba al pobre viejo a quemar hojas. Un día un joven se 
presentó con una grulla y dijo al atribulado anciano: 
-Es posible que la 
garza no sea suficientemente robusta como para llegar hasta la isla de las 
Mujeres. Mi grulla, en cambio, puede volar siete días seguidos sin 
cansarse. 
El hombre 
agradeció, conmovido, y ayudó a la grulla a posarse sobre un escarpado escollo, 
junto al mar. Luego volvió a su choza lleno de esperanza. Ahora tenía una 
posibilidad. 
Esa misma tarde un 
colibrí se acercó a la grulla y le preguntó qué hacía allí, sobre aquel 
escollo. 
-Estoy descansando 
antes de emprender un largo vuelo. Mañana iré a la isla de las Mujeres y, si 
puedo, traeré una rama con semillas de tabaco. 
-¡Ah, qué 
imprudencia! ¿No sabes que las guardianas de esa isla matan  a flechazos a toda 
ave que se atreve a acercarse? 
-Lo sé; pero he 
prometido aventurarme y mantendré mi promesa. 
-Entonces yo iré 
contigo. Tal vez pueda serte útil. 
No había salido el 
sol aún cuando el colibrí inició el vuelo. Las grulla todavía dormía. Cuando se 
despertó emprendió el vuelo. En la mitad del viaje alcanzó al colibrí, pero vio 
que éste luchaba con las olas del mar. El pobre pajarito, cansado, no podía 
sostenerse en el aire. La grulla descendió y lo colocó suavemente sobre un 
ala. 
Cuando llegaron a 
destino el colibrí dijo: 
-Tú debes 
continuar el vuelo en torno a la isla, sin descender demasiado, pero llamando la 
atención de las guardianas. Mientras tanto, yo entraré en la plantación de 
tabaco y me procuraré una rama con semillas. 
Cuando las 
guardianas de la isla vieron a la grulla prepararon sus arcos. La siguieron 
atentamente con la vista esperando que bajase para herirla. Entretanto, el 
colibrí arrancó una rama de tabaco con semillas. 
Cuando el pajarito 
se posó de nuevo sobre una de las alas de la grulla inició el vuelo de 
retorno. 
Es de imaginarse 
la felicidad del anciano padre cuando por fin tuvo en sus manos la semilla de 
tabaco. La echó en los surcos y atendió dedicadamente el pequeño 
cultivo. 
Cuando las plantas 
echaron hojas, éstas fueron arrancadas y secadas al sol. Luego el hombre las 
quemó y, en medio del humo, lleno de emoción, llamó a su hijo. 
Curisihuari, 
Maturahuari y Cahuaihuari enseñaron a los hombres muchas cosas respecto al 
tabaco y fueron los protectores de las plantaciones. 
“Ésta es la 
verdadera historia del tabaco”, dicen los indígenas de la ex Guayana venezolana, y todos los niños escuchan atentamente esta 
narración, que pasa de boca en boca y de generación en generación. 
  
                                                            
  
                                                            
  
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