La parábola del carruaje 
 El cuerpo físico es representado por el carruaje mismo; los caballos 
representan sensaciones, sentimientos y pasiones; el conductor es el 
conjunto de las facultades intelectuales incluida la razón; la persona 
sentada dentro del carruaje es el amo. 
 En su estado normal, todo
 el sistema se encuentra en un perfecto estado de operación: el 
conductor lleva las riendas firmemente en sus manos y conduce los 
caballos en la dirección indicada por el amo. 
 Así, sin embargo, no es como ocurren las cosas [...]
 Antes que nada, el amo está ausente. El carruaje debe de ir y 
encontrarlo, y debe entonces de aguardar su deseo. Todo está en mal 
estado: los ejes no están engrasados y rechinan; las ruedas están mal 
colocadas; la vara se balancea peligrosamente; los caballos, aunque de 
raza noble, están sucios y mal alimentados; el arnés está gastado y las 
riendas no son fuertes. El conductor está dormido: sus manos se han 
resbalado sobre sus rodillas y apenas sostienen las riendas, que pueden 
caer en cualquier momento. 
 El carruaje sin embargo continúa 
moviéndose hacia delante, pero lo hace de un modo que no presagia 
felicidad. Abandonando el camino, rueda cuesta abajo de tal modo que 
ahora el carruaje está empujando a los caballos, que son incapaces de 
detenerlo. El conductor, que ha caído en un sueño profundo, se bambolea 
en su asiento a riesgo de caer de él. Obviamente un triste destino le 
espera a tal carruaje. 
 La imagen provee una analogía altamente apropiada para la condición de la mayoría de los seres humanos... 
 Sin embargo la salvación puede presentarse. Otro conductor, éste 
bastante despierto, puede pasar por la misma ruta y observar el carruaje
 en su triste situación. ...Quizá se detenga a ayudar al carruaje en 
peligro. Primero ayudará a los caballos a sostener al carruaje antes de 
que resbale por la pendiente. Después despertará al conductor dormido y 
junto con él intentará traer el carruaje de regreso al camino. 
 
Prestará forraje y dinero. También podría dar consejo sobre el cuidado 
de los caballos, la dirección de una posada y un reparador de carruajes,
 e indicar la ruta adecuada a seguir. 
 Después dependerá del 
conductor asistido beneficiarse, por sus propios esfuerzos, de la ayuda e
 información recibida. Será de su incumbencia a partir de este punto en 
adelante poner todas las cosas en orden y, con ojo abierto, seguir el 
camino. 
 Por encima de todo luchará contra el sueño, porque si se
 queda dormido otra vez, y si el carruaje se sale del camino otra vez y 
otra vez se encuentra en peligro, no puede esperar que la suerte le 
sonría una segunda ocasión; que otro conductor pase en ese momento y ese
 lugar y le ayude una vez más. 
 Al revisar en nuestras vidas 
diferentes ejemplos de las conexiones entre los tres "Yo"s, ciertamente 
nos beneficiaríamos una vez más del símbolo del carruaje, que ofrece 
muchas analogías en este respecto, todas ellas profundamente 
instructivas. 
 En el estado de vigilia empleamos el "Yo" de la 
Personalidad. Durante el sueño, perdemos conciencia de este "Yo"; el 
"Yo" del cuerpo toma entonces su lugar. Por supuesto, las funciones 
puramente fisiológicas tienen una continuidad de carácter. Es sólo 
cuando el hombre duerme, es decir cuando el "Yo" mental se ha 
desvanecido y no interfiere más en las actividades del "Yo" del cuerpo, 
que el último puede actuar en su propio plano, a sabiendas y sin 
obstáculos. 
 Es el centro motor el que sirve como el órgano de 
manifestación para el "Yo" del cuerpo. En cuanto al "Yo" mental, el "Yo"
 de nuestra Personalidad, éste se expresa normalmente a través de los 
centros emocional e intelectual. En la mayoría de los casos hace uso de 
estos centros de un modo inadecuado, y frecuentemente interviene en el 
funcionamiento del centro motor. El resultado inmediato de esto es que 
"Yo" del cuerpo compite con el "Yo" de la Personalidad. El último, 
siendo múltiple no tiene - y no puede tener - ninguna continuidad lógica
 ni en sus ideas ni en sus acciones. El hombre por tanto gasta su vida 
columpiándose de acción a reacción y de reacción a acción. 
 
Podemos describir su interferencia en dominios que no son propiamente 
suyos; interferencias que en situaciones reales pueden ser naturales o 
no naturales, saludables o dañinas. Las interferencias no naturales son 
siempre dañinas y son causa de una gran parte de nuestros conflictos 
internos y externos. Tales interferencias, a veces leves pero más a 
menudo violentas, son agraviadas más aún por el hecho de que los 
centros, debido a su división en sectores, nunca pueden actuar de modo 
autónomo, aunque cada uno de ellos declara imponerse sobre los otros. 
Por tanto mientras más fuerte la acción tomada por uno de los centros, 
más poderosa será la compulsión mecánica sufrida por los otros dos - 
casos patológicos excluidos. [Boris Mouravieff, Gnosis, p. 27, 28]
 Más allá de los tres centros mentales de la Personalidad - que a partir
 de ahora serán llamados centros inferiores - tenemos dentro de nosotros
 dos otros centros superiores, independientes del cuerpo físico y de la 
Personalidad. En conjunto, estos dos centros superiores verdaderamente 
representan nuestra Alma, de la cual nuestro lenguaje actual habla en 
tercera persona. Su presencia en lo más interior de nuestro corazón, y 
la rareza de los mensajes imparciales y objetivos que somos capaces de 
recibir por medio de estos centros, nos dan nuestra impresión del "Yo" 
real como un Juez que reside en un juzgado. [...] 
 Mientras que 
los centros inferiores en el hombre exterior no están completamente 
desarrollados, los centros superiores son perfectos y trabajan a su 
completa capacidad. Pero como somos, no podemos recibir más que una 
despreciable pequeña parte de sus comunicaciones. La razón para esto es 
que el hombre se ve a sí mismo como nada más que su Personalidad. Esta 
ilusión tiene sus efectos inmediatos, orgullo, egocentrismo y egoísmo. 
Éstos forman una especie de pantalla, sólo permitiendo pasar a los más 
rudimentarios mensajes de los centros superiores, aunque su comunicación
 continúa sin parar. Tocan a la puerta; pero a nosotros nos corresponde 
escuchar la voz y abrir. [Gnosis, p. 45]