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espiritismo: EL ODIO Y EL DUELO
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De: magicman497  (Mensaje original) Enviado: 12/01/2008 03:57

EL ODIO

10. Amaos unos a otros y seréis felices. Sobre todo, tomaos

la tarea de amar a los que os inspiran indiferencia, odio y desprecio.

Cristo, de quién debéis hacer vuestro modelo, os dio ese ejemplo

de abnegación; misionero de amor, amó hasta dar su sangre y su

vida. El sacrificio que os obliga a amar a los que os ultrajan y os

persiguen, es penoso; pero esto es precisamente lo que os hace

superiores a ellos; si los odiáis como ellos os odian, no valdréis

más que ellos, es la hostia sin mancha ofrecida a Dios en el altar

de vuestros corazones, hostia de agradable aroma cuyos perfumes

suben hasta Él. Aunque la ley de amor quiera que indistintamente

se ame a todos los hermanos, no endurece el corazón contra los

malos procederes; por el contrario, la prueba es más penosa, lo sé,

puesto que durante mi última existencia, experimenté ese tormento;

pero Dios está allá y castiga en esta vida y en la otra a los que

faltan a la ley de amor. No os olvidéis, mis queridos hijos, que el

amor nos aproxima a Dios y que el odio nos aleja de Él.

(FÉNELON, Bordeaux, 1861).

EL DUELO

11.

Sólo es verdaderamente grande aquel que considerando

la vida como un viaje que debe conducirle a un objetivo, hace

poco caso de las asperezas del camino y no se deja desviar un

instante del camino recto; con la mirada puesta sin cesar hacia el

objetivo, poco le importa que las zarzas y los espinos de la senda

le amenacen provocar arañazos; le rozan sin alcanzarle y no

obstante, no deja por eso de seguir su curso. Exponer sus días para

vengarse de una injuria, es retroceder ante las pruebas de la vida;

es siempre un crimen a los ojos de Dios, y si no fueseis engañados

como lo sois, por vuestros prejuicios, sería una ridícula y suprema

locura a los ojos de los hombres.

En el homicidio por el duelo hay crimen y vuestra misma

legislación lo reconoce; nadie tiene el derecho, en ningún caso, de

atentar contra la vida de un semejante; crimen a los ojos de Dios,

que os trazó vuestra línea de conducta; aquí más que en cualquier

otra parte, sois jueces de vuestra propia causa. Recordaos que se

os perdonará según hubiereis perdonado; por el perdón os

aproximáis a la divinidad, porque la clemencia es hermana del

poder. Mientras que una gota de sangre humana se derrame en la

Tierra por la mano de los hombres, el verdadero reino de Dios aún

no habrá llegado, este reino de pacificación y de amor que debe

desterrar para siempre de este globo la animosidad, la discordia y

la guerra. Entonces, la palabra duelo no existirá más en vuestra

lengua, sino como un lejano y vago recuerdo de un pasado que se

fue; los hombres no conocerán entre ellos otros antagonismos que

la noble rivalidad en el bien. (ADOLFO, obispo de Argel,

Marmande, 1861).

12.

Sin duda, el duelo puede ser una prueba de valor

físico, de desprecio por la vida; pero, incontestablemente es

prueba de una cobardía moral como el suicidio. El suicida no

tiene valor para afrontar las vicisitudes de la vida; el duelista

no tiene el de afrontar las ofensas. ¿No os ha dicho Cristo que

hay más honor y valor en ofrecer la mejilla izquierda, a quien hirió

la derecha, que en vengarse de una injuria? ¿No dijo también a

Pedro en el Jardín de los Olivos: “Vuelve tu espada a la vaina,

porque el que mate por la espada por la espada perecerá?” Con

estas palabras, ¿no condena Jesús para siempre el duelo? En efecto,

hijos míos, ¿qué es ese valor nacido de un temperamento violento,

sanguíneo y colérico, rugiendo a la primera ofensa? ¿En dónde

está, pues, la grandeza de alma de quien, a la menor injuria, quiere

lavarla con sangre? ¡Pero que tiemble! Porque siempre en el fondo

de su conciencia una voz le gritará: ¡Caín! ¡Caín! ¿Qué hiciste de

tu hermano? Me fue preciso verter sangre para salvar mi honor,

dirás a esa voz; pero, ella responderá: ¡Quisiste salvar ese honor

ante los hombres por algunos instantes que te restan de vida en la

Tierra y no pensaste en salvarte ante Dios! ¡Pobre loco! ¡Cuánta

sangre, pues, no os pediría Cristo por todos los ultrajes que recibió!

