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General: Cuba, socialismo y libertad
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جواب  رسائل 1 من 2 في الفقرة 
من: OmarComas1  (الرسالة الأصلية) مبعوث: 28/02/2004 22:38
Parte 2
 
               
      
      

Cuba, el Socialismo y la libertad (2)

      
      Este artículo fué escrito por el libertario uruguayo Daniel Barret. Lea       la primera       parte. La parte tres esta aqui       

En efecto, los “derechos humanos” no constituyen una materia que pueda       iluminarse mediante el uso de una calculadora; y los propios avances       cubanos en los campos de la educación y la salud pueden relativizarse       severamente si se considera que ambos niveles de actuación han sido       también contínuamente instrumentados como mecanismos de vigilancia y       control estatal, como canales de disciplinamiento y normalización       profundamente autoritarios. Por lo pronto, es necesario reconocer       enfáticamente que mucho de lo que hoy ya está planteado y experimentado,       en otros lugares y en clave de ruptura, en las áreas de la educación y de       las políticas sanitarias, apuntando al protagonismo y a la autonomía de       los “usuarios” de esos servicios e impugnando el monopolio decisional de       sus cuadros jerárquicos, está muy por encima de las pretensiones y de los       logros cubanos en dichas materias. Y ello es así porque la libertad raigal       de los actores de un hecho educativo o de un hecho sanitario no       constituyen motivo de desvelo alguno para la conducción política cubana       sino que dicho lugar ha sido ocupado, sin competencia ni alternativa       posible, por una planificación central que no deja margen reconocible para       las iniciativas y, sobre todo, para el protagonismo de base. En otras       palabras, lo que Fidel Castro y la clase dirigente cubana no pueden llegar       a aquilatar es que los “derechos humanos” sólo se sostienen si se los       concibe no como una acción de gobierno sino precisamente como una vasta       operación resistente, en el máximo grado de energía y radicalidad, contra       los gobiernos.

      


Luego de haber trazado, entonces, un eventual enfoque       â€œalternativo” sobre la temática de los “derechos humanos”, el discurso de       Fidel Castro ingresa de lleno en el territorio de los cuestionamientos       principales. Por muy extenso que sea el pasaje conviene reproducir       textualmente el mismo:

      

A los que tontamente hablan y repiten las consignas imperialistas de       que no existe democracia ni respeto a los derechos humanos en Cuba, les       respondo: nadie puede cuestionar que, a pesar de ser muy pequeño, nuestro       país es hoy el más independiente del planeta, el más justo y solidario. Es       también por largo trecho el más democrático. Existe un Partido, pero éste       no postula ni elige. Le está vedado hacerlo: son los ciudadanos, desde la       propia base, quienes proponen candidatos, postulan y eligen. Nuestro país       goza de una envidiable y cada vez más sólida e indestructible unidad. Los       medios masivos son de carácter público y no pertenecen ni pueden       pertenecer a particulares, no realizan publicidad comercial alguna, no       promueven el consumismo; recrean e informan, educan y no enajenan.

      

Dejemos de lado la inicial invocación patriótica, destinada a       reafirmar la identidad nacional de los concurrentes al acto y pasemos       rápidamente a la defensa, por parte de Fidel Castro, del esquema de       Partido único que, por el simple hecho de no permitir que el tal Partido       postule y elija, constituiría a Cuba -en las percepciones o en los       mensajes de su conducción política- en el régimen más democrático del       mundo. Ante esta afirmación, cabe decir que lo realmente importante aquí       no es que el Partido no postule ni elija a quienes habrán de ser los       ocupantes de los cargos de representación sino a que ello, de todos modos,       se da en un contexto de exclusividad en la acción política y, además, que       tal cosa ha sido así no durante algunos días, semanas o meses sino a lo       largo de más de cuatro décadas en las que la población ha sido       compartimentada y cuadriculada por supervisiones de tipo policíaco. En ese       marco, la virtual fusión entre el Partido único y el Estado -hasta que la       muerte los separe y sin que haya antes o ahora ningún atisbo de       modificación- no puede constituir otra cosa que el contexto incuestionado       e incuestionable de reclutamiento y formación de una clase dominante; sin       importar demasiado que lo sea no por la propiedad de los medios de       producción sino por ese elemento configurador decisivo que consiste en la       posesión, validada jurídicamente en lo interno, de prerrogativas políticas       diferenciales y permanentes. En ese marco, por lo tanto, no hay ni puede       haber posibilidad real alguna de avanzar en la socialización de las       decisiones ni de coexistir con ninguna subjetividad política colectiva que       contradiga los dictados del Partido único. Ergo: ese contexto, ese marco,       no es ni puede ser, bajo ningún aspecto racionalmente concebible, ya no un       campo de realización de la libertad en sus formas más extremas y acabadas       sino ni siquiera de las libertades civiles básicas o, si se prefiere, de       los “derechos humanos”.

