EL DOLOR DE UNA MADRE
El dolor de una madre
de hijos adultos
es un dolor especial.
No grita.
No llora en público.
Es un dolor silencioso,
profundo y contenido,
que se esconde
en las oraciones diarias,
en los pensamientos nocturnos,
en un suspiro callado mientras
toma una taza de té en la cocina.
Es un dolor que aparece
cuando tus hijos han crecido,
han tomado su propio camino,
hacen sus propias elecciones,
cometen sus propios errores.
Una madre quisiera correr tras ellos,
tomarlos nuevamente de la mano
como cuando eran pequeños,
protegerlos del mundo,
del dolor, de las decisiones
equivocadas.
Quisiera gritar:
"¡Detente!
¡Yo sé lo que es mejor!
¡Yo ya he pasado por eso!"
Pero… no puede.
Porque ya no es un niño pequeño
que puedes esconder bajo tu ala.
Es un adulto,
con su propio camino,
su propio destino,
su propio corazón aprendiendo
a través de sus propias heridas.
Y eso es lo más difícil:
permitir que tu hijo viva su vida.
Permitirle caer y levantarse,
equivocarse y aprender.
No intervenir cuando quieres gritar.
No aconsejar cuando deseas guiar.
Solo esperar.
Estar presente.
Rezar en silencio.
Enviar amor a través
de los pensamientos
y esperar que les llegue.
Creer que todo estará bien.
Porque una madre,
aunque sus hijos crezcan,
siempre conserva lo más importante:
amar y rezar por ellos cada día.
Créditos a quien corresponda.