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Cuando las almas se recuerdan
Hay encuentros que no dependen del tiempo ni del espacio.
Hay amores que no nacen del roce de las manos,
sino del roce de las almas.
Esta es la historia de dos seres que nunca estuvieron realmente juntos…
y sin embargo, siempre estuvieron tan unidos.
Ella vivía bajo un cielo distinto al suyo.
Él respiraba un aire distinto al de ella.
Había mares entre sus cuerpos, estaciones distintas marcaban sus días,
y sin embargo, cuando sus miradas se cruzaron por primera vez
—no en una calle, no en un café, sino en ese extraño espacio
de las palabras compartidas a la distancia—, algo se reconoció.
Como si un eco antiguo despertara dentro de ambos.
No sabían cómo explicarlo.
Era una sensación suave, pero urgente,
como si el universo susurrara desde algún rincón oculto:
Él le hablaba con una ternura que no parecía
haber sido aprendida, sino recordada.
Ella le respondía como si ya hubiera sabido,
desde siempre, cómo sonaba su alma.
Ninguno buscaba amor.
Y sin embargo, el amor los encontró.
Se hablaban entre silencios que no pesaban,
con palabras que acariciaban.
Cada mensaje era una carta sin sobre,
un puente construido sobre la nada.
No había promesas, ni futuro claro,
ni siquiera un día exacto para un abrazo.
Pero el amor… ese sí estaba.
Un amor perfecto. No por fácil, sino por verdadero.
Él se enamoró de su risa entre letras,
de la forma en que ella podía mirar el mundo
con una nostalgia que lo hacía más hermoso.
Ella se enamoró de su forma de decir “te entiendo”,
de su manera de quedarse cuando nadie más lo hacía.
Había algo sagrado en cómo se hablaban.
Una dulzura triste.
Una cercanía imposible.
"Nos conocimos tarde," solía decir ella, con una media sonrisa.
"Quizás solo nos estamos reconociendo temprano, "respondía él.
Porque así lo sentían: que ya se habían encontrado antes.
En otros cuerpos, en otras vidas.
Tal vez fueron amantes en un reino olvidado,
tal vez murieron juntos en una guerra,
tal vez escribieron poemas uno al otro sin saber leer ni escribir.
Algo entre ellos no era nuevo.
Era eterno.
Pero también sabían —dolorosamente—
que en esta vida… no podían estar juntos.
No por falta de amor.
Sino porque la vida no siempre acomoda
sus caminos a los de las almas que se buscan.
Ella tenía raíces que no podía arrancar.
Él arrastraba cicatrices que no sabían convivir.
Cada uno tenía vidas que no podían ser desmontadas
por completo sin romper algo esencial.
Y así, se amaron desde lejos.
Como dos estrellas que brillan en galaxias distintas,
pero que aún así, logran iluminarse mutuamente
en las noches más oscuras.
Se mandaban cartas mentales, pensamientos compartidos
a través del tiempo y la distancia.
Cuando ella miraba la luna, sabía que él también la miraba.
Cuando él escuchaba esa canción,
sabía que ella la estaba sintiendo también.
Era como si estuvieran hechos del mismo material invisible,
como si las cuerdas de su alma fueran notas de la misma melodía.
Y nunca dejaron de amarse.
Incluso cuando dejaron de hablar tan seguido.
Incluso cuando aceptaron que no podían
seguir alimentando algo que dolía tanto.
El amor, silencioso, se quedó.
No para crecer.
Sino para existir.
Como un fuego que no arde, pero tampoco se apaga.
Y entonces, con los años, cada uno siguió su camino.
Ella escribió libros, y a veces, sin darse cuenta,
hablaba de él en los personajes que creaba.
Él vivió otras historias, pero nunca volvió a mirar
a alguien con la misma ternura que a ella.
Pasaron décadas.
El mundo cambió.
Ellos cambiaron.
Pero en algún rincón suave de su ser, el uno al otro seguía intacto.
Y cuando ella ya era anciana, sentada frente a la ventana
de una casa que había hecho suya, con arrugas dulces
como huellas de todas las emociones que alguna vez sintió,
miró al cielo de un atardecer púrpura y cerró los ojos.
Y él, en otro rincón del mundo, en su último aliento, susurró su nombre.
Y entonces sucedió algo que los cuerpos no pueden explicar,
pero las almas sí.
Ambos murieron el mismo día.
A la misma hora.
Sin saberse.
Sin planearlo.
Como si el universo, finalmente, decidiera unirlos.
Y cuentan que cuando esas dos almas cruzaron el umbral,
se encontraron en un campo de luz,
uno de esos lugares que no pertenecen a la tierra ni al cielo,
y allí estaban: ella, con su sonrisa intacta,
y él, con los ojos húmedos de emoción.
No dijeron nada.
No hacía falta.
Se abrazaron como si hubieran estado esperándose
desde siempre, y sus corazones rotos se armaron
como piezas de un mismo rompecabezas.
Y en ese instante, supieron que lo que vivieron
—aún en la distancia, aún sin tocarlos— fue amor verdadero.
Uno que no conoce cuerpos.
Ni fronteras.
Ni tiempo.
Uno que no se rompe.
Solo espera.
Porque hay almas que no están destinadas a estar juntas en esta vida…
pero que aún así se encuentran.
Se reconocen.
Se aman.
Y se esperan, sin miedo, más allá de la última estrella.
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