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Filosofía: Lógica de Condillac, original
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De: Ermitaño  (Mensaje original) Enviado: 07/06/2011 10:01

 PRIMERA PARTE

CÓMO LA PROPIA NATURALEZA NOS ENSEÑA EL ANÁLISIS Y CÓMO, SEGÚN ESTE MÉTODO, SE EXPLICA EL ORIGEN Y LA GENERACIÓN, Y A DE

LAS IDEAS, YA DE LAS FACULTADES DEL ALMA

 CAPÍTULO I

 Cómo nos da la naturaleza las primeras nociones del arte de pensar

 La facultad de sentir es la primera de las facultades del alma

Nuestros sentidos son las primeras facultades que notamos. Las impre­siones de los objetos llegan al alma únicamente a través de los sentidos. Si hubiésemos nacido privados de la vista, no conoceríamos la luz ni los colores; si hubiésemos nacido privados del oído, no tendríamos ninguna noción de los sonidos; en una palabra: si jamás hubiésemos poseído ningún sentido, no conoceríamos ninguno de los objetos de la Naturaleza.

Pero ¿es suficiente poseer sentidos para conocer estos objetos? Sin duda que no, pues los sentidos nos son comunes a todos; y, sin embargo, no todos tenemos iguales conocimientos. Esta desigualdad sólo puede prove­nir de que todos no sabemos hacer igual uso de los sentidos que nos han sido concedidos. Si yo no aprendo a regulados, adquiriré menos conoci­miento que otros, por igual razón que no se baila bien en tanto no se aprende a regular los pasos. Todo se aprende, y hay un arte para guiar las facultades del alma, como lo hay para conducir las facultades del cuerpo. Pero a éstas se aprende a conducirlas sólo cuando se las conoce; así pues, es preciso conocer aquéllas para aprender a guiarlas.

Los sentidos no son más que la causa ocasional de las impresiones que los objetos hacen sobre nosotros. Es el alma la que siente, sólo a ella pertenecen las sensaciones, y sentir es la primera facultad que advertimos en ella. Esta facultad se diferencia en cinco clases, porque tenemos cinco clases de sensaciones. El alma siente por la vista, por el oído, por el olfato, por el gusto y, principalmente, por el tacto.

 Nosotros sabremos regularlas cuando sepamos regular nuestros sentidos

 Puesto que el alma sólo siente por los órganos corporales, es evidente que aprenderemos a conducir con reglas la facultad de sentir de nuestra alma, si aprendemos a guiar con reglas nuestros órganos sobre los objetos que queremos estudiar.

 Sabremos reglamentar bien éstas cuando hayamos observado cómo las hemos conducido bien en algunas ocasiones.

 Pero ¿cómo aprender a conducir bien los sentidos? Haciendo lo que hemos hecho cuando los hemos conducido bien. No hay nadie que no haya llegado a hacerlo así, al menos alguna vez. Es una cosa sobre la cual las necesidades y la experiencia nos instruyen con prontitud. La prueba de ello son los niños. Adquieren conocimientos sin nuestra ayuda, los adquieren a pesar de los obstáculos que ponemos en el desarrollo de sus facultades. Tienen, pues, un arte para adquirirlos. Cierto que siguen las reglas sin saberlo, pero las siguen. Sólo es preciso hacerles observar lo que hacen ocasionalmente para enseñarles a hacerlo siempre, y se encontrará que nosotros no les enseñamos nada más que lo que ya sabían hacer. Como han empezado por sí solos a desarrollar sus facultades, comprenden que pueden ampliarlas todavía más, si para terminar de desarrollarlas proceden lo mismo que han hecho para empezar. Lo comprenderán tanto mejor, puesto que, habiendo empezado antes de haber aprendido nada, han empezado bien, porque es la Naturaleza la que ha comenzado por ellos.

 Es la Naturaleza, es decir, son nuestras facultades, determinadas por nuestras necesidades, las que empiezan a instruimos.

 En efecto, es la Naturaleza, o sea, nuestras facultades, determinadas por nuestras necesidades; porque las necesidades y las facultades son, precisamente, lo que llamamos la naturaleza de cada animal, y con esto sólo quiero decir que un animal nace con tales facultades y necesidades, pero, puesto que esas necesidades y esas facultades dependen de su constitución y varían con ella, por eso es una consecuencia que por naturaleza entendamos la conformación de los órganos; y, en efecto, su origen está allí.

Los animales que se elevan por los aires, los que se arrastran por tierra, los que viven en las aguas, son otras tantas especies que, teniendo una distinta configuración, posee cada una facultades y necesidades específica­mente suyas, o, lo que es lo mismo, cada una tiene su naturaleza.

Es esta naturaleza, la que empieza, y empieza siempre bien, puesto que lo hace sola. La inteligencia que la ha creado lo ha querido así; se lo ha dado todo para comenzar bien. Era menester que cada animal pudiese velar desde muy pronto por su conservación: importábale mucho instruirse desde muy temprano, y las lecciones de la Naturaleza debían ser tan prontas como seguras.

 Cómo adquiere conocimientos un niño

 Un niño aprende únicamente porque siente la necesidad de instruirse. Por ejemplo: tiene necesidad de conocer a su nodriza, y la conoce desde muy pronto, la distingue entre varias personas, no la confunde con nadie; y conocer sólo es esto. En efecto, nosotros no adquirimos conocimiento más que en la proporción en que discernimos un mayor número de cosas y observamos mejor las cualidades que nos las diferencian. Nuestros conoci­mientos empiezan en el primer objeto que hemos aprendido a diferenciar.

Los conocimientos que un niño tiene de su nodriza o de cualquier otra cosa, no son para él más que cualidades sensibles, ya que sólo las ha adquirido por la forma de conducir sus sentidos.

Una necesidad apremiante puede hacerle formar un juicio falso, porque le hace juzgar a la ligera. Pero el error sólo puede ser momentáneo. Engañado en su esperanza, siente en seguida la necesidad de juzgar por segunda vez, y juzga mejor; la experiencia, que vela sobre él, corrige sus errores. ¿Cree ver a su nodriza porque ve a cierta distancia a una persona que se le parece? Su error no dura. Si una primera mirada le ha engañado, una segunda lo desengaña, y entonces la busca atentamente.

 Cómo le advierte la Naturaleza sus errores

 Así, los mismos sentidos destruyen los errores en los que nos han hecho caer: si una primera observación no responde a la necesidad por la cual la hemos hecho, esto nos advierte que hemos observado mal y sentimos la necesidad de hacerlo de nuevo. Estas advertencias no nos faltan nunca cuando las cosas sobre las que nos engañamos son absolutamente necesarias para nosotros, pues en el uso de ellas el dolor viene a continuación de un juicio erróneo, como el placer sigue a un juicio verdadero: el placer y el dolor, he aquí nuestros dos primeros maestros; ellos nos iluminan, porque nos advierten si juzgamos bien o mal, y por eso hacemos en la infancia progresos que parecen tan rápidos como maravillosos.

 Por qué cesa de advertirlo

 Un arte de raciocinar nos sería completamente inútil si nunca nos hiciese falta juzgar cosas que no se relacionasen con las urgencias de primera necesidad. Naturalmente, raciocinaríamos bien, puesto que reglamentaría­mos nuestros juicios sobre las advertencias de la Naturaleza. Pero apenas comenzamos a salir de la infancia cuando ya nos permitimos una multitud de juicios, acerca de los cuales la Naturaleza no nos asesora. Por el contrario, parece que el placer acompaña tanto a los juicios falsos como a los verdaderos, y nos engañamos confiadamente; esto ocurre, porque, en estas ocasiones, la curiosidad es nuestra única urgencia y la curiosidad ignorante se conforma con todo. Goza de sus errores con una especie de placer; muchas veces se apega a ello porfiadamente, tomando una palabra que nada significa por una respuesta, y no siendo capaz de reconocer que aquella respuesta no es más que una palabra. Entonces nuestros errores son duraderos. Si, como es demasiado frecuente, hemos juzgado cosas que no están a nuestro alcance, la experiencia no sabrá desengañamos; y si hemos juzgado otras cosas con precipitación, tampoco nos desengañará, puesto que nuestra prevención no nos permite consultarlo.

