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General: PARTE 2 Política fiscal burguesa y política proletaria
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De: ATTACmx (Missatge original) |
Enviat: 08/01/2004 05:39 |
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También el propio Estado burgués se ve forzado, de tiempo en tiempo, a hacer una apelación extraordinaria a la plusvalía para cubrir sus necesidades crecientes sólo que no lo hace bajo la forma del impuesto sino bajo la del empréstito estatal. Estos últimos tienen a veces fines económicos, por ejemplo creación de ferrocarriles o de canales, pero generalmente están destinados a usos completamente improductivos, a la adquisición de cañones y de acorazados, a cubrir los gastos de guerra, etc. Es sorprendente que, en los Estados monárquicos, todo es real, imperial, etc. excepto las deudas. La túnica del soldado es la túnica del rey pero éste último protestaría enérgicamente si se llamasen deudas reales a los préstamos pedidos para pagar la túnica del rey. Esas deudas las abandona generosamente en manos del Estado o de la nación. En este punto hasta el propio absolutismo ruso se muestra, en comparación, altamente republicano. Se pueden parangonar estos empréstitos con las contribuciones voluntarias que se imponían en los tiempos feudales las clases dominantes, la nobleza y el clero, cuando la patria estaba en peligro. Sin embargo hay una pequeña diferencia; los señores feudales no exigían intereses por las sumas que ellos sacrifican en aras de la patria; para el capitalista, los intereses son cosa principal. Los privilegios perpetuos otorgados a los ricos señores territoriales, a los obispos, a los monasterios, a las ciudades, a cambio de sus subsidios, quizá fuesen un equivalente de las rentas perpetuas de nuestras actuales deudas públicas. Después de los gastos militares, los intereses de la deuda pública constituyen, en los Estados modernos, el capítulo más grande del presupuesto de gastos. En Inglaterra sobre un presupuesto de 2 000 millones de marcos, el ejército y la flota absorben alrededor de 800 millones de marcos y los intereses de la deuda nacional 500 millones; en Francia el ejército y la marina alrededor de 700 millones de marcos y los intereses de la deuda 1 000 millones. En el Imperio alemán, los intereses de la deuda no se elevan en verdad más que a 74 millones de marcos, mientras que el ejército y la flota cuestan 700 millones de marcos. Pero este imperio es joven todavía; la guerra de la cual surgió le ha reportado los millones franceses y desde entonces no ha tenido que sostener grandes guerras. En la misma época en que el Imperio alemán, que comenzó a funcionar con una indemnización de guerra de 4 000 millones de marcos, se endeudaba por valor de, hasta la fecha, 2 261 millones de marcos, Inglaterra ha reducido, su deuda pública de 15 600 millones de marcos a 12 400 millones de marcos ( o sea, una disminución de 3 200 millones de marcos) 짯sin necesidad de aranceles sobre cereales, carne, petróleo, etc.짯 ¡Y si se quiere establecer una comparación habría que añadir a la deuda del Imperio alemán la de los Estados confederados! Solamente en Prusia la deuda se eleva a 6 500 millones de marcos, cuyos intereses significaban, en 1898, 229 millones; las deudas públicas de Baviera. Sajonia y Württemberg arrojan en total 2 500 millones. Llegamos pues, sumando las deudas públicas de los diferentes Estados de Alemania, a una cifra casi equivalente a la de Inglaterra con la diferencia de que en Inglaterra la deuda disminuye mientras que en Alemania aumenta rápidamente. Los gastos militares junto con los intereses de la deuda pública constituyen el capítulo el presupuesto de un Estado moderno que, en el caso de eliminarse, proveerían de los medios necesarios, bien para aligerar las cargas de la población, bien para realizar grandes reformas sociales. El desarme general y la suspensión general del pago de intereses de los fondos públicos pondría a disposición de cada una de las grandes potencias más de mil millones de marcos anuales, suma que se podría emplear para estos fines. ¡Con eso ya podía hacerse algo! La bancarrota del Estado un fenómeno extraordinario: sin embargo no queremos afirmar que un régimen como el que nosotros estamos suponiendo aquí, influenciado por el proletariado pero todavía no en situación de triunfar sobre el modo de producción capitalista, se decidiría sin necesidad a suprimir el pago de los intereses. Significaría violar groseramente el principio de igualdad de derecho para todos, el escoger al azar solamente a algunos capitalista y confiscarle sus bienes, y sería tanto menos justificable