os campos eran rojos de amapolas y al pie de las montañas el
sol enrojecía el viejo caserón empedrado que sobrevivió los
calcinantes veranos y los helados inviernos de tres siglos. Y
tres siglos me parecieron las horas hasta llegar a aquel coto de caza, extraviándome por sinuosas pendientes, rodando por caminos culebrinos que se entrelazaban unos sobre otros como víboras.
El tendero, conociendo la tortuosidad del viaje me ofreció vino fresco. La hija del tendero arrojó sobre mi plato una medusa de pasta con salsa roja y se marchó sin decir una palabra, sin siquiera mirarme.
Desde la ventana de la estrecha habitación, antes de desplomarme, contemplé la luna llena desparramar su blancura sobre los
campos y contemplé una sombra que partía en dos la blancura de las sábanas.
Ella entró al filo del alba, me apretó los labios con un beso y se escurrió
desnuda bajo las sábanas. Desayuné con los campesinos a eso de las
nueve. El tendero volcó sobre una mesa ancha mermeladas, quesos y panecillos.
La hija del tendero echó café ardiente sobre mi taza blanca, todavía
sin decir una palabra, sin mirarme.