Así pues, los errores comienzan cuando la Naturaleza cesa de advertir­nos nuestras equivocaciones; es decir, cuando, juzgando cosas que tienen poca relación con las de urgencia de primera necesidad, no sabemos experimentar nuestros juicios para reconocer si son verdaderos o falsos. (Cursos de estudios, Historia Antigua, Libro III, cap. III).(1)

 (1). Para aprender un arte mecánico, no es bastante con concebir la teoría. Es preciso adquirir la práctica, pues la teoría es solamente el conocimiento de las reglas, y por este conocimiento solo no se es mecánico; únicamente se llega a serlo por la costumbre de obrar; una vez adquirida esta costumbre, las reglas se hacen inútiles, no es necesario pensar en ellas; en cierto modo, se trabaja bien de una manera natural.

Así es como es necesario aprender. No sería suficiente concebir esta Lógica si el método que enseña no se convirtiese en una costumbre, y si ésta no fuese tal que se pudiese raciocinar bien sin tener que pensar en las reglas; no se poseería la práctica del arte de raciocinar; sólo se tendría la teoría. Esta costumbre, igual que todas las demás, sólo se puede adquirir mediante una larga práctica. Por tanto, es preciso ejercitarse sobre múltiples objetos. Indico aquí las lecturas que a este respecto sería preciso realizar, y de igual forma lo indicaré más adelante. Pero como la práctica de un arte se adquiere con tanta mayor facilidad cuanto mejor se conciba su teoría, se procedería adecuadamente no realizando las lecturas que cito hasta que no se haya adquirido el espíritu de esta Lógica, que pide ser leída al menos una vez.

Cuando su espíritu haya sido captado, se volverá a empezar su lectura y, a medida que se vaya avanzando en ella, se realizarán las lecturas que indico. Me atrevo a prometer a los que la estudien así que adquirirán una facilidad para todos sus estudios que les maravillará. Tengo experiencia en ello.

 Único modo de adquirir conocimientos

 Puesto que hay cosas que juzgamos acertadamente desde la infancia, no hay más que observar cómo nos hemos conducido para juzgarlas, y sabremos cómo debemos conducimos para juzgar las demás. Bastará con continuar según como la Naturaleza nos ha hecho comenzar, es decir, observando y sometiendo nuestros juicios a las pruebas de la observación y de la experiencia; así es como hemos procedido en nuestra primera infancia; y si pudiésemos acordamos de aquella edad, nuestros primeros estudios nos pondrían en camino de hacer otros con fruto. Entonces, cada uno de nosotros hacía descubrimientos debidos únicamente a sus observa­ciones y experiencias, y los haríamos todavía hoy si supiéramos seguir el camino que la Naturaleza nos abrió.

Así pues, no se trata de inventar un sistema para saber cómo tenemos que adquirir conocimientos; guardémonos de ello. La Naturaleza misma ha creado este sistema; sólo ella podía hacerlo, lo ha hecho bien, y no nos queda más que observar lo que nos enseña.   

Parece que, para estudiar la Naturaleza, sería preciso observar a los niños en las primeras ocasiones en que desenvolvieron sus facultades, o recordar lo que nos ha sucedido a nosotros mismos.

Ambas cosas son difíciles. Muy a menudo nos veríamos reducidos a la necesidad de hacer conjeturas. Pero éstas tendrían el inconveniente de parecer gratuitas a veces y, por otra parte, de exigir que se pusiese uno en situaciones en las que todos no sabríamos colocamos. Basta con haber notado que los niños no adquieren verdaderos conocimientos más que no observando cosas ajenas a las necesidades más urgentes; no se engañan, o, si se engañan, bien pronto son advertidos de sus errores. Limitémonos a investigar cómo nos conducimos hoy cuando adquirimos conocimientos. Si podemos aseguramos de alguno y de la forma en la que lo hemos adquirido, sabemos cómo podemos adquirir otros.



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De: Ermitaño Enviado: 07/06/2011 13:13
Cap.2 y 3.
 

 CAPÍTULO II

El análisis es el único método para adquirir conocimientos como los aprendemos de la misma Naturaleza

 Una primera mirada nos da idea de las cosas que se ven

 Supongo un castillo que domina una extensa campiña donde la Naturale­za se ha complacido en sembrar la variedad, y donde el arte ha sabido aprovechar la ocasión para variarla y embellecerla todavía más. Llegamos a esta mansión durante la noche. Al día siguiente, las ventanas, que se abren en el momento en que el sol comienza a dorar el horizonte, se vuelven a cerrar inmediatamente.

Aunque esta campiña sólo se nos haya mostrado durante un instante, lo cierto es que hemos visto todo cuanto contiene. En un segundo momento, sólo hubiéramos recibido las impresiones mismas que los objetos han hecho sobre nosotros en esta primera mirada. Lo mismo ocurriría la tercera vez. Por tanto, si no se hubiese cerrado la ventana, sólo hubiésemos continuado viendo lo que ya habíamos visto primero.

Pero aquel primer instante no fue suficiente para damos a conocer esta campiña, es decir, para hacernos conocer los objetos que encierra: por eso, cuando las ventanas se han vuelto a cerrar, ninguno de nosotros hubiese podido dar cuenta de lo que vio. He aquí cómo se pueden ver muchas cosas de una vez sin aprender nada.

 Para formarse ideas, es preciso observarlas unas después de otras

 Finalmente, las ventanas se vuelven a abrir para no cerrarse mientras esté el sol sobre el horizonte, y así volvemos a ver durante largo tiempo lo que ya habíamos visto. Pero si, semejantes a hombres en éxtasis, continua­mos como en el primer instante, viendo simultáneamente esta multitud de objetos diferentes, no sabríamos, al llegar la noche, más de lo que sabíamos cuando la ventana acabada de abrir se cerró de improviso.

Para tener un conocimiento de esta campiña, no basta haberla visto toda de una vez; es preciso ver cada parte, una después de otra; y, en lugar de abarcarla toda con una mirada, es necesario detener la vista sucesivamente en cada objeto. Esto es lo que nos enseña la Naturaleza a todos. Si nos ha dado la facultad de ver una multitud de cosas de una vez, también nos ha dado la facultad de mirar solamente una, es decir, de dirigir nuestros ojos sólo sobre una; y a esta facultad, que es consecuencia de nuestra constitución, es a la que se deben todos los conocimientos que adquirimos por la vista.

Esta facultad nos es común a todos. Sin embargo, si a continuación queremos hablar de esta campiña, se observará que no todos la conocen igualmente bien. Algunos harán descripciones más o menos verdaderas, donde se volverán a encontrar muchas cosas como son en realidad: mientras que otros, confundiéndolo todo, harán cuadros donde no será posible reconocer nada. No obstante, cada uno de nosotros ha visto los mismos objetos; pero las miradas de unos fueron conducidas al azar, mientras que las de otros lo fueron con un cierto orden.

 Y, para concebirlas, es menester que el orden sucesivo en que se las observa las reúna en el orden simultáneo que existe entre ellas

 ¿Cuál es este orden? La misma Naturaleza lo indica; es aquel en el cual ella presenta los objetos. Hay algunos que atraen la atención más particu­larmente, son los más llamativos y destacados, y todos los demás parecen situarse en torno a ellos para hacerlos resaltar. Los dominantes son, desde luego, los que se observan primero y, cuando se ha apreciado su situación respectiva, los otros se colocan en los intervalos, cada uno en su lugar.

Así pues, se comienza por los objetos principales: se les observa sucesivamente y se les compara, a fin de juzgar las relaciones en que se encuentran. Cuando por ese medio se comprende su respectiva situación, se observan sucesivamente todos aquellos que llenan los intervalos, se les compara a cada uno con el objeto principal más próximo, y se determina su posición.

Entonces se aprecian todos los objetos de los que se ha captado la forma y situación y se los abarca de una sola mirada. El orden que hay entre ellos en nuestras ideas ya no es sucesivo, sino simultáneo. Es el mismo en el que existen y los vemos todos a la vez de una forma distinta.

