En la sociedad de consumo algunos piensan que cuantas más posibilidades de escoger tengamos, más libres seremos. Según ellos la libertad está asociada al dinero: cuanto más rico es uno, más libre es. Pero la libertad es más profunda; está ligada a la paz interior del ser, a una conciencia pura, más bien a lo que somos y no tanto a lo que poseemos. 

       Para nosotros, creyentes, ser libres es vivir de una manera coherente con nuestra nueva condición de hijos de Dios que desean hacer lo que agrada a su Padre. El Señor no quiere que seamos esclavos del mal.

       Una libertad así no depende de los demás ni de nuestras riquezas, ¡por ello nadie nos la puede arrebatar! ¿Cómo puede un cristiano vivir su fe, liberado de su «yo»? ¿Haciendo esfuerzos e intentando mejorar? No, la libertad del creyente no se gana, sino que se recibe por la fe. “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres” (Gálatas 5:1). Él nos liberó del pecado para que en adelante hiciésemos la voluntad de Dios. Paradójicamente hallamos la libertad cuando renunciamos a hacer nuestra propia voluntad (esclava del pecado) y confiamos en Dios. El «yo» deja de ser el centro para dar lugar a Dios.

       Jesús nos dio el ejemplo perfecto de una vida así; halló su perfecta delicia en la libre obediencia a su Padre, hasta darse a sí mismo por amor a su Padre y por cada uno de los que depositan su confianza en él.