Playa Girón: réquiem al imperialismo
Robert Taber
(periodista de la cadena norteamericana CBS)
Mis recuerdos revolotean sin acabar de posarse cuando trato de reapresar los detalles del combate (de todos los combates) y armar esas piezas dispersas en un todo coherente. Mis recuerdos son sólo pedazos y fragmentos de impresiones, semejantes a los cristalitos transparentes y opacos de un vitral. La cuestión estriba en saber dónde va cada uno. Muchos parecen ser intrascendentes y, sin embargo, con frecuencia ésos son los más vívidos.
Fuimos muy de mañana a Playa Larga, Ernesto el fotógrafo y yo. En el camino, cerca de la playa, un tanque Sherman; en una zanja el tanque, un monstruo baldado, yaciendo sobre uno de sus flancos con el hocico de su cañón apuntando impotente hacia el cielo luminoso, amenazando inútilmente a una nube viajera. Escenario neutro, insignificante -cielo luminoso, espejeo del agua, blanco camino polvoriento- hasta que uno empezaba a advertir cosas que al principio no habían llamado la atención, censuradas quizás por un subconsciente cauteloso.
En el camino, casi al borde del agua, el cuerpo de un soldado boca abajo. En la zanja donde estaba el tanque destruido, los cuerpos de dos soldados rebeldes más, jóvenes, acurrucados como si durmieran, con el rostro apacible y los ojos cerrados, el brazo y el hombro de uno de ellos arrancado de cuajo, la carne viva y los huesos astillados expuestos al sol y a las moscas como despojos de una carnicería. (La guerra no es "agradable". El que crea que voy a escribir sobre ella en forma agradable, puede irse al diablo).
Sus armas rotas, una granada intacta, las cartucheras de balas calibre 50 esparcidas por el suelo, y lleno de hoyos, como picado de viruela, el terraplén ametrallado por un avión...contaban la historia de violencia y de muerte que había tenido lugar en Playa Larga el día anterior, y decían de la valiente resistencia que se había hecho allí.
La muerte acechaba todavía desde los tupidos matorrales que bordeaban el camino. El enemigo, al retirarse, había dejado francotiradores a retaguardia que de cuando en cuando disparaban furtivamente al paso de los vehículos. El peligro mayor estaba en el cielo. Varias veces un grito de advertencia: !avión!, nos lanzó, corriendo a la desbandada, hacia el estrecho amparo de los árboles.
Entonces empezaron a reventar ante nuestras narices proyectiles de artillería, y nos dijeron que era nuestra propia artillería que empezaba a batir los matorrales para aplastar cualquier posible resistencia antes de que se lanzara un asalto en gran escala de la infantería rebelde.
Regresamos a la comandancia y y salimos de nuevo a fotografiar en acción las baterías de obuses que disparaban con formidable entusiasmo y disciplinada precisión. Allí hablamos un momento con Fernández, el capitán jefe de operaciones (activo, sonriente, cortés y marcial: un prototipo de soldado) y nos enteramos de que el enemigo todavía dominaba Playa Girón, que el punto de acceso más cercano a Playa Girón era Playa Larga y que hasta que la artillería no terminara su tarea no tendríamos nada mejor que hacer que irnos a almorzar.
Magnífica guerra, me dije, con visitas a lugares interesantes y ataques aéreos por la mañana, y tiempo para salir a almorzar como un antiguo generalote chino.
Fuimos a almorzar a Jagüey, y aprovechamos la ocasión para conseguir algunas naranjas que traía un camión del Central Australia y para ver a un paracaidistas que había sido capturado, un jovencito, ruboroso y asustado que no tendría más de diecinueve años y muy poco que decir, excepto que estaba allí.
Cuando regresamos por la tarde, Playa Larga estaba despejada. Las zanjas poco profundas que habían cavado los invasores era todo lo que quedaba de su macabra estancia en el lugar. A los cuerpos de los campesinos degollados por los hombres-rana que entrenara la CIA (puede estarse seguro de que el Pentágono es capaz de hacer las cosas con un realismo mucho mayor que el de las peores películas de Hollywood), ya hacía rato que se los habían llevado. Nuestros tanques avanzaban traqueteando en dirección a Playa Girón y esperamos, comiendo naranjas -teníamos sed y muy poca agua- y conversando con los milicianos y mirando hacia algo que parecía un destructor norteamericano que rondaba a unas millas de la costa.