 Por este medio, el alma puede abarcar una gran cantidad de ideas

 Éstos son los conocimientos que debemos únicamente al arte con que hemos dirigido nuestras miradas. Los hemos adquirido uno tras otro. Pero, una vez adquiridos, están todos presentes al mismo tiempo en el espíritu, como los objetos que nos representan lo están ante los ojos que los ven. Por tanto, sucede igual con el alma que con la vista; ve a la vez una multitud de cosas; y no es preciso asombrarse, puesto que es al alma a quien pertenecen todas las sensaciones de la vista.

La vista del alma se extiende como la del cuerpo: si se ha organizado bien a la una y a la otra, no les es preciso más que el ejercicio, y no se sabrían circunscribir al espacio que abarcan. En efecto, un alma ejercitada ve, en el asunto sobre el que medita, una multitud de relaciones de las que nosotros no nos damos cuenta; como la experta mirada de un gran pintor distingue al instante en un paisaje una multitud de cosas que vemos como él, y que, sin embargo, se nos escapan.

Cambiándonos de una mansión a otra, podemos estudiar nuevas campi­ñas y representárnoslas como la primera. Entonces nos ocurrirá que, o bien demos preferencia a alguna, o bien encontremos que cada una tiene su atractivo. Pero sólo las juzgamos porque las comparamos, y sólo las comparamos porque nos las representamos todas al mismo tiempo. Luego el alma ve más de lo que pueden ver los ojos.

 Por lo que, observando así, descompone las cosas para recomponerlas, y se hace ideas exactas y distintas

 Si ahora reflexionamos sobre la forma en que adquirimos los conoci­mientos por la vista, observaremos que un objeto muy complicado, como una gran campiña, se descompone hasta cierto punto, puesto que sólo lo conocemos cuando sus partes integrantes han venido, una después de otra, a disponerse con orden en nuestra alma.

Hemos visto en qué orden se verifica esta descomposición. Primero, los objetos principales vienen a situarse en el alma; los demás vienen a continuación, y se coordinan según las relaciones que tienen con los primeros. Nosotros verificamos esta descomposición sólo porque no nos basta con un instante para estudiar todos estos objetos. Pero descompone­mos únicamente para recomponer, y, cuando se han adquirido estos conocimientos, las cosas, en lugar de ser sucesivas, tienen en el alma el mismo orden simultáneo que posee fuera de ella. Es en este orden simultáneo en el que consiste el conocimiento que tenemos: pues, si no pudiésemos representárnoslas en conjunto, no podríamos jamás juzgar las relaciones que tienen entre sí, y las conoceríamos mal.

 Esta descomposición y recomposición es lo que se llama análisis

 Por tanto, analizar no es más que observar en un orden sucesivo las cualidades de un objeto, a [m de darle en el alma el orden simultáneo en el que existe. Es esto lo que la Naturaleza nos obliga a realizar a todos.

El análisis que se cree sólo conocido por los filósofos es, por tanto, conocido por todo el mundo, y yo nada he enseñado aún al lector; sólo le he hecho observar lo que él practica continuamente.

 El análisis del pensamiento se hace de igual forma que el análisis de los objetos sensibles

 Aunque de una mirada distingo una serie de objetos en una campiña que he examinado, la vista, sin embargo, nunca es más distinta que cuando ella misma se circunscribe, y sólo miramos unos pocos objetos de una vez; nosotros discernimos siempre menos de lo que vemos.

Igual sucede con la vista del alma. Yo tengo presentes simultáneamente muchos conocimientos con los que me he familiarizado: los veo todos, pero no los distingo por igual. Para ver de una manera clara todo lo que se ofrece de una vez a mi espíritu, es necesario que lo descomponga como he descompuesto lo que se ofrecía a mis ojos; es preciso que analice mis pensamientos.

Este análisis no se hace de forma distinta a como se realiza el de los objetos externos. Se descompone igual; se representan las partes del pensamiento en un orden sucesivo para restablecerlos en un orden simultáneo: esta composición y esta descomposición se realizan conforme a las relaciones que hay entre las cosas como principales y subordinadas: y, lo mismo que no se analizaría una campiña si la vista no la abarcase en su totalidad, tampoco se analizaría el pensamiento si el alma no la abarcase por entero. En uno y otro caso, es preciso verlo todo con una acción; de otro modo, no se tendría seguridad de haber visto todas las partes una después de otra.

  

CAPÍTULO III

El análisis hace al alma justa en sus percepciones

 Las sensaciones, consideradas como representando los objetos sensibles, son lo que propiamente se llaman ideas

 Cada uno de nosotros puede observar que sólo conoce los objetos sensibles por las sensaciones que recibe de ellos; son las sensaciones las que nos los representan.

Si estamos seguros de que, cuando están presentes, no los vemos más que en las sensaciones que causan en el momento sobre nosotros, no estamos menos seguros de que, cuando están ausentes, sólo los vemos en el recuerdo de las sensaciones que nos han causado. Todos los conocimientos que podemos tener de los objetos sensibles no son, y en principio no pueden ser, otra cosa más que sensaciones.

Las sensaciones, consideradas como representando a los objetos sensi­bles, se llaman ideas; expresión figurada que significa, realmente, lo mismo que imágenes.

Distinguimos tantas clases de sensaciones diferentes como clases de ideas; y estas ideas, o son sensaciones actuales, o no son otra cosa que el recuerdo de las sensaciones que hemos tenido.

 Sólo es el análisis el que da ideas exactas o conocimientos verdaderos

 Cuando adquirimos las ideas por el método de análisis descubierto en el capítulo precedente, se disponen con orden en el alma, conservan en ella el orden que les hemos dado, y podemos representárnoslas fácilmente con la misma claridad con que las hemos adquirido. Si en lugar de adquirirlas por este método las acumulamos al azar, estarán en una gran confusión, y así permanecerán. Esta confusión no permitirá al alma que las recuerde de una manera clara; y si queremos hablar de conocimientos que creemos haber adquirido, no se comprenderá nada de nuestros discursos, porque nosotros mismos no los comprenderemos en absoluto. Para hablar de una forma inteligible, es preciso concebir y formar las ideas en el orden analítico, que descompone y vuelve a componer cada pensamiento. Es éste el único orden que puede darles toda la claridad y toda la precisión de que son susceptibles; y así como no tenemos otro medio para instruimos, tampoco tenemos otro para comunicar nuestros pensamientos. Y lo he probado, pero vuelvo sobre ello y aún insistiré más, pues ésta es una verdad insuficientemente conocida; incluso se la combate, aunque es sencilla, evidente y fundamental.

En efecto, si yo quiero conocer una máquina, la desarmaré para estudiar separadamente cada una de sus partes. Cuando ya tenga de cada una de ellas una idea exacta y pueda volverlas a colocar en el mismo orden en que estaban, entonces habré conocido perfectamente esta máquina, puesto que la habré desarmado y vuelto a armar. Por tanto, ¿qué es conocer esta máquina? Es tener un pensamiento que está compuesto de tantas ideas como partes tiene la máquina misma; ideas que representan exactamente a cada una de esas partes, y que están dispuestas en el mismo orden. Cuando la he estudiado con este método, que es el único, entonces mi pensamiento sólo me ofrece ideas distintas; y se analiza por sí mismo, sea que yo quiera darme cuenta, sea que quiera explicarla a los demás.

 Este método es conocido por todo el mundo

 Todos pueden convencerse de esta verdad por su propia experiencia, incluso las más modestas costureras están convencidas de ello: pues si al darles como modelo un vestido de forma particular se les propone hacer otro semejante, ellas, naturalmente, se imaginan deshacerlo y hacerlo de nuevo, para conseguir hacer el modelo que se les pide. Así pues, conocen el análisis tan bien como los filósofos y su utilidad la aprecian mucho mejor que quienes se obstinan en sostener que hay otro procedimiento para aprender.

Creemos con ellas que ningún otro método puede suplir al análisis. Ningún otro puede difundir la misma luz: tendremos la prueba siempre que queramos estudiar un objeto algo complicado. Este método no nos lo hemos imaginado nosotros. No hemos hecho más que encontrárnoslo, y no debemos temer que nos deslumbre. Hubiéramos podido, al igual que los filósofos, inventar otros y poner un orden cualquiera en estas ideas; pero este orden, que no hubiera sido el del análisis, hubiese puesto en nuestros pensamientos igual confusión que la que ha puesto en sus escritos, pues

parece que, cuanto más pregonan el orden, más se embrollan y menos se les comprende. No saben que sólo e! análisis puede instruimos; verdad práctica conocida hasta por los más rudos artesanos.

