Ellas no son puerta abierta.
No son pasillo corto ni fácil.
Son una escalera…
larga, empinada,
de esas que te hacen sudar
la frente y dudar los tobillos.
Cada escalón es distinto:
uno cruje,
otro se quiebra,
en uno resbalas con tu propia ansiedad
y en otro te preguntas si vale
la pena seguir subiendo.
Y sin embargo…
subes.
Porque desde abajo se ve la silueta de su risa,
el eco de su voz te empuja,
y el cuerpo ese traidor valiente
ya está más decidido que tú.
Hay escalones con espinas,
momentos donde ella no dice
nada pero lo dice todo con la mirada.
Hay días en que la escalera parece retroceder
y noches donde una caricia suya
te hace ganar diez escalones sin darte cuenta.
Subes.
Aunque a veces te sientas como un idiota.
Aunque el alma te pese
y las manos te tiemblen.
Subes.
Porque no estás detrás de una cama,
estás detrás de un corazón,
y eso, hermano… eso se escala
como si fuera un templo,
como si al final no esperara un polvo,
sino la gloria.
Y cuando llegas…
cuando al fin estás frente a ella,
frente a su piel sin armaduras
y su alma sin disfraces,
te das cuenta que valió toda la maldita pena.
Porque su beso no es beso: es redención.
Porque cuando ella gime, no es carne: es poesía.
Porque su cuerpo no te recibe… te consagra.
Y entiendes que no estabas escalando por sexo,
estabas escalando para habitarla,
para merecerla.
Y ahí…
solo ahí,
la mujer se abre como un altar,
y tú te entregas,
como un creyente feliz de estar de rodillas,
por fin, en el lugar correcto.
P.G
LETRA DESNUDA
Edito: Amante de la poesía