cuanto que una gran parte de los fondos públicos están precisamente en las manos de los capitalistas más pequeños. La confiscación de los pequeños ahorros de las pequeñas gentes es lo que menos cuadra a las intenciones de un gobierno democrático. Pero también es cierto que un régimen tal como al que nosotros nos referimos, renunciaría de una vez para todas a acudir a nuevos empréstitos e intentaría amortizar la deuda existente con la mayor rapidez posible. Un nuevo empréstito tendría el significado de una sujeción del gobierno al yugo del capital. El empréstito es uno de los medios que emplean los Estados burgueses para poner la plusvalía, que el capital se ha apropiado, a disposición de sus fines estatales. Mas una democracia proletaria no conoce otro modo de apropiación de la plusvalía que el impuesto. Pero naturalmente, por pocos miramientos que la democracia proletaria tenga con el capital, tampoco podrá gravar la plusvalía completamente a su gusto. No puede pensarse en elevar los impuestos anteriormente mencionados hasta el punto de confiscar toda la plusvalía. Recordemos que aquí no tratamos de una comunidad socialista 짯para ella, nuestras explicaciones carecerían de sentido ya que una comunidad que es dueña de los medios de producción, no necesita de impuestos para obtener el sobreproducto, sino que hablamos de una situación en la cual el proletariado tiene ya el suficiente poder político como para ejercer sobre el sistema de impuestos una influencia favorable a sus ideas, pero en la cual domina todavía el modo capitalista de producción. En tanto que así sea, en tanto que, por una u otra razón, la sociedad no está en situación de tomar en sus manos todas las funciones del capital, la plusvalía jugará un papel económico considerable. El capitalista no puede, como antes de él hacían el señor feudal o el aristócrata romano, consumir todo el sobreproducto que le suministran sus obreros. Tiene que “resignarse”, necesita “ahorrar”. No consume más que una parte de la plusvalía, mientras la otra se acumula, es decir, forma nuevo capital. Es esta acumulación de capital la que construye, junto con el adelanto de las ciencias naturales, la gran fuerza del progreso económico de nuestro siglo. Es gracias a estos dos factores por lo que el progreso en este siglo ha sido mucho más rápido que en todos los siglos anteriores, por lo que han sido creadas inmensas fuerzas productivas antes las cuales las antiguas maravillas del mundo parecen enanas, por lo que, por vez primera en la historia, ha surgido la posibilidad de establecer una sociedad socialista sobre la base de una civilización más elevada. Mientras la sociedad no se aprecie de las fuerzas productivas y mientras no regule ella misma su propio desarrollo, impedir la acumulación de capital significaría detener el progreso, obstaculizar las condiciones previas del socialismo. Pero afortunadamente para el progreso, el capital tiene tal tendencia a acumularse que puede soportar sin conmoverse las más rudas embestidas. Las leyes protectoras de los obreros y las organizaciones obreras, hasta el presente, se han mostrado como un medio de promoción y no como obstáculo del progreso económico; no han perjudicado en nada la acumulación del capital, la cual ya ha adquirido tales proporciones que comienza a convertirse en un dilema para los capitalistas. La masa de plusvalía que afluye anualmente a sus cajas es tan considerable que a pesar del lujo más desenfrenado, ellos economizan todavía más dinero del que pueden colocar a fin de obtener más plusvalía. Una serie de bancarrotas estatales 짯Argentina, Portugal, Grecia, etc.짯 y de varias empresas colosales privadas sobre todo el “crack” de Panamá han podido ocurrir estos últimos años sin producir desordenes demasiado graves en la vida económica, sin limitar la capacidad del capital para invertir cientos de millones en empréstitos completamente improductivos y de promover con más potencia que nunca el desarrollo de nuevas industrias y nuevos medios de comunicación. Estos hechos muestran que se puede atacar la plusvalía mucho más de lo que se hace hoy sin temor a comprometer con ello el desarrollo económico. Sería completamente ocioso querer calcular, ni siquiera en forma aproximada, hasta donde podría llegarse en este ataque a la plusvalía. Pero por muy considerables que sean las sumas que, por esta vía, pudiese alimentar las finanzas estatales, no obstante hay que contar con la posibilidad de que fuesen insuficientes para cubrir todos los gastos de un Estado civilizador que quisiese satisfacer todas las exigencias que le impone el deber de elevar a la población entera al nivel de la civilización moderna. En este caso será necesario utilizar un segundo método complementario para adquirir plusvalía: el Estado 짯o respectivamente la comunidad, para la cual vale mutatis lo antedicho짯 deberá producir plusvalía él mismo. De todas maneras le empuja a ello el desarrollo económico y político. Hay una serie de monopolios naturales, actualmente en régimen de propiedad privada 짯minas, grandes vías de comunicación, iluminación etc.