 Es por él por el que se forman los espíritus justos

 Hay almas exactas que parecen no haber estudiado nada, porque no dan la sensación de haber meditado para instruirse; sin embargo, han estudiado y lo han hecho bien. Como hicieron sus estudios sin designios premedita­dos, no pensaron en tomar lecciones de ningún maestro, y han tenido el mejor de todos: la Naturaleza. Ella les enseñó a hacer el análisis de las cosas que estudiaban, y lo poco que saben lo saben bien. El instinto, que es un guía tan seguro; el gusto, que juzga tan bien y que, no obstante, lo hace en e! mismo momento que siente; los talentos, que no son más que e! gusto cuando produce lo que juzga; todas estas facultades son obra de la Naturaleza que, al hacemos analizar sin saberlo nosotros mismos, parece querer ocultar lo que le debemos. Es ella la que inspira al hombre de genio, ella es la musa que invoca cuando no sabe de dónde le vienen sus pensamientos.

 Los métodos malos son la causa de las percepciones falsas

 Hay almas falsas que han realizado extensos estudios. Se precian de mucho método, y por eso raciocinan aún peor: la causa está en que, cuando un método no es bueno, cuanto más se practica más lo equivoca a uno.

Se toman por principios nociones vagas, palabras desprovistas de sentido, se forma una jerga científica, en la - cual se cree encontrar la evidencia; pero, en verdad, no se sabe ni lo que se ve, ni lo que se piensa, ni lo que se dice.

No se será capaz de analizar los pensamientos en tanto que ellos no sean obra del análisis.

Así pues, una vez más hay que insistir en que sólo por el análisis y únicamente por él es por e! que debemos instruimos. Es el camino más sencillo porque es el más natural, y aun hemos de ver que es e! más corto. Es el que ha verificado todos los descubrimientos; por él volvemos a encontrar todo lo que ya ha sido hallado, y lo que se nombra método de invención no es otra cosa que el análisis. (Curso de Estudios, Arte de pensar, parte segunda, capítulo IV.)

(Continuará)

Respuesta  Mensaje 3 de 4 en el tema 
De: Ermitaño Enviado: 07/06/2011 17:40

CAPÍTULO IV

Cómo la Naturaleza nos hace observar los objetos sensibles para damos idea de las diferentes especies

 No se puede adquirir instrucción más que caminando de lo conocido a lo desconocido

Sólo podemos ir de lo conocido a lo desconocido: he aquí un principio muy trivial en teoría, y casi ignorado en la práctica. Parece únicamente conocido por los hombres que no han estudiado. Cuando éstos quieren hacemos comprender una cosa que no conocemos, la comparan con otra que conocemos ya, y si no son siempre afortunados en la elección de la comparación, al menos nos hacen ver que comprenden cómo es preciso proceder para hacerse entender.         ­

No sucede lo mismo entre los sabios. Aunque quieran instruimos, olvidan voluntariamente el ir de lo conocido a lo desconocido. Sin embargo, el que quiera hacerme concebir ideas que no tengo, tiene que valerse de las ideas que tengo ya. Es en lo que yo sé en donde empieza todo lo que yo ignoro y todo lo que es posible aprender; y si hay algún método para darme nuevos conocimientos, sólo puede ser el mismo que me ha dado los que ya poseo.

En efecto, todos nuestros conocimientos provienen de los sentidos, tanto los que no tengo como los que poseo; y los que son más sabios que yo, fueron tan ignorantes como yo lo soy ahora. Así pues, si ellos se han instruido yendo de lo conocido a lo desconocido, ¿por qué no he de instruirme yo por igual procedimiento, yendo, como ellos, de lo conocido a lo desconocido? Y si a cada conocimiento que adquiero me preparo para adquirir un nuevo conocimiento, ¿por qué no podría ir, por una serie de análisis, de conocimiento en conocimiento? ¿Por qué no he de encontrar lo que ignoro en las sensaciones donde los sabios lo han hallado, puesto que nos son comunes?

Sin duda los sabios me harían descubrir todo lo que ellos han descubier­to, si siempre supieran cómo se han instruido. Pero lo ignoran porque es una cosa que han observado mal, o incluso en la que ni han pensado. Ciertamente que sólo se han instruido en tanto que han hecho análisis, mientras estos análisis se han hecho bien, pero esto no lo notaban: en cierto modo, la Naturaleza lo hacía por sí sola, y a ellos les complacía creer que la ventaja de adquirir conocimientos es un don, un talento que no se comunica con facilidad. Por tanto, no es preciso asombrarse si nos cuesta trabajo entenderlos; el que se jacta de talentos privilegiados, no está dispuesto a hacerse entender por los demás.

Como quiera que sea, todo el mundo está obligado a reconocer que sólo podemos ir de lo conocido a lo desconocido. Veamos el uso que podemos hacer de esta verdad.

 Cualquiera que haya adquirido algún conocimiento, puede adquirir más

Durante la niñez, hemos adquirido conocimientos por una cadena de observaciones y de análisis. Es en estos conocimientos donde debemos empezar para proseguir nuestros estudios. Es preciso observados, analizar­los y, si es posible, describir todo lo que contienen.

Estos conocimientos son una colección de ideas, y esta colección de ideas es un sistema bien ordenado, es decir, una serie de ideas exactas, donde el análisis ha puesto el orden que existe entre las cosas mismas. Si las ideas fueran poco exactas y desordenadas, todos tendríamos conocimientos imperfectos, que ni siquiera podrían llamarse tales. Pero no hay nadie que no tenga algún sistema de ideas exactas, bien ordenadas, si no sobre asuntos especulativos, al menos sobre cosas de utilidad con relación a nuestras necesidades. No es preciso más. Sobre estas mismas ideas es preciso basar la instrucción de lo que deseamos enseñar; y es evidente la necesidad de hacer comprender el origen y la generación de ellas, si se quiere conducir de unas a otras ideas.

 Las ideas nacen, sucesivamente, unas de otras

Pero si observamos el origen y la generación de las ideas, las veremos nacer sucesivamente unas de otras; y, si esta sucesión está de acuerdo con la forma en que las hemos adquirido, habremos hecho bien el análisis. El orden del análisis es, por tanto, el único orden de la formación de las ideas.

 Nuestras primeras ideas son ideas individuales

Hemos dicho que las ideas de los objetos sensibles no son, en su origen, más que las sensaciones que los representan. Como en la Naturaleza sólo existen individuos, nuestras primeras ideas son, por tanto, sólo ideas individuales, ideas acerca de tal o cual objeto.

 

Clasificando las ideas en forma de géneros o especies

Nosotros no hemos imaginado nombres para cada individuo, solamente hemos distribuido los individuos en clases diferentes, que designamos con nombres particulares; estas clases son las que se llaman géneros y especies. Por ejemplo, en la clase árbol hemos puesto las plantas cuyo tallo se eleva a una cierta altura, para dividirse en una multitud de ramas y formar con todos sus ramajes una copa más o menos grande. He aquí una clase general que se denomina género. Cuando a continuación se ha observado que los árboles difieren por el tamaño, la estructura, los frutos, etc., se han distinguido otras clases subordinadas a la primera que las comprende a todas; y estas clases subordinadas se denominan especies.

Así como distribuimos en diferentes clases todas las cosas que pueden llegar a nuestro conocimiento, por este procedimiento damos a cada cosa un lugar determinado y siempre sabemos dónde podemos hallarlas. Olvidemos estas clases por un momento, e imaginémonos que a cada individuo se le hubiese dado un nombre diferente; inmediatamente notaremos que esta multitud de nombres hubiese fatigado nuestra memo­ria, confundiéndolo todo, y que nos hubiese sido imposible estudiar los objetos que se multiplican ante nuestros ojos y hacemos ideas claras.

