El que está quieto, perece.
La vida es constante movimiento.
Estar quieto es bajarse de la vida y el que se baja de la vida está muerto.
Estar muerto en vida es peor que haber vivido y estar muerto.
El muerto en vida ya no siente, tan solo se defiende.
Se defiende de los demás. Todos parecen querer atacar su territorio, así es como él lo percibe.
Está tan pendiente de los demás, que se ha olvidado de sí mismo y por eso su vida está muerta.
El muerto en vida ya no es, sólo tiene, sólo posee. Sin sus posesiones no es nadie porque al no ser, nada es.
Y por eso no se reconoce, no tiene identidad propia, y la presencia de alguien que es por sí mismo, es el espejo de su propia ausencia.
Entonces, ¿cómo podría un muerto en vida volver a estar vivo?
No engañándose, viéndose cómo está siendo, alguien que no es. Aceptar la dura realidad de que sin lo que posee no es nadie, no es nada.
Y preguntarse, ¿es que no hay nada en mi interior? ¿qué poseo dentro que estoy buscando fuera? Y tomar ánimo. Si me he permitido no ser nadie, es que puedo ser alguien. Desde el lugar en el que estoy -no ser nadie-, sólo puedo caminar hacia arriba, hacia ser alguien.
Entonces, ¿quién soy? Por fin una pregunta hacia adentro, una inquietud sobre mi identidad abre el camino de encontrar alguna respuesta.
Ya no miro hacia afuera, estoy mirando hacia adentro.
Mirar es tratar de ver pero ¿qué más me hace falta? Escuchar, escucharme a mí mismo, sentirme por primera vez, oír mi propia voz, escuchar mi corazón.
Eso que me pasa es sentir, ya no lo recordaba, estoy vivo, empiezo a escucharme y me doy cuenta de que no quiero ser alguien, de que lo que quiero es ser simplemente yo mismo.