      


Menos puede ser todavía un campo de realización de la       libertad si, además, “los medios masivos de comunicación son de carácter       público”, puesto que en ese marco de articulaciones ello sólo quiere decir       que los mismos se inscriben, precisamente, en el territorio de fusiones       entre el Estado y el Partido y, por lo tanto, se conforman no como un       espacio social abierto sino como propiedad privada de la clase en el       poder. Situación con agravantes, también, toda vez que se considere que el       complejo Estado-Partido es la única instancia legitimada, en esa       específica configuración de poder, para hacer usos y abusos, para extender       prohibiciones y permisos, en todo cuanto tenga que ver incluso con las       libertades más elementales. Expresarse -a través de un fanzine, una radio       o una pared; por medio de una novela, una canción, una mesa redonda o una       simple catarsis callejera-, asociarse -con quien sea y por la razón que       mejor le venga en gana a cada cual- desplazarse -de una provincia a otra,       de un país a otro o a Jauja y Cucaña si alguien se encaprichara en       realizar tal viaje- o hacer con el cuerpo propio las contorsiones, muecas       y gestos que cada persona tenga a bien imaginar en la circunstancia que       mejor le plazca son tan sólo algunas de las propiedades y capacidades       sociales y hasta biológicas básicas que, en Cuba, han sido subsumidas en       ese omnipotente agujero negro de atribuciones y privilegios en el que sólo       los altos funcionarios del Estado y los principales dirigentes del Partido       Comunista -y ni siquiera todos ellos, llegado el caso- están relativamente       a salvo de los análisis, los exámenes, las inspecciones, las radiografías       y las censuras del poder.
Una vez ubicado el punto decisivo de la       cuestión en torno a los “derechos humanos” vale la pena dejar el discurso       del 1º de mayo de lado, extender un poco más nuestras consideraciones y       realizar ahora una observación de cercanías sobre algunos de los       mecanismos que habitualmente entran en juego en estos casos y abren       espacios de malabarismos retóricos en los que Fidel Castro ha demostrado       ser un maestro impar. De tal modo, podremos constatar que la propia       Constitución cubana ofrece generosamente un conjunto de libertades que       nada tienen que envidiar a las que son habituales en las constituciones       liberales o en las múltiples declaraciones históricas conocidas sobre los       â€œderechos humanos”. Así, por ejemplo, la libertad de palabra y de prensa       resulta garantizada por el artículo 53, donde se afirma que “las       condiciones materiales para su ejercicio están dadas por el hecho de que       la prensa, la radio, la televisión, el cine y otros medios de difusión       masiva son de propiedad estatal o social y no pueden ser objeto, en ningún       caso de propiedad privada”; algo que -según se sostiene allí mismo-       â€œasegura su uso al servicio exclusivo del pueblo trabajador y del interés       de la sociedad”. Sin embargo, todo el capítulo constitucional en el que       quedan establecidas las libertades elementales se  desmorona       estrepitosamente al llegar a su artículo 62, el cual nos brinda la       información contextualizadora y determinante de que “ninguna de las       libertades reconocidas a los ciudadanos puede ser ejercida contra lo       establecido en la Constitución y las leyes, ni contra la existencia y       fines del Estado socialista, ni contra la decisión del pueblo cubano de       construir el socialismo y el comunismo”. Esto, por supuesto, debe ser       leído conjuntamente con el artículo 5, que reza así: “El Partido Comunista       de Cuba, martiano y marxista-leninista, vanguardia organizada de la nación       cubana, es la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado, que       organiza y orienta los esfuerzos comunes hacia los altos fines de la       construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista”.       Ahora, finalmente, nos percatamos que las libertades graciosamente       concedidas sólo pueden ser usadas en esa estrecha franja de sociabilidades       y quehaceres sobre los cuales el Partido Comunista no haya impartido       todavía las directivas correspondientes ni se sienta particularmente       molesto por el contenido de aquellas opiniones o iniciativas que no han       tenido lugar en su propio seno.