Nada más útil ni más razonable que esta distribución; si se piensa cuán útil e, incluso, hasta qué punto es necesaria para nosotros, nos inclinare­mos a creer que la hemos formado deliberadamente. Pero se engañará quien así lo crea: este designio sólo pertenece a la Naturaleza, es ella quien lo ha comenzado sin saberlo nosotros.

 

Las ideas individuales se hacen de pronto generales

Un niño llamará árbol, imitándonos, al primer árbol que le mostremos, y para él éste será el nombre de un individuo.

Sin embargo, si se le enseña otro árbol no se le ocurrirá preguntar su nombre, le llamará árbol también, y hará este nombre común a dos individuos. Lo hará igualmente con tres, con cuatro y, finalmente, lo extenderá a todas las plantas que le parezcan tener alguna semejanza con los primeros árboles que vio. Incluso lo hará tan general, que llamará árbol a todo lo que nosotros llamamos planta. Naturalmente, se inclina a generalizar porque le es más cómodo servirse de un nombre que él ya conoce que aprender uno nuevo. Así pues, generaliza sin haber formado el propósito de hacerlo y sin saber que generaliza. Así es como una idea individual se convierte en general: con frecuencia, incluso, se generaliza demasiado, y esto ocurre siempre que confundimos cosas que hubiese sido necesario distinguir.

 

Las ideas generales se subdividen en diferentes especies

Bien pronto este mismo niño lo experimentará. No dirá: He generalizado demasiado, es necesario que distinga diferentes especies de árboles; formará, sin designio y sin notarlo, clases subordinadas, como ha formado, sin propósi­to, una clase general. No hará más que obedecer a sus necesidades. Por eso digo que hará esas distribuciones de una forma natural y sin advertido. En efecto, si se le conduce a un jardín y se le hace coger y comer diferentes clases de frutos, veremos que pronto aprende los nombres del cerezo, del almendro, del peral, del manzano, y que distinguirá diferentes especies de árboles. Nuestras ideas empiezan por ser individuales para convertirse inmediatamente en generales; y no las distribuimos en seguida en diferentes clases mientras no sentimos la necesidad de distinguidas. He ahí el orden de su generación.

 

Nuestras ideas forman un sistema conforme al de nuestras necesidades

Puesto que nuestras necesidades motivan esta distribución, ella se ha hecho por su causa. Las clases que se multiplican más o menos forman, por tanto, un sistema, en el cual todas las partes se ligan de una forma natural, puesto que todas nuestras necesidades se relacionan entre sí, y este sistema, más o menos extenso, está conforme con el uso que queremos hacer de las cosas. La necesidad que nos instruye nos da, poco a poco, el discernimien­to que nos hace ver diferencias donde poco antes no las notábamos; y si extendemos y perfeccionamos este sistema, es porque continuamos como la Naturaleza nos ha hecho empezar.

Así pues, los filósofos no lo han ideado: lo han hallado observando la Naturaleza; y si lo hubiesen observado mejor, lo hubiesen explicado mucho mejor que como lo han hecho. Pero han creído que era un sistema suyo, y lo han tratado como si, en efecto, lo fuese. Pusieron en él lo arbitrario y lo absurdo, e hicieron un extraño abuso de las ideas generales.

Desgraciadamente, hemos creído haber aprendido este método de ellos, cuando lo habíamos aprendido de un maestro mejor. Pero como la

Naturaleza no nos hacía ver que ella nos lo enseñaba, creímos deber este conocimiento a aquellos que no perdían ocasión de persuadimos de que eran nuestros maestros. Así pues, hemos confundido las lecciones de los filósofos con las de la Naturaleza, y hemos raciocinado mal.

 

Con qué artificios se forma este sistema

Según todo lo que hemos dicho, formar una clase de ciertos objetos no es otra cosa que dar igual nombre a todos los objetos que consideramos semejantes; y cuando de esta clase formamos dos o más, no hacemos otra cosa que escoger nombres nuevos para distinguir objetos que juzgamos diferentes. Únicamente ponemos orden en nuestras ideas por medio de este artificio; pero este artificio sólo hace esto, y es preciso observar que no puede hacer más. En efecto, nos engañaríamos groseramente si dedujése­mos que en la Naturaleza hay especies y géneros porque los hay en nuestra manera de concebir. Los nombres generales no son, realmente, los nombres de algo existente: sólo expresan las miradas del alma cuando consideramos las cosas bajo las relaciones de la semejanza o de la diferencia. No hay árbol en general; ni manzano, ni peral; sólo hay individuos, pues en la Naturaleza no hay ni géneros ni especies. Esto es tan sencillo, que sería inútil explicarlo; pero con frecuencia las cosas más sencillas se omiten, se ignoran, precisamente porque lo son; desdeñamos observarlas, y ésta es una de las principales causas de nuestros malos razonamientos y de nuestros errores.

 

No se hace según la naturaleza de las cosas

No distinguimos las clases según la naturaleza de las cosas, sino según nuestra forma de imaginarlas. Al principio nos preocupan las semejanzas, y somos como un niño que toma todas las plantas por árboles. Con el tiempo, la necesidad de observar desarrolla nuestro discernimiento, y como entonces notamos las diferencias, formamos nuevas clases. Cuanto más se perfecciona nuestro discernimiento, más se pueden multiplicar las clases; y como no hay ningún individuo que no difiera de otro en algún aspecto, es evidente que habría tantas clases como individuos si a cada diferencia se quisiera crear una nueva clase. Pero entonces no habría orden en nuestras ideas, y la confusión sucedería a la luz que se extiende sobre ellas cuando generalizamos con métodos.

 

Hasta qué punto debemos dividir y subdividir las ideas

Hay un límite en que necesitamos detenemos, porque, si interesa hacer distinciones, aún es más interesante no hacer demasiadas. Cuando no se

han hecho bastantes, si bien hay cosas que no se distinguen y deberían distinguirse, queda, al menos, lo que se aprecia. Cuando se hacen demasiadas distinciones todo se confunde, puesto que el alma se extravía en un número excesivo de distinciones que no considera necesarias. Se preguntará: ¿Hasta qué punto se pueden multiplicar los géneros y las especies? Respondo, o más bien lo hace la misma Naturaleza: Hasta que tengamos clases suficientes para regular, por nuestras propias necesidades, el uso de las cosas relativas a ellas; y es palpable la exactitud de esta contestación, puesto que únicamente son nuestras necesidades las que nos determinan a formar las diversas clases, ya que nosotros no pensamos en dar nombre a las cosas que no necesitamos; al menos, así es como los hombres se conducen naturalmente. Es cierto que cuantos se apartan de la Naturaleza para convertirse en malos filósofos, creen que a fuerza de distinciones, tan sutiles como vanas, todo lo explican, pero lo que hacen es, más bien, embrollado todo.

 

Por qué deben confundirse las especies

Todo es distinto en la Naturaleza, pero nuestro espíritu es demasiado limitado para vedo en detalle, de una manera distinta. En vano analizamos; siempre quedan cosas que no podemos analizar, y por eso sólo las apreciamos confusamente. El arte de clasificar, tan necesario para formarse ideas exactas, sólo esclarece los puntos principales: las partes intermedias quedan en la oscuridad, y en estas zonas las clases intermedias se confunden. Por ejemplo, un árbol y un arbusto son dos especies muy diferentes: pero un árbol puede ser más pequeño, un arbusto puede ser más grande, y se llega a una planta que no es ni un árbol ni un arbusto, o que es, a la vez, ambas cosas; es decir, que no se sabe en qué especie clasificada.

 

Por qué se confunde sin inconveniente

Esto no es un inconveniente: pues preguntar si esta planta es un árbol o un arbusto no es, en realidad, preguntar qué es; sólo es preguntar si debemos llamarla árbol o arbusto. Pues poco importa que se le dé uno u otro nombre; si nos es útil, nos serviremos de ella y la llamaremos planta. Nunca se tratarían semejantes asuntos si no se supiese que en la Naturale­za, lo mismo que en nuestra alma, existen géneros. y especies. He aquí el abuso que se hace de las clases; era preciso conocerlo. Nos queda el observar hasta dónde se extienden nuestros conocimientos cuando clasifi­camos las cosas que estudiamos.

