HEMOS VISTO AL SEÑOR
Era domingo. Le gusta recordarlo al evangelista: “Al anochecer del primer día de la semana”.
La Palabra de Dios, hoy como hace veinte siglos, contempla a Cristo resucitado, que a su vez acude en ayuda de los suyos.
Qué cambio tan rápido y profundo se establece en los discípulos: “estaban en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos”.
Entra Jesús, los saluda, les muestra sus llagas gloriosas, y los discípulos, llenos de alegría al ver al Señor, se transfiguran en hombres resucitados.

Qué bien lo dibuja San Juan:
Resucitados en la paz: “Paz a vosotros”.
Resucitados por la alegría: “Se llenaron de alegría”.
Resucitados para ser testigos: “Como el Padre me ha enviado, os envío yo”.
Resucitados por el Espíritu de Dios: “Recibid el Espíritu Santo”.
Resucitados para el perdón: “Aquellos a quienes perdonéis quedarán perdonados”.
Resucitados, llenos de vida: “Para que, creyendo, tengáis vida”.
Es decir, cuanto les había prometido, días antes, en la Última Cena.
En esta ocasión estaba también Tomás, el que faltaba en la aparición anterior de Jesús, el que ha pasado a la historia como el hombre de fe vacilante. A Tomás no le bastaba la fe, quería pruebas: “Si no veo la señal de los clavos, no creo”.
Pero pronto la bondad de los demás discípulos y la pedagogía de Jesús le dan la vuelta: “Hemos visto al Señor”, le dicen los otros discípulos. Y Jesús: “Trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”.
Inmediatamente—no podía ser de otra manera— Tomás, el discípulo díscolo, se rinde al Maestro: “Señor mío y Dios mío”. Fácil a la duda, fácil a creer.
El criterio y norma de vida del cristiano solamente puede ser Jesús. Jesús crucificado y resucitado. La estrategia de “cerrar puertas”, y obrar desde el miedo, sólo conduce a la tristeza y la esterilidad.
Nunca más oportunas que hoy las palabras de Juan Pablo II, día de su beatificación: “Abrid las puertas a Cristo”. Porque solo en la compañía de Cristo, la Iglesia, los cristianos, cobrarán el “aliento” pascual: más ánimos, más esperanza, más audacia. Abrir, y no “cerrar puertas por miedo”. En el corazón de Dios no cabe la muerte, sólo la vida.
Ojalá sintiéramos nosotros, ahora, que la escena se repite, como el día de la Resurrección con sus discípulos: Cristo se planta en medio de nosotros, nos habla, nos da su paz y nos envía a ser sus testigos. De hecho Dios está aquí, entre nosotros, en nuestra Eucaristía dominical. Ya nos lo había dicho Jesús: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos”.
Igual que nuestros mayores, en el momento de la Consagración, repetiremos la invocación del apóstol Tomás: “Señor mío y Dios mío”. Y, al volver a nuestra vida cotidiana, podremos exclamar, como los discípulos: “Hemos visto al Señor”.
(C. Bueno)