Había logrado eludir a la policía desde 1981. Lo buscaban en todas partes debido a un crimen que había cometido. Si veía televisión, ahí estaba su imagen. Si abría los diarios, encontraba su foto. Si iba a un almacén a comprar algo, oía mencionar su nombre.
Cuando ya no aguantó más, Samuel Dillon se entregó a la policía. Figuraba entre los diez hombres más buscados por la justicia. Y de los diez, era el número uno.
«No soporté más ver mi cara en televisión y en los diarios, y ser llamado “el más buscado”», le dijo a la policía.
Ser buscado por simpático, o por virtuoso, o por dotes artísticas o por hazañas realizadas es bueno y agradable. Pero ser buscado por criminal no es nada grato.
Las autoridades y el público en general saben que cuando a un hombre lo llaman «el más buscado» por la policía, no tarda mucho tiempo en entregarse voluntariamente. La conciencia lo persigue, el miedo empieza a corroerlo, y su alma termina sin poder soportar la cacería.