      


Considérense, adicionalmente, disposiciones como las       contenidas en el artículo 39 donde se dice que el Estado “fundamenta su       política educacional y cultural en los avances de la ciencia y la técnica,       el ideario marxista y martiano, la tradición pedagógica progresista cubana       y la universal” o que “es libre la creación artística siempre que su       contenido no sea contrario a la Revolución” y tendremos ante nosotros una       trama jurídica de efectos perversos, que rubrica y consagra una cierta       forma de ejercicio del poder en la que todo aquello que acontece por fuera       del Partido único y gobernante es inmediatamente sospechoso, escasamente       merecedor de confianza y susceptible de condena y punición. El pueblo y su       revolución han sido, conceptualmente y en los hechos, incorporados,       cooptados y asfixiados en el Estado, el Estado se ha fusionado con el       Partido y el Partido está sujeto a un liderazgo unipersonal vitalicio,       inmarcesible, capaz de identificarse con la sabiduría misma y que       interpreta a voluntad y sin objeciones todo cuanto pueda decirse de       â€œrevolucionario”, legítimo y provechoso sobre la política y la economía,       el trabajo y el ocio, la familia y la educación, la ciencia y el arte, el       deporte y la sexualidad: he aquí, frente a nuestra incapacidad de       entendimiento, una auténtica teocracia laica que persiste en arrogarse la       construcción del “socialismo” y monopolizar sus definiciones y       sentidos.

      


Esta trama articulada y cerrada de concepciones fuertemente       estatistas y autoritarias han sido, históricamente, el sustento       teórico-ideológico de la represión a todos aquellos que intenten oponerse       de palabra o de hecho a las directivas gubernamentales. Los anarquistas       cubanos, como corriente claramente definida de pensamiento y acción, bien       lo saben -al igual que tantos otros-, no han sido ajenos a esos extremos       y, prácticamente desde los comienzos mismos del proceso de cambios, han       sido perseguidos, encarcelados e incluso “ajusticiados” por haber       planteado orientaciones poco gratas a una conducción política que       rápidamente se desembarazó de algunos de los más caros sueños       revolucionarios de la inicial gesta anti-batistiana. De ello hay       abundantes y confiables testimonios; algunos de los cuales pueden       considerarse todavía relativamente próximos, aun cuando luego se extravíen       en la larga noche de los tiempos. Así, por ejemplo, pese a las enormes       dificultades de comunicación y a una recurrente nebulosa informativa se       hizo posible saber que a principios de los años 80, en medio de algunos       conatos de organización de sindicatos independientes, fue reprimido el       llamado Grupo Zapata, bajo la pueril acusación de “sabotaje       industrial”.  El saldo de las acciones punitivas del Estado no pudo       ser más lamentable y, de acuerdo a ciertas fuentes, hubo que computar la       muerte por torturas, en el centro de detención de Villa Marista, de       Caridad Parón o el asesinato de Ramón Toledo Lugo y Armando Hernández o la       condena a 30 años de prisión de los hermanos Carlos, David y Jorge Cardo,       de Jesús Varda, de Israel López Toledo y de Timoteo Toledo Lugo. Un       trabajoso flujo de noticias apenas si podía dar cuenta, en 1989, que       todavía sobrevivía, probablemente en el Combinado del Este, próximo a La       Habana, el militante libertario Ángel Donato Martínez.
A pesar de       estas cosas, una y otra vez reafirmadas y confirmadas, la marmórea e       imperturbable elocuencia de Fidel Castro seguirá repitiendo, como lo       hiciera en el acto del último 1º de mayo que “Cuba ocupa ya lugares       cimeros en el mundo muy difíciles de superar en un creciente número de       esferas fundamentales para garantizar la vida y los más esenciales       derechos políticos, civiles, sociales y humanos, a fin de asegurar el       bienestar y el porvenir de nuestro pueblo”. No obstante, más allá de las       permanentes prédicas, las incesantes locuacidades y las invencibles       vocaciones propagandísticas, el hecho incontrastable es que la única       respuesta que podemos dar a la primera pregunta que delimita nuestro       asunto es que la clase dirigente cubana -como cualquier clase dirigente,       por otra parte, aunque con derroteros históricos y particularidades       intransferibles de una a otra- no respeta los “derechos humanos” de su       gente ni muestra mayor disposición a confiar en su libre albedrío, en su       voluntad individual y/o colectiva, en su autonomía y en su capacidad de       decidir en cada momento y como parte de un proyecto histórico instituyente       sobre sus vidas, sus preferencias y sus muertes.

