Las guerreras
Serranías y arroyos, visión escarpada por ondulaciones del paisaje y 
mucho espacio fueron las nodrizas de Juana Azurduy mientras crecía 
semisalvaje en las afueras de Chuquisaca, hoy Bolivia, ayer Alto Perú. 
¿Cuáles son los ingredientes para forjar una heroína de todos los 
tiempos? ¿Una madre india y un padre español permisivo, desilusionados 
por la muerte de un bebé varón y el nacimiento de una niña? Padre y 
madre dispuestos a dar amor a pesar de su desilusión, en todo caso. 
Primero fue una infancia poblada de nativos de la tierra y espacio para 
recorrer; más tarde, una educación formal a través de historias de 
santos guerreros en un convento. Y un padre deseoso de transmitir su 
oficio y su destreza a su progenie, fuera varón o mujer. Caballos para 
montar, vocación para proteger lo vulnerable y una voluntad sin género. 
Restricciones constantes, impedimentos e injusticias hicieron el resto.
Mientras Juana Azurduy nacía en la finca familiar de los Azurduy, los 
territorios colonizados por los españoles en América del Sur apenas se 
contenían dentro de las costuras impuestas por el régimen. Matías 
Azurduy, por ejemplo, español casado con la chola Eulalia Bermúdez y 
dueño de extensas tierras que trabajaba con la ayuda de indios nativos y
 de una casa en la ciudad, tenía todos los derechos. Pero no así sus 
hijas.
Cuando Juana, ya casada con Manuel Padilla y madre de cuatro hijos, se 
incorporó con toda su familia a la lucha contra los realistas, su cabeza
 ya tenía precio. La alternativa era seguir oculta en un promontorio 
sólo conocido por los indios, en eterna espera de su hombre, cuidando 
que los niños no cayeran al abismo. Quizá creyó que la guerra no duraría
 tanto tiempo. Y no sabía en ese momento que esos cuatro hijos no 
sobrevivirían para ver el mundo mejor por el que ella y Manuel estaban 
peleando.
A partir de entonces, Juana participó de la guerra de guerrillas que se 
desarrolló en el Norte, hostigando a las tropas españolas, 
interceptándoles el paso hacia el Sur, impidiendo que recibieran 
víveres, alzando a indios, mestizos y criollos, en alianzas precarias 
con otros caudillos. La asistían un aura de Pachamama, su habilidad nata
 como amazona y una destreza fuera de lo común para el combate. Adiestró
 y lideró varios cuerpos de soldados; entre ellos, las Leales y las 
Amazonas. Hablaba aimara y quechua, además de castellano. Belgrano pidió
 conocerla, y le regaló un uniforme y su espada; solicitó al gobierno de
 Buenos Aires que se le diera el título de teniente coronel del Ejército
 Patriota.
En medio de una escaramuza feroz con los enemigos, Manuel le ordenó huir
 con los pequeños mientras él y los pocos fieles que le quedaban los 
distraían. Debió internarse en un monte pantanoso que desconocía. Los 
cuatro hijos se enfermaron y murieron. Cuando emergió de ese pantano y 
se reencontró con Manuel, ya era otra Juana. Había perdido toda 
compasión. A partir de ese momento, no tomará prisioneros. Ni siquiera 
la suavizará el nacimiento de una quinta hija, Luisa, la única que la 
sobrevivió. La había parido en pleno combate y para salvarla debió 
pelear con ella en un brazo y la espada en el otro. La depositó con la 
india que la criaría y volvió a la batalla.
La muerte de Manuel, el amor de su vida, marcó el momento en que se 
retiró de la lucha. Sólo se quedaría a la elección de su sucesor dentro 
del intrincado panorama de caciques que se dividían la resistencia en el
 Norte. Luego partió para Salta, donde acompañó a Güemes hasta la muerte
 de éste. Pasó los últimos años en su Chuquisaca natal, escribiendo 
cartas a los gobiernos de Bolivia y Argentina, reclamando su pensión y 
relatándole su vida a un sobrino que la acompañó hasta su muerte.