No solamente lo habéis herido con espina y lanza, no solo lo habéis

atado a un patíbulo infamante, sino que, en medio de la agonía,

pudo oír las burlas que se le prodigaban. ¿Qué reparación os ha

pedido después de tantos ultrajes? El último grito del cordero fue

una oración por sus verdugos. ¡Oh! Perdonad como él, y orad por

los que os ofenden.

Amigos, acordaos de este precepto: “Amaos unos a los otros”,

y entonces al golpe dado por el odio responderéis con una sonrisa,

y al ultraje, con el perdón. Sin duda el mundo se alzará furioso y os

tratará de cobardes; levantad entonces la cabeza bien alta y mostrad

que vuestra frente no temería tampoco en cargarse de espinas, a

ejemplo de Cristo, pero que vuestra mano no quiere ser cómplice

de un homicidio, que supuestamente autoriza, una falsa apariencia

de honra, que no es otra cosa que orgullo y amor propio. ¿Acaso,

Dios os dio el derecho de vida y muerte a los unos sobre los otros?

No, sólo dio ese derecho a la Naturaleza para reformarse y

reconstruirse; pero a vosotros, no permitió que dispongáis de

vosotros mismos. Como el suicida, el duelista estará marcado con

sangre cuando comparezca, y al uno y al otro el soberano Juez

prepara rudos y largos castigos. ¡Si amenazó con su justicia a quien

dice a su hermano:

Racca, cuanto más severa será la pena para el

que comparezca ante Él con las manos rojas por la sangre de su

hermano! (SAN AGUSTÍN, París, 1862).

13.

El duelo es, como antiguamente lo que se llamaba el

juicio de Dios, una de esas instituciones bárbaras que rigen aún a

la sociedad. Sin embargo, ¿qué diríais, si vieseis sumergir a los

dos antagonistas en agua hirviendo o sometidos al contacto de un

hierro candente, para dirimir y dar la razón al que soportase mejor

la prueba? Llamaríais insensatas esas costumbres. El duelo es aún

peor que todo eso. Para el duelista diestro, es un asesinato cometido

a sangre fría, con toda la premeditación deseada, porque está seguro

del golpe que dará; para el adversario casi seguro de sucumbir en

razón de su debilidad y de su inexperiencia, es un suicidio cometido

con la más fría reflexión. Ya sé que muchas veces se procura evitar

esta alternativa igualmente criminal, atribuyéndola a la suerte.

¿Pero entonces, no se vuelve, acaso, bajo otra forma, al Juicio de

Dios de la Edad Media? Y aún en aquella época, era mucho menos

culpable; el nombre mismo de

juicio de Dios indica una fe ingenua,

es verdad, pero en fin, una fe en la justicia de Dios, que no podía

dejar sucumbir a un inocente; mientras que en el duelo, se confía

en la fuerza brutal, de tal modo que, con frecuencia el ofendido es

el que sucumbe.

¡Oh, estúpido amor propio, tonta vanidad y loco orgullo!

¿Cuándo, pues, seréis reemplazados por la caridad cristiana, el

amor al prójimo y la humildad, cuyo ejemplo y precepto dio Cristo?

Sólo entonces desaparecerán esos monstruosos prejuicios que aún

gobiernan a los hombres y que las leyes son impotentes para

reprimir; porque no basta prohibir el mal y prescribir el bien, es

preciso que el principio del bien y el horror al mal estén en el

corazón del hombre. (UN ESPÍRITU PROTECTOR, Bordeaux,

1861

14.

¿Qué opinión tendrán de mí, decís con frecuencia, si

rehuso la reparación que se me ha pedido, o si no la pido a quien

me ofendió? Los locos como vosotros, los hombres atrasados, os

censurarán; pero los ilustrados con la antorcha del progreso

intelectual y moral, dirán que actuasteis de acuerdo con la

verdadera sabiduría. Reflexionad un poco; por una palabra,

muchas veces dicha sin pensar o muy inofensiva de parte de uno

de vuestros hermanos, vuestro orgullo se resiente, le respondéis

de una manera áspera y de aquí viene una provocación. Antes de

llegar al momento decisivo, ¿os preguntáis si actuáis como

cristiano? ¿Qué cuenta daréis a la sociedad si la priváis de uno

de sus miembros? ¿Pensáis, acaso, en el remordimiento de haber

quitado a una mujer su marido, a una madre su hijo, a los hijos

su padre y su sostenedor? Ciertamente, el que ofendió debe

reparación; ¿pero no es más honroso para él darla

espontáneamente, reconociendo sus errores, que exponer la vida

de aquél que tiene derecho a quejarse? En cuanto al ofendido,

convengo que alguna vez pueda estar gravemente ofendido, ya

en su persona, ya con relación a los que nos rodean; no es sólo el

amor propio el que está en juego, el corazón está herido y sufre;