      

Pero, entonces, si de acuerdo a ciertas pautas convenidas       tácitamente y más o menos comunes no podemos encontrar allí el respeto y       la consideración que habitualmente exige la izquierda para los “derechos       humanos”, ¿cuál es la razón por la que aquello que es inaceptable o       insuficiente en cualquier otra parte del mundo puede ser aceptable y       suficiente en Cuba? ¿cuál es la concepción subyacente y no siempre       explícita que permite sostener indignaciones hemipléjicas e incoherencias       varias? En principio, parece claro que la peripecia cubana sigue       exponiendo a su modo -y no sin algún tipo de razón- el enfrentamiento       mítico entre David y Goliath; entre la entereza y el coraje de los débiles       y la arrogancia y la prepotencia de los absolutamente fuertes. Más aún:       una vez estallara en mil pedazos el bloque soviético y se extraviara la       proyección histórica de un campo “socialista” política y económicamente       integrado, la imagen que Cuba comenzó a irradiar, como complemento del       embargo norteamericano, fue similar a la de la heroica y solitaria       resistencia de Numancia frente al imperio romano. Esa innegable situación       de desvalimiento unida a la decisión de continuar su  propio        camino  de  construcción  del  “socialismo”        dotaron  a  la  experiencia cubana -ya en los años 90 del       siglo XX- de atractivos redoblados, de admiraciones y solidaridades       abroqueladas y poco dispuestas a una aproximación crítica con respecto a       algunos derroteros que, si bien no eran enteramente nuevos, encontraban       ahora una justificación adicional. Entonces, dadas ciertas manifestaciones       -tanto de corrientes políticas opositoras o resistentes y más o menos       organizadas como de cubanos comunes y silvestres sin otras necesidades que       los simples gestos de “indisciplina”-, la represión subsiguiente,       inmediata o más largamente pensada, siguió ubicándose en un cuadro       compuesto por tres tipos de explicaciones alternativas o complementarias.       En primer lugar, la represión se justificaría porque -aún asignándoles       escasa gravitación y tratándolos como un mero producto ficcional de la       propaganda enemiga- los objetivos de la misma no son más que “enfermos       sociales” sin capacidad para integrarse armónicamente con las formas       establecidas de ejercicio del poder o minorías necesitadas de un intenso       proceso de “re-educación”. Se sostiene, también, que la represión estaría       justificada por cuanto se aplica sólo contra elementos decididamente       â€œcontrarrevolucionarios”, “gusanos”, “servidores del imperialismo” y otros       fascinerosos de idéntica calaña. Por último, la represión se justificaría       también -y he aquí la formulación políticamente más sofisticada- como una       práctica provisoria y preventiva del Estado sobre la cual no es sostenible       ningún pronunciamiento externo y de pretensión superior que violente el       principio absolutamente innegociable de la “autodeterminación de los       pueblos”: así, la represión se conocerá y será nominada como represión en       cualquier lugar del planeta, mientras que en Cuba tendrá el privilegio de       transformarse en el legítimo ejercicio de la soberanía.