La resistencia salteña
En la provincia de Salta estaban Martín Güemes y sus gauchos, y una red 
femenina de espionaje audaz e ingeniosa de la que participaban miembros 
de todas las clases sociales. Se disfrazaban, seducían, ocultaban 
papeles en el ruedo de la pollera, montaban a caballo y recorrían largas
 distancias para obtener información y avisar a sus maridos, hermanos o 
hijos que estaban en el ejército patriota. Los realistas no podían 
respirar sin que se enterara una de ellas y se activara la red de 
comunicación hasta llegar a oídos de los jefes independentistas.
Una de ellas fue María Loreto Sánchez Peón de Frías. Para tener una 
comunicación rápida y frecuente desarrolló un sistema simple: un buzón 
natural en medio de la nada. Un árbol al que se le había hecho un hueco y
 luego vuelto a tapar con la misma corteza. Un árbol cerca de donde las 
criadas iban todos los días a lavar la ropa y a buscar agua. Ellas 
transportaban el papel con la ropa sucia y lo dejaban en el hueco sin 
ser vistas. Luego, el jefe patriota lo retiraba a la noche y dejaba a su
 vez instrucciones y pedidos de información.
Por ejemplo, la cantidad de soldados realistas que había en cada 
momento. Doña Loreto se disfrazaba de viandera e iba con su canasta de 
comida en la cabeza y granos de maíz en los bolsillos a sentarse a la 
plaza donde estos acampaban. Cuando aparecía el oficial y empezaba a 
cantar uno por uno los nombres, ella pasaba un grano de maíz de un 
bolsillo a otro por cada presente. Luego enviaba esa información vía el 
buzón arbóreo al jefe patriota. Cada vez que había un cambio, por 
deserciones o llegada de refuerzos, repetía la operación.
Alguna vez tuvo que llevar la información ella misma porque no había 
tiempo para hacerlo de otro modo. Conocía ese territorio arbusto por 
arbusto y montaba a caballo como una amazona. Vivió más de 100 años, y 
llevó la insignia celeste en el pelo hasta el final.
Otra punta de la red femenina en Salta fue Macacha Güemes, hermana de 
Martín. Casada desde muy joven con un español simpatizante de los 
realistas, y parte destacada de la vida social salteña de ese momento, 
Macacha conseguía información que luego le hacía llegar a su hermano. 
Espía sagaz y operadora política de lujo, lo protegía, lo ponía sobre 
aviso de cualquier cambio de marcha. La Antígona salteña era ojos, oídos
 y brazo de su hermano en la ciudad. Armó un taller de costura en su 
casa para vestir a los gauchos de Güemes. Y era capaz de ir sola, 
embarazada y de noche, a galope de caballo por los caminos que conoce 
desde su infancia hasta el campamento para avisarle de alguna emboscada.
 Cuando las negociaciones entre el jefe salteño y el general José 
Rondeau, con órdenes de Buenos Aires, llegaron a un punto muerto y había
 amenaza de ruptura, ella destrababa y se llegaba a un acuerdo. Dicen 
que su hermano murió en sus brazos.
Hasta aquí, el relato de la vida de diez mujeres de las que se guarda 
registro histórico sobre su participación en la gesta de la 
Independencia. Toda selección deja afuera elementos valiosos: hubo 
muchas más.
Aun así, es posible una conclusión: las mujeres estuvieron muy presentes
 y activas antes, durante y después de la Revolución de Mayo. 
Desplegaron su potencial y afectaron el curso de los acontecimientos. 
Algunas, desde sus roles tradicionales, que son suficientemente 
heroicos, entonces y ahora. Otras, demostrando que el coraje, la 
voluntad, la capacidad de organización y el talento no tienen género o 
época.
Por Sylvia do Pico 
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