|
|
Cuba, el Socialismo y la libertad (2)
Este artículo fué escrito por el libertario uruguayo Daniel Barret. Lea
la primera
parte. La parte tres esta aqui
En efecto, los “derechos humanos” no constituyen una materia que pueda
iluminarse mediante el uso de una calculadora; y los propios avances
cubanos en los campos de la educación y la salud pueden relativizarse
severamente si se considera que ambos niveles de actuación han sido
también contínuamente instrumentados como mecanismos de vigilancia y
control estatal, como canales de disciplinamiento y normalización
profundamente autoritarios. Por lo pronto, es necesario reconocer
enfáticamente que mucho de lo que hoy ya está planteado y experimentado,
en otros lugares y en clave de ruptura, en las áreas de la educación y de
las políticas sanitarias, apuntando al protagonismo y a la autonomía de
los “usuarios” de esos servicios e impugnando el monopolio decisional de
sus cuadros jerárquicos, está muy por encima de las pretensiones y de los
logros cubanos en dichas materias. Y ello es así porque la libertad raigal
de los actores de un hecho educativo o de un hecho sanitario no
constituyen motivo de desvelo alguno para la conducción política cubana
sino que dicho lugar ha sido ocupado, sin competencia ni alternativa
posible, por una planificación central que no deja margen reconocible para
las iniciativas y, sobre todo, para el protagonismo de base. En otras
palabras, lo que Fidel Castro y la clase dirigente cubana no pueden llegar
a aquilatar es que los “derechos humanos” sólo se sostienen si se los
concibe no como una acción de gobierno sino precisamente como una vasta
operación resistente, en el máximo grado de energía y radicalidad, contra
los gobiernos.
Luego de haber trazado, entonces, un eventual enfoque
âalternativoâ sobre la temática de los âderechos humanosâ, el discurso de
Fidel Castro ingresa de lleno en el territorio de los cuestionamientos
principales. Por muy extenso que sea el pasaje conviene reproducir
textualmente el mismo:
A los que tontamente hablan y repiten las consignas imperialistas de
que no existe democracia ni respeto a los derechos humanos en Cuba, les
respondo: nadie puede cuestionar que, a pesar de ser muy pequeño, nuestro
país es hoy el más independiente del planeta, el más justo y solidario. Es
también por largo trecho el más democrático. Existe un Partido, pero éste
no postula ni elige. Le está vedado hacerlo: son los ciudadanos, desde la
propia base, quienes proponen candidatos, postulan y eligen. Nuestro país
goza de una envidiable y cada vez más sólida e indestructible unidad. Los
medios masivos son de carácter público y no pertenecen ni pueden
pertenecer a particulares, no realizan publicidad comercial alguna, no
promueven el consumismo; recrean e informan, educan y no enajenan.
Dejemos de lado la inicial invocación patriótica, destinada a
reafirmar la identidad nacional de los concurrentes al acto y pasemos
rápidamente a la defensa, por parte de Fidel Castro, del esquema de
Partido único que, por el simple hecho de no permitir que el tal Partido
postule y elija, constituiría a Cuba -en las percepciones o en los
mensajes de su conducción política- en el régimen más democrático del
mundo. Ante esta afirmación, cabe decir que lo realmente importante aquí
no es que el Partido no postule ni elija a quienes habrán de ser los
ocupantes de los cargos de representación sino a que ello, de todos modos,
se da en un contexto de exclusividad en la acción política y, además, que
tal cosa ha sido así no durante algunos días, semanas o meses sino a lo
largo de más de cuatro décadas en las que la población ha sido
compartimentada y cuadriculada por supervisiones de tipo policíaco. En ese
marco, la virtual fusión entre el Partido único y el Estado -hasta que la
muerte los separe y sin que haya antes o ahora ningún atisbo de
modificación- no puede constituir otra cosa que el contexto incuestionado
e incuestionable de reclutamiento y formación de una clase dominante; sin
importar demasiado que lo sea no por la propiedad de los medios de
producción sino por ese elemento configurador decisivo que consiste en la
posesión, validada jurídicamente en lo interno, de prerrogativas políticas
diferenciales y permanentes. En ese marco, por lo tanto, no hay ni puede
haber posibilidad real alguna de avanzar en la socialización de las
decisiones ni de coexistir con ninguna subjetividad política colectiva que
contradiga los dictados del Partido único. Ergo: ese contexto, ese marco,
no es ni puede ser, bajo ningún aspecto racionalmente concebible, ya no un
campo de realización de la libertad en sus formas más extremas y acabadas
sino ni siquiera de las libertades civiles básicas o, si se prefiere, de
los âderechos humanosâ.
