Antes de que desaparecieran los dinosaurios, cientos de millones de años más allá de nuestra presencia inteligente, las serpientes se habían adaptado a la vida en este planeta. Ningún ser sobre la Tierra ha mantenido tanto contacto con ella. Las serpientes, la conocen palmo a palmo, han reptado sobre sus mil geografías y en todas han descubierto la fórmula propicia para desarrollar su vida.
Su antigüedad, nuestra falta de conocimiento sobre ellas, su forma única de arrastrar su vientre anillado sobre el suelo y, por supuesto su rugosa y humedecida piel de mil colores, han contribuido a generar su enigmática fama.
Aunque tal vez, el miedo que desata en el hombre provenga de su astucia, no debemos olvidar que estamos ante un animal carnívoro, cazador escurridizo y calculador estratégico de cada movimiento. Las serpientes se nos rebelan como el enemigo al que envidiamos por temor.
Desde la antigüedad, la serpiente fue vista como un símbolo vivo del destino. Un destino capaz de arrastrar su cuerpo con tal de avanzar en un camino no siempre fácil; con mente ágil para observar las verdades, con capacidad propicia de reacción para defenderse de ataques externos y con la prudencia necesaria para esperar el momento oportuno de reacción.
Nuestras abuelas, o por lo menos la mía, que pasó su infancia en el campo, solía contar una de las muchas historias cuyas protagonistas eran una mujer embarazada y una serpiente.
Es la historia de Juan y Angelina Sotelo, una pareja de campesinos que allá por 1886 tuvo en la Rivera de San Miguel a su segundo hijo, Santiago. En esa época, la vida campesina transcurría entre penurias y trabajo, la economía apenas alcanzaba para la auto subsistencia donde todo había que hacerlo, labrarlos o cultivarlo.
Las casas distantes las unas de las otras, separadas por las tierras de labranza, unos pocos metros si la familia era pobre o algunos kilómetros si había suerte. Cuando una embarazada estaba a punto de dar a luz seguía trabajando hasta última hora si le era posible... y cuando veían cercana la hora del parto una vecina experta o una matrona venía a ayudarla. Esto ocurrió cuando el pequeño Santiago vino al mundo.
Fiebres elevadas acompañaron a Angelina los días previos al parto y persistieron después del mismo. Pero esto era considerado normal, y como se atribuía la situación a la subida de leche no se le daba mayor importancia.
Los primeros días después del parto fueron normales y el pequeño retoño evolucionaba bien. Pero de buenas a primeras el niño comenzó a presentar claros signos de desnutrición. Extraños zumbidos durante el mediodía y a la puesta del sol sonaban dentro de la cabeza de Angelina, a la vez que un extraño estado de somnolencia e incluso pérdidas momentáneas de conciencia se hizo presente. Junto a estos síntomas, el pequeño Santiago, nacido sano, no engordaba lo suficiente a pesar de la abundancia de leche en su madre.
El joven matrimonio como otros muchos de aquella época trabajaba duro en el campo para sobrevivir. El escaso jornal que podían sacarle a la tierra tuvieron que gastarlo en pagar las consultas de algunos médicos que atendieron al pequeño Santiago intentando descubrir su posible enfermedad. Ninguno encontraba causas físicas aparentes ni en el niño ni en la madre.
Los vecinos pronto se hicieron eco de la extraña situación que atravesaba la familia Sotelo. Muchas fueron las hipótesis lanzadas por éstos como posible causa de la enfermedad. Tal vez, porque la esperanza es lo último que se pierde... y porque la ciencia no brindaba soluciones a la familia... Una de las vecinas convenció a Angelina, y Angelina se dejó convencer y puso harina alrededor del lecho donde ésta amamantaba a su hijo.
Aquella vecina creía que "algo extraño le hacía mal al niño".
Estaba en lo cierto.
A la mañana siguiente unas rayas aparecieron en la harina. No eran huellas humanas, ni de perro, ni de gato... eran las de un reptil. El pánico se extendió por el vecindario.
La gente comenzó a buscar la serpiente primero por toda la casa. No encontraron nada. Y luego por el vecindario... Y no encontraron nada.
Pero una tarde sorpresivamente hallaron la respuesta a la enfermedad de Santiago. Ramón, otro de los hijos del matrimonio, descubrió a la madre inconsciente con el pequeño entre sus brazos. El niño tenía en su boca, a modo de pezón materno... la cola de la serpiente mientras ésta estaba bebiendo de la leche del pecho de Angelina.
El niño salió corriendo y gritando para llamar la atención de su padre. En pocos minutos varias personas estaban intentando dar con la serpiente. Ésta ya no estaba en la cama. Después de mucho buscar dieron con su cubil. Detrás de un cuadro ubicado en la cabecera de la cama encontraron su guarida.
Quizás si Ramón no hubiera entrado de improviso, Santiago hubiese muerto. Lo único que se tenía claro es que el pequeño había tenido una hermana de leche... una culebra de un metro y medio de largo y con el ancho de un puño humano adulto.
Como esta, son muchas las historias que corren de boca en boca por las aldeas rurales. Son muchas las familias que en distintos sitios del planeta pueden dar cuenta de estas avispadas hermanas de leche, las Serpes.