
Había una vez un rey, descendiente de una antigua y
poderosa dinastía, que había sido despojado del trono
por la adversidad y estaba huyendo de sus enemigos.
El rey estaba empapado por la lluvia, en medio de una zona
pantanosa, cuando llegó a una pequeña choza de pastores.
Pensó descansar allí por algún tiempo, pero cuando entró
se encontró que dos pastores se le habían anticipado y
descasaban envueltos en mantas para protegerse del frío.
Amablemente le dieron la bienvenida y compartieron con él algo
de pan, queso y cebollas, que era la única comida que tenían.
El rey dijo:
— Algún día, cuando recobre mi reino, os pagaré con moneda
propia de un rey.
Sucedió que, aunque los dos pastores habían ofrecido comida
al rey y habían sido igualmente generosos, no se comportaban
en todo de la misma forma.
El primer pastor comenzó a decir a toda la gente que él era mejor
que un noble, pues había dado comida a un rey, cuando no había
nadie más que lo hiciera.
Pero el segundo pastor, reflexionando, se dijo a sí mismo:
“El haber estado en la choza y el haber tenido un poco de comida
fueron simples accidentes.
El haber ofrecido comida al rey fue una acción normal.
Pero el rey, con una generosidad realmente noble, quiso interpretar
estos hechos como algo de mérito. Ahora, yo debo inspirarme
en su ejemplo y hacerme digno de tal nobleza”.
Dos o tres años después, el rey recuperó su reino y mandó
llamar a los pastores. A cada uno se le dieron valiosos regalos,
y los dos tuvieron posiciones poderosas en la corte.
Pero el primer pastor, no habiendo hecho ningún esfuerzo por mejorar
y prepararse, no tardó en tomar parte en una intriga de la corte y
fue ejecutado en caso a su conjura.
Por el contrario, el segundo pastor trabajó tan bien y con tal
lealtad que, cuando el rey llegó a una edad avanzada,
fue nombrado y aceptado como su sucesor.
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