Caminando
hacia el Mall por la calle me saludaron dos personas con un buenas tardes,
otros dos me sonrieron; me llamo la atención; porque soy yo la que anda desentonando por la
vida siempre con una sonrisa, a diferencia de los que apenas y con suerte
levantan la cara del celular.
Me
siento en un café a observar como la gente pasea sola, otros con niños, me
encanta ver que hacen las personas. Lo que más extraño y nostálgico, es cuando
van tomados de la mano, besándose, de la forma que llegan a dar envidia. Cuando
una lleva tanto tiempo sin pareja para besar con toda el alma y sentir que ese beso te lleva a las nubes.
Sigo
con mi café, cuando siento que algo me molesta en la mejilla, lo que me
desconcentra; como andaba en la estratosfera solo atine a levantar la mano para
sacar lo que fuera que me hubiese picado, cuál fue mi asombro al ver volar a
una abeja. Volví a tomar el lápiz y papel
seguir escribiendo sin saber que plasmar en el.
En
eso llegan dos garzones conocidos del café donde estoy por lo cual no podía
decir que estaba ocupada, nos pusimos a conversar, son encantadores porque
siempre me regalonean con más galletas
de lo normal o calentándome el café ya que debe estar así, para que el cigarro
se pueda degustar bien.
Veo
la hora y me percato que ya debo regresar al departamento, trato de parar lo
que hago; pero no puedo, sigo pensando en cómo nos trata la vida.
Me
imagino un balancín que sube y baja; lo que me lleva de regreso a mi niñez,
tantos recuerdos, en la parcela tenia
uno pero con una cuerda gruesa y como soporte una madera gruesa amarrado a un
sauce viejo; pero eso no importa, jamás balancearnos ahí fue tan maravilloso; subía
tan alto, casi al cielo desde donde alcanzaba a mirar la ciudad llena de casas,
luces encendidas, parecía un árbol de Navidad. En la tarde casi al ocaso,
bajábamos con mis hermanas a tomar once.
Era
verano, por lo cual había que aprovechar hasta lo más oscuro de la noche o nos
llamaran a la comer. Solo que antes de eso aprovechábamos los últimos manotazos
en la piscina, hasta ponernos azules o moradas de frió.
Fue
una vida maravillosa en nuestra parcela, la cual amamos, ame y seguiré amando.
Vivir cuarenta y tres años allá desde los siete. Ahora ya tengo cincuenta y tres viviendo en un departamento. Son
muchas las vivencias que cambiaron mi vida; por ejemplo cambie la bicicleta por
un caballo.
Vuelvo
a ver la hora, no quiero irme; pero tampoco puedo seguir escribiendo; porque se
me acaba el tiempo, como termino mi niñez;
de un minuto a otro, al igual que mi escrito en la esquina del último
papel.