      


Sin embargo, cada uno de estos supuestos difícilmente se       sostendría por sí mismo de no ser por la recurrente invocación a las       agresiones norteamericanas; ubicuas, omnipresentes, causa primera y       realidad última, según las explicaciones oficiales, de todas las       desgracias. Sin embargo, sostener aquí -como lo haremos- que dicha       explicación es, en su cansadora monotonía, absolutamente insuficiente, no       quiere decir que los Estados Unidos no hayan ofrecido en el correr del       tiempo sobradas razones para el mantenimiento de tal discurso. Los Estados       Unidos vuelven, perseverantemente, a enrostrarle a América y al mundo su       inacabable batería de crueldades y de guarangadas, tal como lo hicieran       recientemente al acusar a Cuba de la fabricación de armas biológicas, a       modo de antesala de eventuales represalias directamente militares en el       marco de su campaña universal de lucha contra el “terrorismo”. La propia       persistencia del embargo económico norteamericano -abonado y engordado en       los últimos tiempos por las leyes Helms-Burton y Torriccelli- no puede       explicarse más que como el efecto combinado de una saña de proyecciones       absolutistas en lo que hace al “nuevo orden mundial” y de la necesidad de       congraciarse con el “radicalismo” político de los exiliados cubanos; los       que, hace ya bastante tiempo, reportan importantes réditos electorales y a       los que George Bush junior debe agradecer nada menos que su acceso a la       presidencia de los Estados Unidos que, como es notorio, se resolvió       precisamente en la Florida.



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من: OmarComas1 مبعوث: 28/02/2004 23:22
Parte 3
 
 
               
      
      

Cuba, el Socialismo y la libertad (3)

      
      Este artículo fué escrito por el libertario uruguayo Daniel Barret. Lea       la segunda       parte. La parte cuatro esta aqui       

El cuadro de interminable y torpe intolerancia diplomática que han       dibujado los Estados Unidos -con sus correspondientes e indigeribles       materializaciones- ha permitido que la conducción política cubana pudiera       presentarse frente a su pueblo y al orbe todo como la dirección militar de       un país en guerra. Así, Cuba resulta ser una sociedad en estado de alerta,       inflamada por el patriotismo y fuertemente movilizada toda vez que       resuenan los clarines de la agresión externa. De tal modo, la diversidad,       la disidencia y la disonancia que la dinámica innegablemente interna de la       sociedad cubana produce -a partir de sus propias y específicas relaciones       de poder- son decodificadas y resignificadas en el contexto de       beligerancias previamente trazado, alineadas involuntariamente junto a las       fuerzas del enemigo y combatidas como si realmente se tratara de una       división regular del Pentágono. Cuba está, entonces, en guerra y si,       además, esa guerra es librada por David contra Goliath o por Numancia       contra el imperio romano nunca habrán de faltar simpatías que       inmediatamente estén dispuestas a justificar el conjunto y la parte en       aras de la unidad nacional que haga posible la resistencia y la victoria.       La guerra es, por ende, la excusa mayor y el trasfondo de unificación y       uniformización societal necesarias que todo lo justifica; incluso si se       percibe y se acepta que la misma ha tenido fases perfectamente       diferenciadas. La guerra actual no es aquella que comenzara con el asalto       al cuartel Moncada ni exactamente la misma que pudo visualizarse       cruentamente en Bahía de Cochinos o la que ostentara su virtual aureola       atómica cuando la crisis de los misiles en 1962, ni es idéntica a la que       se libró en los tiempos en que se creía posible “crear dos, tres, muchos       Vietnams”, ni es tampoco la que llevó a miles de soldados cubanos a los       campos de batalla africanos. Sin embargo, sea como sea, para la conducción       política cubana es absolutamente vital trazar un arco de continuidades y       acoger bajo el manto de una misma epopeya todo lo acontecido desde el       asalto al cuartel Moncada hasta nuestros días: la guerra es contra el       imperio, “patria o muerte” y “venceremos".       