Menos puede ser todavía un campo de realización de la
libertad si, además, âlos medios masivos de comunicación son de carácter
públicoâ, puesto que en ese marco de articulaciones ello sólo quiere decir
que los mismos se inscriben, precisamente, en el territorio de fusiones
entre el Estado y el Partido y, por lo tanto, se conforman no como un
espacio social abierto sino como propiedad privada de la clase en el
poder. Situación con agravantes, también, toda vez que se considere que el
complejo Estado-Partido es la única instancia legitimada, en esa
específica configuración de poder, para hacer usos y abusos, para extender
prohibiciones y permisos, en todo cuanto tenga que ver incluso con las
libertades más elementales. Expresarse -a través de un fanzine, una radio
o una pared; por medio de una novela, una canción, una mesa redonda o una
simple catarsis callejera-, asociarse -con quien sea y por la razón que
mejor le venga en gana a cada cual- desplazarse -de una provincia a otra,
de un país a otro o a Jauja y Cucaña si alguien se encaprichara en
realizar tal viaje- o hacer con el cuerpo propio las contorsiones, muecas
y gestos que cada persona tenga a bien imaginar en la circunstancia que
mejor le plazca son tan sólo algunas de las propiedades y capacidades
sociales y hasta biológicas básicas que, en Cuba, han sido subsumidas en
ese omnipotente agujero negro de atribuciones y privilegios en el que sólo
los altos funcionarios del Estado y los principales dirigentes del Partido
Comunista -y ni siquiera todos ellos, llegado el caso- están relativamente
a salvo de los análisis, los exámenes, las inspecciones, las radiografías
y las censuras del poder. Una vez ubicado el punto decisivo de la
cuestión en torno a los âderechos humanosâ vale la pena dejar el discurso
del 1º de mayo de lado, extender un poco más nuestras consideraciones y
realizar ahora una observación de cercanías sobre algunos de los
mecanismos que habitualmente entran en juego en estos casos y abren
espacios de malabarismos retóricos en los que Fidel Castro ha demostrado
ser un maestro impar. De tal modo, podremos constatar que la propia
Constitución cubana ofrece generosamente un conjunto de libertades que
nada tienen que envidiar a las que son habituales en las constituciones
liberales o en las múltiples declaraciones históricas conocidas sobre los
âderechos humanosâ. Así, por ejemplo, la libertad de palabra y de prensa
resulta garantizada por el artículo 53, donde se afirma que âlas
condiciones materiales para su ejercicio están dadas por el hecho de que
la prensa, la radio, la televisión, el cine y otros medios de difusión
masiva son de propiedad estatal o social y no pueden ser objeto, en ningún
caso de propiedad privadaâ; algo que -según se sostiene allí mismo-
âasegura su uso al servicio exclusivo del pueblo trabajador y del interés
de la sociedadâ. Sin embargo, todo el capítulo constitucional en el que
quedan establecidas las libertades elementales se desmorona
estrepitosamente al llegar a su artículo 62, el cual nos brinda la
información contextualizadora y determinante de que âninguna de las
libertades reconocidas a los ciudadanos puede ser ejercida contra lo
establecido en la Constitución y las leyes, ni contra la existencia y
fines del Estado socialista, ni contra la decisión del pueblo cubano de
construir el socialismo y el comunismoâ. Esto, por supuesto, debe ser
leído conjuntamente con el artículo 5, que reza así: âEl Partido Comunista
de Cuba, martiano y marxista-leninista, vanguardia organizada de la nación
cubana, es la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado, que
organiza y orienta los esfuerzos comunes hacia los altos fines de la
construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunistaâ.
Ahora, finalmente, nos percatamos que las libertades graciosamente
concedidas sólo pueden ser usadas en esa estrecha franja de sociabilidades
y quehaceres sobre los cuales el Partido Comunista no haya impartido
todavía las directivas correspondientes ni se sienta particularmente
molesto por el contenido de aquellas opiniones o iniciativas que no han
tenido lugar en su propio seno.