 

Desconocemos la esencia de los cuerpos

Puesto que nuestras sensaciones son las únicas ideas que tenemos de los objetos sensibles, no vemos en ellas lo que nos representan; más allá no vemos nada, y, por tanto, nada podemos conocer. Así es que no hay respuesta que dar a esta pregunta: ¿Cuál es el sujeto de las cualidades del cuerpo? ¿Cuáles son su naturaleza, su esencia? No vemos ni estos sujetos, ni tales esencias ni naturalezas: en vano desearíamos mostrárnoslas; sería igual que querer hacer ver los colores a los ciegos. Son palabras de las que no tenemos idea; sólo significan que bajo las cualidades hay algo que no conocemos.

 

Sólo tenemos ideas exactas en tanto que no aseguramos más que lo que observamos

Un análisis no nos da ideas exactas más que cuando nos hace ver en las cosas aquello que se aprecia en ellas, y es necesario acostumbrarse a no ver más que lo que realmente vemos. Esto no es fácil para la generalidad de los hombres, ni siquiera para el común de los filósofos. Cuanto más ignorante se es, más impaciente se está de juzgar; se cree saberlo todo sin haber observado nada, y se diría que el conocimiento de la Naturaleza es una especie de adivinanza que se resuelve con palabras solamente.

 

Las ideas, no por ser exactas son completas

Las ideas exactas que se adquieren por el análisis no siempre son ideas completas, ni pueden serio nunca de una forma completa, cuando nos ocupamos de objetos sensibles. Entonces no descubrimos más que algunas cualidades, y no podemos saber a dónde pertenecen.

 

Todos nuestros estudios se realizan con el mismo método, y este método es el análisis

Haremos el estudio de cada objeto, de igual forma que hicimos el de la campiña que se veía por las ventanas de nuestra mansión; pues en cada objeto hay, como en la campiña, cosas principales a las que deben referirse todas las demás. Es necesario aprenderlas en este orden si queremos formarnos ideas claras y bien ordenadas; por ejemplo, todos los fenómenos de la Naturaleza suponen extensión y movimiento; cada vez que queramos estudiar alguno, habremos de considerar la extensión y el movimiento como las principales cualidades del cuerpo.

Ya hemos visto cómo el análisis nos hace conocer los objetos sensibles y cómo las ideas que nos da son distintas y conformes al orden de las cosas. Es preciso recordar que este método es único, y debe ser absolutamente el mismo para todos nuestros estudios, pues estudiar ciencias diferentes no es cuestión de cambiar de método; sólo es aplicar el mismo método a objetos distintos, es volver a hacer lo que ya se ha hecho, y lo fundamental es hacerlo bien una vez para saber hacerlo siempre así. En realidad, estamos ahora donde nos encontrábamos al empezar. Desde la infancia hemos adquirido conocimientos: por tanto, sólo nos faltaba observarlo, y esto es lo que hemos hecho, y, desde ahora, ya podemos aplicarlo a nuevos objetos. (Curso de estudios, Lecciones preliminares, artículo 1.°: Arte de pensar, primera parte, capítulo VIII; Tratado de las sensaciones, cuarta parte, capítulo VI.)

(Continuará)


Respuesta  Mensaje 4 de 4 en el tema 
De: Ermitaño Enviado: 10/06/2011 11:49

CAPÍTULO V
Sobre las ideas de las cosas que no caen bajo el dominio de nuestros sentidos

Cómo los efectos nos hacen juzgar la existencia de una causa de la que los sentidos no nos dan ninguna idea
Observando los objetos sensibles, nos elevamos naturalmente al conocimiento de objetos que no caen bajo el dominio de los sentidos, porque según los efectos que vemos juzgamos las causas que no se ven. El movimiento de un cuerpo es un efecto; así pues, hay una causa. Es indudable que esta causa existe aunque no me la haga percibir ninguno de mis sentidos; la denomino fuerza. Este nombre no me la da a conocer mejor; no sé más de lo que sabía antes, esto es: que el movimiento tiene una causa que desconozco. Pero puedo hablar de ella; la juzgo mayor o menor, y, en cierto sentido, la mido al medir el movimiento.
El movimiento se produce en el espacio y en el tiempo. Conozco al primero mientras contemplo los objetos que lo ocupan, y conozco la duración en la sucesión de mis ideas o de mis sensaciones: pero nada veo de absoluto en el espacio o en el tiempo. Los sentidos no me sabrían desentrañar lo que las cosas son en sí mismas; sólo me muestran algunas de las relaciones que existen entre ellas, y también algunas de las que tienen conmigo. Si mido el espacio, el tiempo, el movimiento y la fuerza que lo produce, es porque los resultados de mis medidas son únicamente relaciones, pues buscar relaciones y medir es lo mismo.
Puesto que damos nombres a las cosas de las que tenemos una idea, se supone que la tenemos de todas aquellas a las que damos un nombre. He aquí un error del que es preciso precaverse. Es posible que se dé nombre a
una cosa sólo porque estemos seguros de su existencia; la palabra fuerza lo demuestra.
El movimiento que he considerado como un efecto se convierte, a mis ojos, en una causa tan pronto como observo que se encuentra en todas partes, y que produce o contribuye a producir todos los fenómenos de la Naturaleza. Entonces, observando las leyes del movimiento, puedo estudiar el Universo como he estudiado la campiña a través de una ventana: el método es el mismo.
Pero aunque todo sea sensible en el Universo, nosotros no lo percibimos íntegro. Y aunque el arte venga en auxilio de los sentidos, éstos son siempre demasiado débiles. Sin embargo, si observamos bien, descubrimos fenómenos: los vemos como una continuidad de causas y efectos, formando sistemas diversos, y nos hacemos ideas exactas de algunas partes del Gran Todo. Así es como los filósofos modernos han hecho descubrimientos que no se hubiesen creído posibles hace algunos siglos, y que hacen suponer que no se pueden hacer otros. (Curso de estudios, Arte de raciocinar, Historia moderna, último libro, capítulo V y los siguientes.)

Cómo los efectos nos hacen juzgar la existencia de una causa que los sentidos no perciben, y cómo nos dan una idea de ella
Así como hemos juzgado que el movimiento tiene una causa, puesto que es un efecto, juzgamos que el Universo también tiene la suya, puesto que él mismo es un efecto; y a esta causa la llamaremos Dios.
Con esta palabra nos ocurre lo que con la palabra fuerza, de la que no tenemos ninguna idea; es verdad que Dios no es un objeto que perciban nuestros sentidos; pero ha impreso su carácter en las cosas sensibles; en ellas lo vemos, y los sentidos nos elevan hacia Él.
En efecto, cuando observo que los fenómenos nacen unos de otros, como una cadena de causas y efectos, necesariamente ha de haber una causa primera, y la idea de esta causa primera es la que me formo de Dios.
Puesto que esta causa es primera, tiene que ser independiente y necesaria: existir siempre y abarcar en su inmensidad y en su eternidad a todo lo que existe.
Veo el orden en el Universo; observo este orden, sobre todo, en las partes que mejor conozco. Si tengo inteligencia, la he adquirido porque en mi alma las ideas están conformes con el orden de las cosas externas; y mi inteligencia es sólo una copia y una copia bien débil, por cierto, de la inteligencia con la que han sido ordenadas las cosas que concibo y las que no concibo. La causa primera es, por tanto, inteligente: lo ha ordenado todo, está en todos los sitios y existe en todo tiempo, y su inteligencia y su eternidad abarcan a todos los lugares y a todos los tiempos.
Puesto que la primera causa es independiente, puede cuanto quiere; y, puesto que es inteligente, quiere con conocimiento y, por tanto, con elección; es decir, que es libre.
Así pues, según las ideas que nos hemos formado de su inteligencia y de su libertad, nos hacemos una idea de su bondad, justicia, misericordia; de su prudencia, en una palabra. He aquí una idea imperfecta de la Divinidad. Sólo proviene y sólo puede provenir de los sentidos; pero esta idea se desarrollará cuanto más profundicemos en el orden que Dios ha puesto en sus obras. (Curso de estudios, Lecciones preliminares, artículo S."; Tratado de los animales, parte segunda, capítulo VI.)