pero aparte de que es una estupidez jugarse la vida con un

miserable capaz de una infamia, por ventura, ¿muerto éste no

subsiste la afrenta cualquiera que sea? La sangre derramada, ¿no

da más publicidad a un hecho, que si es falso debe caer por su

propio peso, y si es verdad, no debe ocultarse en el silencio? No

queda, pues, sino la satisfacción de la venganza saciada. ¡Ah!

Triste satisfacción que, con frecuencia, deja desde esta vida

dolorosos remordimientos. Y si es el ofendido el que sucumbe,

¿dónde está la reparación?

Cuando la caridad sea la regla de conducta de los hombres,

adecuarán sus actos y sus palabras a esta máxima: “No hagáis a

los otros lo que no quisiereis que os hagan”; entonces, sí,

desaparecerán todas las causas de disensiones, y con ellas, las de

los duelos y de las guerras, que son los duelos de pueblo a pueblo.

(FRANCISCO XAVIER, Bordeaux, 1861).

15.

El hombre de mundo, el hombre feliz, que por una

palabra ofensiva, por una causa fútil, se juega la vida que le

viene de Dios, y se juega la vida de su semejante que sólo

pertenece a Dios, es cien veces más culpable que el miserable

que empujado por la ambición, por la necesidad algunas veces,

se introduce en una casa para robar lo que codicia y mata a los

que se oponen a su designio. Este último es casi siempre un

hombre sin educación, que no tiene más que nociones

imperfectas del bien y del mal, mientras que el duelista pertenece

casi siempre a la clase más ilustrada; el uno mata brutalmente,

el otro con método y finura, lo que hace que la sociedad le

excuse. Aún añado que el duelista es infinitamente más culpable

que el infeliz que, cediendo a un sentimiento de venganza, mata

en un momento de desesperación. El duelista no tiene la disculpa

de que le arrastra la pasión, porque entre el insulto y la

reparación hay siempre tiempo para reflexionar; actúa, pues,

fríamente y con designios premeditados; todo está calculado y

estudiado para matar con más seguridad a su adversario. Es

verdad que también expone su vida y esto es lo que rehabilita el

duelo a los ojos del mundo, porque se ve en ello un acto de

valor y un desprecio de la propia vida, pero, ¿hay verdadero

valor cuando se está seguro de sí mismo? El duelo, resto de los

tiempos de barbarie, en que el derecho del más fuerte era la ley,

desaparecerá cuando se haga más sana apreciación del verdadero

punto de honor, y, a medida que el hombre tenga una fe más

viva en la vida futura. (AGUSTÍN, Bordeaux, 1861).

16. Nota

. Los duelos van siendo cada vez más raros y si de

tiempo en tiempo vemos aún dolorosos ejemplos, el número no

puede compararse con el de otro tiempo. Antiguamente, un

hombre no salía de su casa sin prevenirse para un encuentro,

tomaba todas las precauciones en consecuencia. Una señal

característica de las costumbres del tiempo y de los pueblos está

en el uso de porte habitual, ostensible u oculto, de armas ofensivas

o defensivas; la abolición de ese uso atestigua la suavidad de las

costumbres y es curioso seguir la gradación desde la época en

que los caballeros no cabalgaban nunca sino cubiertos de hierro

y armados de lanza, hasta el uso de una simple espada que vino a

ser más bien un distintivo de blasón que un arma agresiva. Otro

indicio de las costumbres es que en otro tiempo los combates

singulares tenían lugar en plena calle, ante la multitud que se

apartaba para dejar el campo libre y que hoy se oculta; hoy, la

muerte de un hombre es un acontecimiento que conmueve; antes,

no se le daba atención. El Espiritismo vencerá esos últimos

vestigios de la barbarie inculcando a los hombres el espíritu de

caridad y fraternidad



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