Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente. Génesis 2:7.
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El nombre de Adán viene del hebreo «adamah», que significa tierra, suelo. Dios formó su cuerpo, así como el de los animales, a partir de elementos ordinarios de la tierra (Génesis 2:7, 19), pero además sopló en él un aliento de vida: “El soplo del Omnipotente me dio vida” (Job 33:4). Así el hombre pasó a ser un “alma viviente”. El alma vive después de la muerte (Lucas 16:19- 31), y se unirá al cuerpo cuando tenga lugar la resurrección de todo individuo, sea justo o injusto (Hechos 24:15).
Dios dio al hombre la tarea de administrar el ámbito terrestre, así como la autoridad para dominar sobre los animales (Génesis 1:26; 2:15-20). Pero muy rápido transgredió el mandamiento de Dios (3:17). Es el primer eslabón de una raza marcada por el pecado, y todos nosotros formamos parte de ella. “Como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres” (Romanos 5:12). Todos los descendientes de Adán nacen pecadores, incluso si el pecado no se manifiesta de la misma manera y con la misma aspereza en todos.
Y la consecuencia inevitable de ese hecho es que el juicio pronunciado sobre Adán, la muerte, se aplica a todos. La genealogía de los primeros seres humanos (Génesis 5) resuena con estas trágicas palabras: “y murió”. Los innumerables cementerios confirman que nada ha cambiado. Pero ese cuadro será iluminado por una magnífica luz con la venida de Cristo, el postrer Adán. (Continua ...)
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