CAPÍTULO VI 

Continuación acerca del mismo tema

Acciones y costumbres
El movimiento, considerado como causa de algún efecto, se llama acción. Un cuerpo que se mueve actúa sobre el aire que separa y sobre los cuerpos con los que choca; pero esto es únicamente la acción de un cuerpo inanimado.
La acción de un cuerpo animado está igualmente en el movimiento. Capaz de diferentes movimientos, según los distintos órganos de que ha sido dotado, tiene diversas formas de actuar y cada especie posee, en su acción y en su organización, alguna cosa que le es peculiar. Todas estas acciones están bajo la jurisdicción de los sentidos, y es suficiente observarlas para formarse ideas de ellas. No es difícil notar cómo el cuerpo adquiere o pierde costumbres: cada uno sabe, por su propia experiencia, que aquello que se ha repetido frecuentemente se hace sin tener necesidad de pensar en ello, y que, por el contrario, no se hace con igual facilidad lo que ha cesado de hacerse durante algún tiempo. Para adquirir una costumbre, es suficiente hacer y repetir muchas veces una acción, y, para perderla, basta con dejar de hacerla. (Curso de estudios, Lecciones preliminares, artículo 3.°; Tratado de los animales, parte segunda, capítulo l.)

Por las acciones del cuerpo se juzgan las del alma
Los actos del alma son los que determinan los del cuerpo, y, según éstos que son visibles, se juzga a aquellos que no lo son. Basta con haber observado cómo se procede cuando se desea o cuando se teme algo para conocer, en los movimientos de los demás, sus deseos o sus temores. Así es como las acciones corporales se presentan a las del espíritu y descubren, a veces, hasta los pensamientos más secretos. Este lenguaje es el de la Naturaleza; es el primero, el más veraz y expresivo y veremos cómo hemos aprendido a formar las lenguas según este método.

Idea de la virtud y del vicio
Las ideas morales parecen estar sometidas a los sentidos: por lo menos, no lo están a los de aquellos filósofos que niegan que nuestros conocimientos vengan de la sensación. Preguntarán irónicamente cuál es el color de la virtud, o cuál es el color del vicio. Les contesto que la virtud consiste en el hábito de las buenas acciones, como el vicio consiste en el de las malas. Pues es cierto que esos hábitos y esas acciones son visibles.

Idea de la moralidad de las acciones
Pero la moralidad de las acciones ¿está, acaso, representada por los sentidos? Y ¿por qué no había de estarlo? La moralidad consiste únicamente en la conformidad de nuestras acciones con las leyes. Tanto unas como
otras son visibles, puesto que son convenciones creadas por los hombres.
Se dirá que si las leyes son convenciones serán, por tanto, arbitrarias; puede que algunas lo sean, incluso demasiadas lo son, pero las que determinan si nuestras acciones son buenas o malas, no son arbitrarias ni pueden serio. Son obra nuestra, puesto que son convenciones formadas por nosotros; y, sin embargo, no las hemos formado nosotros solos; la Naturaleza lo ha hecho también, nos las ha dictado, y no estuvo en nuestro poder el crear otras diferentes. Habiéndole sido dadas al hombre sus necesidades y sus facultades, también se le dan las leyes, y, aunque las hagamos nosotros, Dios, que nos ha creado con tales necesidades y facultades, es, realmente, nuestro único legislador. Siguiendo estas leyes conformes con nuestra naturaleza, es a Él a quien obedecemos; y esto es lo que determina la moralidad de nuestras acciones.
Si se deduce, puesto que el hombre es libre, que actúa con frecuencia arbitrariamente, la consecuencia será justa; pero si se juzga que en lo que hace hay solamente arbitrariedad, esto sería erróneo. Así como no depende de nosotros el no tener las necesidades, que son una consecuencia de nuestra configuración, tampoco depende de nosotros el estar obligados a hacer aquello a lo que estamos determinados por esas mismas necesidades; y si no lo hacemos, somos castigados. (Tratado de los animales, parte segunda, capítulo VII.)


CAPÍTULO VII

Análisis de las facultades del alma


Pertenece al análisis el hacemos conocer nuestra alma.
Hemos visto cómo la Naturaleza nos enseña a hacer el análisis de los objetos sensibles y nos da, por este medio, toda clase de ideas. Por tanto, no podemos dudar de que todos nuestros conocimientos vienen de los sentidos.
Pero se trata de extender la esfera de nuestros conocimientos. Y si para extenderla necesitamos saber conducir nuestra alma, se concibe que, para aprender a conducirla, sea preciso conocerla perfectamente. Así pues, se trata de diferenciar y conocer todas las facultades que están comprendidas en la facultad de pensar. Para cumplir este objetivo y otros más, cualesquiera que pudieran ser, no tendremos que buscar como se ha hecho hasta ahora un método nuevo para cada nuevo estudio: el análisis debe bastar a todos si lo empleamos adecuadamente.

En la facultad de sentir se encuentran todas las facultades del alma.
El alma es la única que conoce, puesto que es la única que siente, y sólo a ella pertenece hacer el análisis de todo lo que conoce por la sensación. Sin embargo, ¿cómo aprenderá a conducirse si ella misma no se conoce, si ignora sus propias facultades? Por tanto, es preciso, como acabamos de señalar, que se estudie; es indispensable que descubramos todas las facultades de las que es capaz. Pero ¿dónde las descubriremos sino en la facultad de sentir? Esta facultad incluye, indudablemente, a todas las que pueden llegar a nuestro conocimiento. Si sólo conocemos los objetos que están fuera del alma porque ésta siente, ¿conoceremos lo que pasa en ella de otra forma que por lo que siente? Todo nos invita a hacer el análisis de la facultad de sentir; probemos.
Una reflexión hará muy fácil este análisis; y es que, para descomponer la facultad de sentir, basta observar sucesivamente todo lo que sucede cuando adquirimos cualquier conocimiento. Digo cualquier conocimiento, porque lo que ocurre para adquirir muchos no puede ser más que una repetición de lo que ha acontecido cuando se ha adquirido uno solo.

La atención
Cuando una campiña se ofrece ante mi vista, lo veo todo a la primera mirada y no discierno nada todavía. Para diferenciar objetos distintos y hacerme una idea clara de su forma y situación, es necesario que detenga mi vista sobre cada uno de ellos: esto ya lo hemos observado antes. Pero cuando contemplo un objeto, los otros, aunque también los veo en relación a mí, es como si no los viese; y entre tantas sensaciones como se producen a la vez, parece que sólo experimento una, la del objeto sobre el que fijo mis ojos.
Esta mirada es una acción por la cual mis ojos se dirigen a un objeto determinado: por esta razón le doy el nombre de atención; y para mí es evidente que esta dirección de los órganos es toda la parte que el cuerpo puede tener en la atención.
Por tanto, ¿cuál es la parte del alma? Una sensación que experimento como si fuese única, puesto que todas las demás son exactamente igual que si no las experimentase. Por tanto, la atención que prestamos a un objeto sólo es, por parte del alma, la sensación que dicho objeto causa sobre nosotros, sensación que, en cierto modo, se hace exclusiva, y esta facultad es la primera que observamos en la facultad de sentir.

La comparación
Según prestamos atención a un objeto, podemos prestarla a dos a la vez; entonces, en lugar de una sensación exclusiva, experimentamos dos: y decimos que las comparamos porque sólo las experimentamos para observadas una al lado de otra, sin ser distraídos por otras sensaciones; realmente, esto es lo que significa la palabra comparar.
Así pues, la comparación no es más que una atención doble; consiste en dos sensaciones que se experimentan como si fuesen únicas, y que excluyen a las demás.
Un objeto está presente o ausente. Si está presente, la atención es la sensación que nos hace en el momento actual; si está ausente, la atención es el recuerdo de la sensación que nos ha hecho. A esta memoria es a la que debemos el poder de ejercitar la facultad de comparar los objetos ausentes tanto como los presentes. Muy pronto trataremos de la memoria.

El juicio
No podemos comparar dos objetos, o experimentar las sensaciones que causan sobre nosotros, sin que nos demos cuenta de que o se parecen o difieren; así pues, las semejanzas o las diferencias observadas constituyen la comparación. Por tanto, los juicios sólo son sensaciones.

