No es una enfermedad en sí misma, pero el impulso irrefrenable de mentir es el síntoma de que algo no está bien en el desarrollo psíquico de la persona. Los mitómanos mienten para construir una mejor imagen de sí frente a la sociedad o para conseguir lo que desean. No importa el objetivo, lo único claro en ellos es que no pueden evitarlo.
Miente quien sostiene que siempre dice la verdad. La afirmación es así de rotunda, porque la veracidad es una característica de las personas. Unas son más o menos veraces que otras, por lo tanto dentro de ciertos límites faltar a la verdad es considerado relativamente normal; no bueno, pero esperable. Es así como la mentira es un recurso utilizado por personas de todos los estratos económicos, edades y sexo. Se miente en temas específicos, en determinadas circunstancias y de forma ocasional para evitar las consecuencias de haber dicho “la verdad” o ganar “algo” con la historia contada. Pero ¿qué nos hace mentir? Responder esta inquietud es tan complejo como el ser humano y clasificar a las mentiras según su gravedad como blancas, grises o negras está fuera de toda ciencia. La mentira es una sola, pero cuando se convierte en un hábito o en la única manera que tiene una persona para relacionarse con la sociedad se configura lo que se conoce como mitomanía.
No es una enfermedad en sí misma, sino que corresponde a un conjunto de síntomas que pueden presentarse en diversas enfermedades psíquicas, particularmente en trastornos de personalidad.
Especialistas sostienen que el mitómano tiene una tendencia patológica, un impulso irrefrenable por deformar la realidad. El contenido y la extensión de sus mentiras es desproporcionado para cualquier finalidad o ventaja personal que se pretenda con ella. Hay una intención de engaño que al individuo le resulta difícil de controlar. En la mitomanía, el sujeto supone conseguir prestigio, mejorar su imagen o percepción que los demás tienen de él, obtener afectos, bienes, manipular a las personas o simplemente dañar.
También existen motivaciones aún más profundas que son inconscientes, pero que pueden ser descubiertas mediante un tratamiento clínico. Pero mientras la persona no se someta a una terapia, la mentira para el mitómano será su única opción ante otras estrategias lícitas para conseguir lo que desea.
FALSOS TROTAMUNDOS
El mitómano pasa inadvertido entre quienes lo rodean, pero apenas establece una conversación cae preso de sus mentiras y siempre termina siendo desenmascarado. Eso fue lo que le sucedió a Enrique, quién solía jactarse frente a sus amigos y colegas de oficina de sus continuos viajes a Europa. Mencionaba el nombre de los hoteles donde se hospedaba, los restaurantes que frecuentaba e incluso el menú que consumía en ellos. París, Madrid, Estocolmo y otras ciudades figuraban en su itinerario. Sus descripciones eran muy precisas y convincentes hasta que fue descubierto. Por razones de trabajo debía ir a Estados Unidos en un viaje de negocios, pero tuvo que negarse y admitir que no sólo no tenía pasaporte, sino que nunca había salido de los límites de la región del Bío Bío.
Este caso es real y pone de manifiesto el límite al que pueden llegar los mitómanos con sus historias. El psiquiatra Carlos Ibáñez confirma que, al ser encarado, el mitómano reconocerá sus mentiras, porque cuando miente lo hace consciente de que lo que dice no es verdad. “Si bien estas personas se dejan llevar por sus fantasías mantienen un juicio de la realidad suficiente como para darse cuenta de que están mintiendo. Esto los diferencia de los psicóticos que son personas que pierden el contacto con la realidad a tal extremo de confundir lo real con lo imaginado”.