짯, cuya explotación perjudica, dada la ausencia de libre competencia, no solamente a los obreros sino también a los consumidores en general. La concentración del capital produce además otros monopolios privados artificiales por medio de cárteles, etc. que tienen efectos similares. No sólo el proletariado, sino la masa entera de la población se subleva contra estos monopolios. Las disecciones legales reguladoras son un sucedáneo muy pobre; no hay más que un medio de poner fin a la explotación de la colectividad, que consiste en la adquisición por la comunidad de los monopolios para continuar ella misma la explotación. Pero mientras los grandes capitalistas tengan el Estado en el puño, como sucede hoy, esto no será ni fácil ni siempre deseable. Por una parte el proletariado no puede desear que el Estado, que les es hostil, extienda su poder; por otra parte los capitalistas tienen la suficiente potencia para impedir unas nacionalizaciones que les son ingratas, como asimismo la tienen para permitirlas únicamente en condiciones en las que ellos serían los únicos beneficiados. En el caso de las nacionalizaciones de los ferrocarriles en Prusia y en Austria, no fueron precisamente los accionista quienes salieron perdiendo. Todas estas dificultades desaparecen en un Estado en el cual el proletariado sea capaz de otorgar a la autoridad pública la suficiente falta de miramientos para con el capital, ya que la masa del pueblo no tiene motivos para recelar de la ampliación de las esferas de poder del Estado cuando éste está enteramente en sus manos. Entonces la nacionalización de los monopolios puede efectuarse rápidamente, con tanta mayor rapidez 짯permaneciendo invariables las demás circunstancias짯 cuando mayores sean las necesidades del Estado y cuando más estrechos sean los límites dentro de los cuales puede gravarse la plusvalía. Y la nacionalización se realizará en todos los casos en condiciones tales que, sin ser una confiscación, asegure en todo caso abundantes ingresos al Estado, quien los podrá emplear para mejorar la situación de los obreros para favorecer los intereses de los consumidores y para la promoción, en gran escala, de la obra civilizadora. La explotación de estos monopolios de Estado no es todavía la explotación socialista sino que funciona en las condiciones dadas de la producción de mercancías y no produce todavía directamente para uso de la sociedad. Pero en principio difiere ya esencialmente de la explotación del monopolio por el Estado burgués. Aquélla, al formar parte de la política fiscal proletaria, es un medio de obtención de plusvalía por parte del Estado,; ésta, que forma parte de la política fiscal burguesa es el medio más eficaz de establecer impuestos indirectos, de encarecer en favor del Estado los artículos de primera necesidad. El criterio para la apropiación de una rama de la producción, en beneficio del monopolio estatal proletario, es el del nivel alcanzado en el modo de producción; las explotaciones burocráticamente organizadas, que de explotaciones personales se han convertido en explotaciones anónimas sociedades por acciones o de sindicatos y que están ya efectivamente fuera de la libre competencia, pueden pasar con mayor facilidad a manos del Estado. El criterio para la aprobación de una rama de la producción, en beneficio del monopolio de Estado burgués, es, por el contrario, la importancia de sus productos como artículos de consumo general, indispensables o superfluos, para la masa de los consumidores (tabaco, aguardiente, sal). El grado de desarrollo de la producción no es tomado en consideración; se encuentran monopolios en ramas atrasadas de la producción donde predomina la pequeña explotación (tabaco); en este caso la concurrencia es eliminada artificialmente, y para alcanzar los ingresos deseados se explota a los consumidores y también los obreros mucho más de lo que lo serían en régimen de libre concurrencia. Así como no se puede confundir el monopolio de Estado con el socialismo, tampoco puede confundirse el monopolio de Estado proletario con el monopolio de Estado burgués. La nacionalización o comunalización de los monopolios, la sustitución de los impuestos progresivos sobre la renta, sobre la riqueza y sobre los derechos de sucesión; la