La reflexión
Si por el primer juicio conozco una relación, para conocer otra necesito un segundo juicio. Por ejemplo, si yo quiero saber en qué se diferencian dos árboles, observaré sucesivamente la forma, el tallo, las ramas, las hojas, los frutos, etc.; compararé todas estas cosas, formaré una serie de juicios, y, puesto que entonces mi atención reflexiona pasando de un objeto a otro, diré que reflexiono; por tanto, la reflexión no es más que una serie de juicios que se hace como consecuencia de una serie de comparaciones; y puesto que en las comparaciones y los juicios sólo hay sensaciones, se deduce que tampoco en la reflexión hay otra cosa que sensaciones.

La imaginación
Puesto que por la reflexión se han observado las cualidades por las que difieren los objetos, por análoga reflexión se pueden reunir en una sola las cualidades que están diseminadas en varias. Así es como un poeta se forma la idea de un héroe que jamás ha existido. Entonces las ideas que se hacen son imágenes que sólo tienen realidad en el alma, y la reflexión que crean estas imágenes recibe el nombre de imaginación.

El raciocinio
Un juicio que emito puede contener implícitamente otro que no enuncio. Si digo que un cuerpo es pesado, implícitamente afirmo que, si no lo sostuviese, se caería. Cuando un segundo juicio está contenido así en otro, se puede enunciar como una continuación del primero; y por esta razón se dice que es una consecuencia de aquél. Por ejemplo, si se dice: Esta bóveda es muy pesada; así pues, si no estuviera suficientemente sostenida, se caería, he aquí lo que se llama hacer un razonamiento; que no es más que pronunciar dos juicios de esta clase. En nuestros razonamientos y en nuestros juicios no hay, por tanto, nada más que sensaciones.
El segundo juicio que acabamos de hacer está sensiblemente contenido en el primero, y es una consecuencia que no es preciso buscar. Por el contrario, sería preciso hacerla si el segundo juicio no se mostrase en el primero de una forma tan sensible; es decir, haría falta, yendo de lo conocido a lo desconocido, pasar del primero hasta el último por una serie de juicios intermedios, y verlos, sucesivamente, contenidos unos en otros. Por ejemplo, este juicio: El mercurio se mantiene a una cierta altura en el tubo de un barómetro, está implícitamente contenido en este otro: El aire es pesado. Pero como este último no se ve inmediatamente, es preciso descubrir, yendo de lo conocido a lo desconocido, por una serie de juicios intermedios, que el primero es una consecuencia del segundo. Ya hemos hecho razonamientos parecidos; seguiremos haciéndolos, y cuando hayamos adquirido la costumbre de hacerlos, no nos será difícil desentrañar todo su artificio. Las cosas que se saben hacer se explican siempre bien; así pues, comencemos por razonar.(1)

El entendimiento
Hemos visto que todas las facultades que acabamos de observar están contenidas en la facultad de sentir. El alma adquiere todos sus conocimientos a través de dichas facultades; por ellas comprende lo que estudia, como por el oído entiende los sonidos; por esto se llama entendimiento a la reunión de todas las facultades del alma. El entendimiento comprende, por tanto, la atención, la comparación, el juicio, la reflexión, la imaginación y el raciocinio. No sabríamos formamos una idea más exacta de él. (Curso de estudios, Lecciones preliminares, artículo 2°; Tratado de los animales, parte segunda, capítulo V.)

(1) Recuerdo que en el colegio se enseñaba que el arte de raciocinar consiste en comparar dos ideas entre sí por medio de una tercera. Para juzgar -se decía- si la idea A comprende o excluye a la idea R, t6mese una tercera idea e, que se compara, sucesivamente, con ambas. Si la idea A está contenida en la idea e, y la idea e lo está en la idea R, se deduce que la idea A está contenida en la idea B. Si la idea A contiene a la idea e y la-idea e excluye a la idea R, se deduce que la idea A excluye a la idea B. No haremos ningún uso de todo esto.

CAPÍTULO VIII
Continuación acerca del mismo tema

Considerando nuestras sensaciones como representativas, hemos visto nacer todas nuestras ideas y todas las operaciones del entendimiento; si las consideramos agradables o desagradables, veremos nacer todas las operaciones que se relacionan con la voluntad.

La necesidad
Aunque por sufrir se entiende, realmente, experimentar una sensación desagradable, lo cierto es que la privación de una sensación agradable es un sufrimiento más o menos grande. Pero es preciso observar que ser privado y carecer no son la misma cosa. Se puede no haber disfrutado nunca de cosas de las que se carece; incluso pueden no conocerse siquiera. Es completamente distinto lo que sucede con las cosas de las que hemos sido privados; no sólo las conocíamos, sino que estábamos acostumbrados a disfrutar de ellas o, al menos, a imaginamos el placer que su disfrute nos prometía. Una tal privación es un sufrimiento que se denomina más específicamente necesidad. Tener necesidad de una cosa es sufrir, porque se está privado de ella.

La desazón
Este sufrimiento, en su grado más débil, es menos un dolor que un estado en el que no nos encontramos a gusto; lo llamo desazón.
La inquietud
La desazón nos lleva a hacer movimientos para procuramos aquello que necesitamos. No podemos estar en un perfecto reposo, y por esta razón la desazón se transforma en inquietud. Cuantos más obstáculos encontremos para disfrutar, más crece nuestra inquietud y este estado puede convertirse en un tormento.

El deseo
La necesidad sólo turba nuestro reposo o nos ocasiona inquietud porque dirige las facultades del cuerpo y del alma hacia los objetos cuya privación nos hace sufrir. Nos representamos el placer que nos han causado, la reflexión nos hace juzgar el que nos podrían proporcionar todavía, la imaginación nos los exagera y para disfrutarlos hacemos todos los movimientos de los que somos capaces. Todas nuestras facultades se dirigen hacia los objetos de los que sentimos necesidad, y esta dirección es lo que entendemos por deseo.

Las pasiones
Como es natural acostumbrarse a gozar de las cosas agradables, también es natural habituarse a deseadas, y los deseos convertidos en costumbres se denominan pasiones. Tales deseos son, en cierta forma, permanentes, o, al menos, si se suspenden a intervalos, se renuevan a la menor ocasión. Las pasiones son tanto más vivas cuanto más violentas sean.

La esperanza
Si cuando deseamos una cosa pensamos que la lograremos, este juicio, unido al deseo, ocasiona la esperanza. Otro juicio produce la voluntad.

La voluntad
Es aquello que poseemos cuando la experiencia nos ha acostumbrado a juzgar que ningún objeto debe oponerse a nuestros deseos. Yo quiero significa yo deseo y nada puede oponerse a mi deseo; todo debe concurrir a él.

Otra acepción de la palabra voluntad
Tal es la acepción de la palabra voluntad. Pero es costumbre darle una significación más amplia, y se entiende por voluntad una facultad que comprende todas las costumbres que se originan en la necesidad, los deseos, las pasiones, la esperanza, la desesperación, el temor, la confianza, la presunción y muchas más de las que es fácil hacerse idea.

El pensamiento
Finalmente, la palabra pensamiento, que aún es más general, confunde en su acepción a todas las facultades del entendimiento y de la voluntad. Ya que pensar es sentir, comparar, imaginar, juzgar, prestar atención, reflexionar, raciocinar, desear, tener pasiones, esperar, temer, etc. (Tratado de los animales, parte segunda, capítulos VIII, IX Y X.) Hemos explicado ya cómo las facultades del alma nacen sucesivamente de la sensación, y es evidente que están formadas por la misma sensación transformada en cada una de ellas.
En la Segunda Parte de esta obra nos proponemos descubrir todo el artificio del raciocinio. Se trata, por consiguiente, de preparamos para esta investigación, y lo haremos intentando raciocinar sobre un tema fácil y sencillo; aunque nos inclinaríamos a conceptuarlo de otra forma, si consideramos lo mal que ha sido explicado hasta hoy, a pesar de los grandes esfuerzos que se han realizado. Éste será el tema del capítulo siguiente.



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