Considérense, adicionalmente, disposiciones como las
contenidas en el artículo 39 donde se dice que el Estado âfundamenta su
política educacional y cultural en los avances de la ciencia y la técnica,
el ideario marxista y martiano, la tradición pedagógica progresista cubana
y la universalâ o que âes libre la creación artística siempre que su
contenido no sea contrario a la Revoluciónâ y tendremos ante nosotros una
trama jurídica de efectos perversos, que rubrica y consagra una cierta
forma de ejercicio del poder en la que todo aquello que acontece por fuera
del Partido único y gobernante es inmediatamente sospechoso, escasamente
merecedor de confianza y susceptible de condena y punición. El pueblo y su
revolución han sido, conceptualmente y en los hechos, incorporados,
cooptados y asfixiados en el Estado, el Estado se ha fusionado con el
Partido y el Partido está sujeto a un liderazgo unipersonal vitalicio,
inmarcesible, capaz de identificarse con la sabiduría misma y que
interpreta a voluntad y sin objeciones todo cuanto pueda decirse de
ârevolucionarioâ, legítimo y provechoso sobre la política y la economía,
el trabajo y el ocio, la familia y la educación, la ciencia y el arte, el
deporte y la sexualidad: he aquí, frente a nuestra incapacidad de
entendimiento, una auténtica teocracia laica que persiste en arrogarse la
construcción del âsocialismoâ y monopolizar sus definiciones y
sentidos.
Esta trama articulada y cerrada de concepciones fuertemente
estatistas y autoritarias han sido, históricamente, el sustento
teórico-ideológico de la represión a todos aquellos que intenten oponerse
de palabra o de hecho a las directivas gubernamentales. Los anarquistas
cubanos, como corriente claramente definida de pensamiento y acción, bien
lo saben -al igual que tantos otros-, no han sido ajenos a esos extremos
y, prácticamente desde los comienzos mismos del proceso de cambios, han
sido perseguidos, encarcelados e incluso âajusticiadosâ por haber
planteado orientaciones poco gratas a una conducción política que
rápidamente se desembarazó de algunos de los más caros sueños
revolucionarios de la inicial gesta anti-batistiana. De ello hay
abundantes y confiables testimonios; algunos de los cuales pueden
considerarse todavía relativamente próximos, aun cuando luego se extravíen
en la larga noche de los tiempos. Así, por ejemplo, pese a las enormes
dificultades de comunicación y a una recurrente nebulosa informativa se
hizo posible saber que a principios de los años 80, en medio de algunos
conatos de organización de sindicatos independientes, fue reprimido el
llamado Grupo Zapata, bajo la pueril acusación de âsabotaje
industrialâ. El saldo de las acciones punitivas del Estado no pudo
ser más lamentable y, de acuerdo a ciertas fuentes, hubo que computar la
muerte por torturas, en el centro de detención de Villa Marista, de
Caridad Parón o el asesinato de Ramón Toledo Lugo y Armando Hernández o la
condena a 30 años de prisión de los hermanos Carlos, David y Jorge Cardo,
de Jesús Varda, de Israel López Toledo y de Timoteo Toledo Lugo. Un
trabajoso flujo de noticias apenas si podía dar cuenta, en 1989, que
todavía sobrevivía, probablemente en el Combinado del Este, próximo a La
Habana, el militante libertario Ãngel Donato Martínez. A pesar de
estas cosas, una y otra vez reafirmadas y confirmadas, la marmórea e
imperturbable elocuencia de Fidel Castro seguirá repitiendo, como lo
hiciera en el acto del último 1º de mayo que âCuba ocupa ya lugares
cimeros en el mundo muy difíciles de superar en un creciente número de
esferas fundamentales para garantizar la vida y los más esenciales
derechos políticos, civiles, sociales y humanos, a fin de asegurar el
bienestar y el porvenir de nuestro puebloâ. No obstante, más allá de las
permanentes prédicas, las incesantes locuacidades y las invencibles
vocaciones propagandísticas, el hecho incontrastable es que la única
respuesta que podemos dar a la primera pregunta que delimita nuestro
asunto es que la clase dirigente cubana -como cualquier clase dirigente,
por otra parte, aunque con derroteros históricos y particularidades
intransferibles de una a otra- no respeta los âderechos humanosâ de su
gente ni muestra mayor disposición a confiar en su libre albedrío, en su
voluntad individual y/o colectiva, en su autonomía y en su capacidad de
decidir en cada momento y como parte de un proyecto histórico instituyente
sobre sus vidas, sus preferencias y sus muertes.