No obstante, cabe recordar ahora que no a toda nación perseguida y en       guerra la izquierda estará dispuesta a justificarle cualquier cosa ni a       suscribir de inmediato sus acrobáticas explicaciones. A la hora de juzgar,       por ejemplo, las recientes acciones bélicas del Estado de Israel nadie en       la izquierda vacilará demasiado en calificarlas como crímenes de guerra y       es harto dudoso que alguien pueda considerarlas como dispositivos       “defensivos” que se justificarían en la incalificable barbarie nazi sobre       el pueblo judío. Para cualquier analista u observador en sus cabales y       animado por elementales sentimientos de respeto hacia las personas, la       guerra desatada por los Estados Unidos contra Afganistán no justificaba       bajo ningún aspecto concebible que las mujeres afganas no pudieran, bajo       el gobierno de los talibanes, cursar estudios superiores o se vieran       drásticamente limitadas en su posibilidad de abocarse a vulgares paseos       callejeros. No: las guerras ni explican ni justifican solamente por si       mismas aquellos exabruptos o excesos que en cualesquiera otras       circunstancias serían tenidos como violaciones a los “derechos humanos”;       de la misma manera que no constituyen, tampoco, una secuencia lineal de       causalidades capaz de abarcar también los procesos internos que poca       relación guardan con las cadenas de potencialidades que aquéllas liberan.       Porque, en definitiva, no debería haber demasiado lugar a vacilaciones       para concluir que la disidencia o la resistencia cubana no es meramente un       reflejo de “enfermedad social” alguna ni se agota en las conspiraciones       “imperialistas” ni se resuelve en el marco de prestidigitaciones retóricas       de la mentada “autodeterminación de los pueblos”. Entre otras cosas,       porque las “enfermedades” y las “conspiraciones” no constituyen más que       una explicación pueril y simplista -una burda reducción de la realidad       social al formato de la guerra- y, además, porque la propia       autodeterminación de los pueblos no puede ser confundida, bajo ningún       aspecto, con la autodeterminación de los gobiernos; salvo bajo aquella       intrigante operación intelectual en la que unos y otros son       escandalosamente identificados y tomados como si se tratara de un mismo       actor. En definitiva, es el propio andamiaje hegemónico de       auto-referencias discursivas el que permite que una minoría dirigente se       reserve, por sí y ante sí, las prerrogativas de realizar diagnósticos       médicos y militares, al tiempo que dice expresar y administrar cuanto       pueda haber de sano en el pasado, el presente y el futuro de un pueblo al       que se le ha secuestrado su capacidad de autodeterminación real.       

No hay violación alguna a la “autodeterminación de los pueblos” si se       acepta que delegaciones de otros pueblos visiten Cuba, se pronuncien sobre       Cuba y, eventualmente, también puedan hacer llegar su solidaridad -de la       forma que sea necesaria y posible- a los diferentes sectores de la       oposición o de la resistencia. En definitiva, no puede dejar de llamar la       atención que haya un antagonismo tan cerril a una visita inspectiva de la       ONU cuando a ninguno de los protestones de turno se le ocurrió colgar sus       alaridos del cielo en ocasión de los viajes expedicionarios realizados por       personajes de dudosísima imparcialidad como Juan Pablo II y James Carter.       ¿No será que la “autodeterminación de los pueblos” sólo parece invocarse       en toda aquella ocasión en que el gobierno cubano no haya hecho las       correspondientes invitaciones o admisiones oficiales? ¿Es que en Cuba sólo       el gobierno y no el pueblo tiene la facultad de abrir las puertas cuando       se le ocurre o de cerrarlas a cal y canto si así lo desea? Y, por       supuesto, desde nuestro punto de vista y tal como lo hemos dicho desde un       principio, no se trata de defender la facultad inspectiva de la ONU, cuyas       orientaciones están permanentemente sujetas, en primer lugar, a sus       diagramas internos de poder y, acto seguido, a consideraciones       coyunturales sin posibilidad de maquillaje. De lo que sí se trata, en       cambio, es de defender la facultad de “injerencia” de las organizaciones       populares de base de cualquier lugar del mundo o de organismos       probadamente independientes en todo cuanto tenga que ver con la formación       de condiciones para una práctica autónoma de sus homónimas cubanas. Y se       trata de que sea así por cuanto ello también ha sido así en infinidad de       otras ocasiones y porque la experiencia ha permitido aquilatar que tales       â€œinjerencias” han tenido muy saludables efectos toda vez que han sido       necesarias y posibles. Una vez más, para nosotros sólo se trata de ser       coherentes y de aceptar que en Cuba tengan lugar las mismas cosas que se       han saludado y aplaudido con efusión en otras partes y no replicar       aquellas infaustas clausuras  mentales  al  estilo        del  genocida  Jorge  Rafael  Videla  cuando       respondió -frente a intentos investigativos externos a su criminal       dictadura- que los argentinos no necesitaban aval alguno puesto que eran       probadamente “derechos” y “humanos”. Sin embargo, seguimos encontrando que       la izquierda uruguaya -y buena parte también de la latinoamericana- salva       olímpicamente todos esos escollos y continúa defendiendo a capa y espada       las orientaciones del Partido Comunista cubano. No obstante ello, desde       nuestro punto de vista, ¿es posible sostener indefinidamente que sólo son       atendibles, creíbles y confiables las explicaciones dadas por la       conducción cubana suprimiendo así toda posibilidad de construir un módico       código común y de librar un debate racional en torno a cualquier punto       concebible, reduciendo así los gestos políticos sucesivos a triviales       actos de fe?       