supresión de los empréstitos públicos; he aquí los puntos esenciales de la política fiscal proletaria. Es evidente, y no necesita de más demostraciones, que estas reformas, aligerarían sensiblemente las cargas, no solamente del proletariado, sino también de la masa total de la población trabajadora. Puede incluso decirse que son mucho más importantes para el pequeño artesano, para el comerciante detallista y para el pequeño campesino que para el proletario asalariado que, al menos en algunas de sus capas, está ascendiendo mientras que las otras clases que acabamos de nombrar caminan hacia la ruina. Para las capas proletarias en descenso, la política fiscal burguesa no hace más que retardar este ascenso, mientras que precipita la ruina de las clases sociales en vías de desaparición. Los impuestos gravan aún más pesadamente al pequeño burgués y al pequeño campesino que al obrero asalariado; aquéllos están pues más interesados que éste en el establecimiento de la política fiscal proletaria. Pero la disminución de las cargas de las clases trabajadoras no sería el único resultado de este sistema de impuestos; en todas partes donde la producción capitalista está muy desarrollada y donde por consiguiente, la masa de la plusvalía es muy elevada, el Estado estaría perfectamente capacitado para proseguir una política enérgica, tendiente a asegurar a la población el bienestar y las conquistas de la civilización; cosa que la política fiscal burguesa no puede hacer. La imposición fiscal de la pobreza del pueblo tiene unos límites muy estrechos, a menos que se quiera arruinar a la masa de la población y por consiguiente a toda la sociedad. Mas, por otra parte, con la política fiscal burguesa, la plusvalía estará siempre insuficientemente gravada. Unicamente la política fiscal proletaria puede atacar la plusvalía sin ningún miramiento, únicamente ella puede obtener por la vía del impuesto todas las sumas que la clases capitalista invierte hoy en los empréstitos interiores y exteriores, y aún puede exigir bastante más sin perjudicar el desarrollo de la industria ni desmentir la capacidad de consumo de la burguesía; la creación de plusvalía mediante la nacionalización de los grandes monopolios pone al servicio de la comunidad las más importantes fuerzas productivas de la nación y permite a la autoridad pública utilizar para las tareas de la civilización numerosas fuerzas de trabajo que hoy permanecen desocupadas. Los recursos materiales del Estado y de la comunidad se verán con ello enormemente incrementadas. La concentración creciente del capital proporcionará un campo cada vez más extenso a la explotación estatal y, al multiplicar sus explotaciones, el Estado encontrará indefinidamente nuevas fuentes de ingresos sin ninguna carga para el pueblo. Pero es discutible que el proletariado llegue ninguna vez a establecer efectivamente su propia política fiscal. Eso supone una situación que nosotros hemos adoptado como base de nuestra exposición pero que quizá no se produzca jamás; una gran potencia política del proletariado coexistiendo con una permanencia ininterrumpida del modo de producción capitalista. Dos cosas que se excluyen casi completamente la una de la otra, sólo podrían coexistir por poco tiempo. A pesar de ello nos ha parecido necesario investigar cuál sería el sistema de política fiscal que el proletariado tendría que poner hoy en práctica, si llegase a alcanzar el poder político. La importancia de un objetivo social no disminuye por el hecho de que no se alcance, si ha servido simplemente para indicar la tendencia del movimiento social. La importancia de este movimiento y la precisión con que el objetivo señalado indique el sentido de su marcha es lo que califica la importancia de dicho objetivo. Un movimiento no puede comprenderse claramente más que cuando se han precisado sus fines. Ciertamente, si el proletariado ha conquistado el poder político, la situación social será muy pronto tal que hará superfluo cualquier sistema fiscal encuadrado en el marco que acabamos de trazar; sin embargo, en todo caso, es hoy un objetivo de la democracia proletaria y la influencia política del proletariado se conocerá entre otras cosas en la medida en la cual consiga realizar su sistema fiscal. Mientras más potente sea la socialdemocracia más disminuirán los impuestos indirectos, mayor importancia tendrán los impuestos sobre la renta, sobre la riqueza y sobre la herencia, más se reducirán las deudas públicas y sus intereses, y más rápidamente y con menos gastos se convertirán en monopolios del Estado y de las comunidades los grandes monopolios de los capitalistas.
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