Pero, entonces, si de acuerdo a ciertas pautas convenidas
tácitamente y más o menos comunes no podemos encontrar allí el respeto y
la consideración que habitualmente exige la izquierda para los âderechos
humanosâ, ¿cuál es la razón por la que aquello que es inaceptable o
insuficiente en cualquier otra parte del mundo puede ser aceptable y
suficiente en Cuba? ¿cuál es la concepción subyacente y no siempre
explícita que permite sostener indignaciones hemipléjicas e incoherencias
varias? En principio, parece claro que la peripecia cubana sigue
exponiendo a su modo -y no sin algún tipo de razón- el enfrentamiento
mítico entre David y Goliath; entre la entereza y el coraje de los débiles
y la arrogancia y la prepotencia de los absolutamente fuertes. Más aún:
una vez estallara en mil pedazos el bloque soviético y se extraviara la
proyección histórica de un campo âsocialistaâ política y económicamente
integrado, la imagen que Cuba comenzó a irradiar, como complemento del
embargo norteamericano, fue similar a la de la heroica y solitaria
resistencia de Numancia frente al imperio romano. Esa innegable situación
de desvalimiento unida a la decisión de continuar su propio
camino de construcción del âsocialismoâ
dotaron a la experiencia cubana -ya en los años 90 del
siglo XX- de atractivos redoblados, de admiraciones y solidaridades
abroqueladas y poco dispuestas a una aproximación crítica con respecto a
algunos derroteros que, si bien no eran enteramente nuevos, encontraban
ahora una justificación adicional. Entonces, dadas ciertas manifestaciones
-tanto de corrientes políticas opositoras o resistentes y más o menos
organizadas como de cubanos comunes y silvestres sin otras necesidades que
los simples gestos de âindisciplinaâ-, la represión subsiguiente,
inmediata o más largamente pensada, siguió ubicándose en un cuadro
compuesto por tres tipos de explicaciones alternativas o complementarias.
En primer lugar, la represión se justificaría porque -aún asignándoles
escasa gravitación y tratándolos como un mero producto ficcional de la
propaganda enemiga- los objetivos de la misma no son más que âenfermos
socialesâ sin capacidad para integrarse armónicamente con las formas
establecidas de ejercicio del poder o minorías necesitadas de un intenso
proceso de âre-educaciónâ. Se sostiene, también, que la represión estaría
justificada por cuanto se aplica sólo contra elementos decididamente
âcontrarrevolucionariosâ, âgusanosâ, âservidores del imperialismoâ y otros
fascinerosos de idéntica calaña. Por último, la represión se justificaría
también -y he aquí la formulación políticamente más sofisticada- como una
práctica provisoria y preventiva del Estado sobre la cual no es sostenible
ningún pronunciamiento externo y de pretensión superior que violente el
principio absolutamente innegociable de la âautodeterminación de los
pueblosâ: así, la represión se conocerá y será nominada como represión en
cualquier lugar del planeta, mientras que en Cuba tendrá el privilegio de
transformarse en el legítimo ejercicio de la soberanía.
Sin embargo, cada uno de estos supuestos difícilmente se
sostendría por sí mismo de no ser por la recurrente invocación a las
agresiones norteamericanas; ubicuas, omnipresentes, causa primera y
realidad última, según las explicaciones oficiales, de todas las
desgracias. Sin embargo, sostener aquí -como lo haremos- que dicha
explicación es, en su cansadora monotonía, absolutamente insuficiente, no
quiere decir que los Estados Unidos no hayan ofrecido en el correr del
tiempo sobradas razones para el mantenimiento de tal discurso. Los Estados
Unidos vuelven, perseverantemente, a enrostrarle a América y al mundo su
inacabable batería de crueldades y de guarangadas, tal como lo hicieran
recientemente al acusar a Cuba de la fabricación de armas biológicas, a
modo de antesala de eventuales represalias directamente militares en el
marco de su campaña universal de lucha contra el âterrorismoâ. La propia
persistencia del embargo económico norteamericano -abonado y engordado en
los últimos tiempos por las leyes Helms-Burton y Torriccelli- no puede
explicarse más que como el efecto combinado de una saña de proyecciones
absolutistas en lo que hace al ânuevo orden mundialâ y de la necesidad de
congraciarse con el âradicalismoâ político de los exiliados cubanos; los
que, hace ya bastante tiempo, reportan importantes réditos electorales y a
los que George Bush junior debe agradecer nada menos que su acceso a la
presidencia de los Estados Unidos que, como es notorio, se resolvió
precisamente en la Florida.
|