Llegados a este punto, cabe hacer un repaso de las conclusiones que       hemos ido extrayendo. Desde nuestro punto de vista, ha quedado dicho y       probado que la clase dirigente cubana no respeta los “derechos humanos” de       su gente en los términos convencionales en que tales cosas son entendidas       por la izquierda en cualquier otro lugar del mundo. Hemos visto, también,       que el trasfondo de justificaciones se reduce a una situación de guerra       entre el inconmensurablemente fuerte y el infinitamente débil, con toda la       carga de emocionalidades y apasionamientos que ese trazado convoca en       forma prácticamente instantánea. Pero, hemos concluído además que la       disidencia cubana responde en última instancia no al escueto y dicotómico       trazado de la guerra sino a razones inconfundiblemente endógenas y       bastante más complejas de lo que se está dispuesto a reconocer; algunas de       las cuales sólo guardan una relación tenue o inexistente con las acciones       de los Estados Unidos. Al mismo tiempo, aun cuando se aceptara       textualmente el formato que la dirigencia cubana quiere para su guerra,       tampoco esa situación hipotética permitiría extender un salvoconducto de       eternas impunidad y autarquía que impidiera una observación crítica y a       fondo. Por último, asumiendo a título expreso que la izquierda ha resuelto       convivir con un margen amplio y cierto de incoherencia y que a la       dirección del Partido Comunista cubano se le extiende un cheque en blanco       y se la saluda por aquello mismo que en cualquier otro caso merecería una       enérgica condena, seguimos sin encontrar una respuesta que nos resulte       enteramente satisfactoria sobre las razones de tal actitud política. Una       vez más, nos preguntamos: ¿por qué? ¿por las glorias del pasado -el       romanticismo de la Sierra Maestra y la mística de los barbados       combatientes o el heroísmo de los milicianos que enfrentaron la invasión       de Playa Girón- y/o por encarnar el destino de la historia?       

Esta última, precisamente, parece ser la respuesta y la explicación que       hemos estado buscando: el elemento articulador subyacente de todas las       justificaciones que la izquierda uruguaya y latinoamericana está dispuesta       a ofrendar a la conducción política cubana es una cierta concepción del       cambio social y de los procesos revolucionarios en los países dependientes       -con sus correspondientes y predeterminadas fases “transicionales”- que       fuera paradigmática durante los años 60 y 70, comenzara a desdibujarse en       la década de los 80 y acabara por ubicarse, en términos relativos y en su       forma concreta, fuera del escenario histórico real luego de la       espectacular y repentina implosión del bloque soviético. Según esa       concepción, en su versión marxista original, el socialismo se actualiza       como posibilidad histórica real a partir de una fase de contradicción       entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de       producción que hasta ese momento las han encauzado. Pero, contrariamente a       lo que Marx y Engels habían supuesto, las contracciones del parto no       habrían de plantearse primeramente en los países capitalistas más       avanzados sino que, de acuerdo a las correcciones y aportes de Lenin, ello       habría de darse en “los eslabones más débiles de la cadena imperialista”;       una convicción que, en los años 50 en forma embrionaria y en los años 60       de manera contundente, pasó a identificarse territorialmente con los       procesos de descolonización o de liberación nacional que se planteaban con       fuerza extraordinaria y considerable extensión en Africa, Asia y América       Latina. Las revoluciones sobrevinientes, entonces, tendrían un formato       preconcebido con una etapa inicial de “realizaciones democráticas       avanzadas” -acordes con el desarrollo de las fuerzas productivas y con la       necesaria confluencia de las burguesías nacionales o incluso de       mesianismos militares “progresistas”-, para abrir luego, como en el caso       cubano, un rápido tránsito a la construcción del “socialismo”. La historia       no tenía, entonces, reversibilidades ni misterios y el único enigma que       debían resolver la estrategia y la práctica política era la formación de       los frentes nacionales de liberación, reduciéndose así las soluciones       standards a una dialéctica de acumulación de fuerzas en torno y en contra       del “enemigo principal”. Todo aquel que se enfrentara al imperialismo era,       por lo tanto, un aliado real o potencial y un inconfundible compañero de       ruta en la edificación de un mundo nuevo que, inexorablemente, habría de       llegar.       

Esa concepción mecanicista y evolucionista de la historia -excusa       teórica mayor para una nueva variante de imposición del viejo adagio       maquiavelista de que el fin justifica los medios- conduce al absurdo de       que la principal regla de evaluación no consiste en determinar las       “bondades” de los amigos sino las “maldades” de los enemigos: basta con       aislar y derrotar a quien en cada coyuntura se presente como el “enemigo       principal” para que las leyes intrínsecas a los procesos de cambio       favorezcan como por casualidad y descuido la llegada redentora y       milenarista del socialismo. Mientras se esté enfrentando a quien en cada       etapa haga las veces de “enemigo principal”, el trabajo concienzudo y       directo en pos de los objetivos fundamentales -de cuño claramente       socialista y libertarizante- puede tranquilamente postergarse para las       calendas griegas. Esa concepción, por supuesto, fue bajo su forma       anti-imperialista la infraestructura teórico-política sobre la que se       cimentó una multitud de derrotas y retrocesos de los movimientos populares       a lo largo y a lo ancho del mundo entero durante los años 60 y 70 hasta el       momento de su crisis letárgica en la década de los 80. Sin embargo, es la       misma concepción que vuelve a manifestarse de manera refractaria y       reluctante toda vez que se suscita alguna emergencia o algún “ataque” a       propósito del proceso cubano. Y ello es así por cuanto Cuba, cual Numancia       rediviva, es todavía el recuerdo vivo y palpitante de aquellas gestas       sobre las cuales se apoyó el enfrentamiento anti-imperialista de los años       60 y la promesa sobreviviente de la construcción “socialista”. Sin       embargo, esas convicciones y sus correspondientes actitudes políticas no       suponen más que la restauración retardada y ahistórica de una práctica que       ha conducido una y otra vez al fracaso y que ha dejado librado al azar -o,       lo que es lo mismo, a la entelequia de una vaporosa “legalidad” histórica-       el problema capital de la construcción socialista. Digámoslo ahora,       entonces, en forma absolutamente rotunda: la construcción socialista se       vuelve una quimera irrealizable si la misma está permanentemente       supeditada a esquemas deterministas de evolución histórica que todo lo       cifran, etapa tras etapa, en la acumulación de fuerzas al estilo leninista       en torno al “enemigo principal”. Persistir en ello no es hoy más que un       sarpullido de nostalgia, necesitado del anti-imperialismo a la antigua       usanza como instancia superior de legitimación pero también de cierta       inimputabilidad gratuitamente adquirida. Entonces, si la clave de todo el       asunto consiste en discernir si efectivamente se está construyendo el       socialismo en Cuba, ha llegado el momento de tomar ese esquivo toro por       sus correspondientes guampas.



 
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