Es de noche. La larga hilera de hombres, camiones y avituallamiento y baterías antiaéreas se pone en marcha. Se oyen innumerables sirenas de alarma, el tableteo de las antiaéreas, detonaciones sordas que nos indican que hacia donde avanzamos están estallando las bombas y haciendo explosión los cohetes incendiarios. Cada señal de alarma supone abandonar los cañones y zambullirnos en los matorrales. Vemos los aviones elevarse hacia el cielo después de haber dejado caer su carga a gran distancia de nosotros.
Cada vez que se acercan nos tiramos al suelo de cabeza, pero los muchachos que manejan las antiaéreas (que son muchachos, efectivamente: ninguno tiene más de veinte años) mantienen tranquilamente su posición en mitad del camino, haciendo girar los cañones, y esperando lo que venga. Son artilleros prácticos, de pies a cabeza, que no tienen tiempo para vuelos de la imaginación.
De pronto pasa un gran avión de transporte que avanza suavemente desde el mar hacia la faja de tierra que constituye la cabeza de playa enemiga. Es un hermoso espectáculo el que ofrecen las trazadoras de nuestras antiaéreas al converger en él desde todas direcciones, formando un precioso diseño en la oscuridad, contra un fondo musical de !pum-pum-pum-pum! !pum-pum-pum-pum! Parecía que el avión fuera a caer, agujereado, como una gran falena, pero desilusionados vimos cómo seguía alejándose tranquilamente para luego, quizás (esperábamos fervientemente que así fuera) caer al mar.
Un miliciano que está con nosotros nos hace saber, sin poner ningún énfasis especial en sus palabras -para él aquella situación no parecía ser en absoluto nada del otro mundo- que durante 24 horas había estado prisionero de los contrarrevolucionarios. Lo habían capturado en Playa Girón y reclutado contra su voluntad, poniéndole un Garand en las manos para que lo usara en Playa Larga contra "los comunistas".
Aquello revelaba la abismal estupidez de esa gente que había acabado por tragarse su propia propaganda y creía que el pueblo cubano sólo estaba aguardando la más ligera oportunidad para "libertarse a sí mismo".
El ex-prisionero, un robusto y atezado campesino treintón, dijo que los contrarrevolucionarios habían dejado de presionarlo mucho, tan pronto como descubrieron que era cubano.
"Me preguntaron si era ruso o checo -añadió riendo entre dientes- y después insistieron en que les dijera el número de tropas chinas que había con nosotros, y cosas por el estilo".
Huelga decir que el prisionero no tenía la más mínima intención de usar su flamante Garand contra alguien que no fuera precisamente alguno de sus captores. Cuando los proyectiles de artillería y las bombas cubanas empezaron a estallar en Playa Larga, realizó una discreta retirada y se reincorporó a sus compañeros de la Milicia.
Es de noche. Estoy decidido a llamar a esta la Batalla de los Cangrejos. Enormes cangrejos moros horadan, rasgan, chocan y se arrastran en todas direcciones. En el fragor de la batalla no me importa encontrarme en un cuerpo a cuerpo con cualquiera, pero, francamente, las cosas que se arrastran y roen me ponen nervioso. El sueño no acababa de llegar. Sigo sentado sobre una frazada que conseguí prestada, listo para entrarles a tiros a los cangrejos, que parecen sentirse tan temerosos de mi como yo de ellos.
Sea lo que fuere, lo cierto es que desciendo de los simios: no me gusta dormir en el suelo.
Hay, a propósito, un montón de cosas que detesto. Vengo de una antigua estirpe de monos y críticos. Detesto, por ejemplo, ver a un animoso muchachón comiéndose una naranja en la deslumbrante claridad del mediodía y, un rato después, ver cómo una bomba le arranca de cuajo la cabeza. Es algo que me hace estremecer.
Soy demasiado viejo para que un hecho físico, concreto, me desquicie. Puesto que nuestros amigos son humanos, es su risa lo que amamos, y su coraje y otras tantas cosas impalpables, y no sus retorcidos intestinos. Sin embargo, no deja de impresionarme un poco ver un par de cadáveres acurrucados que no están ni sentados ni acostados del todo, sobre un lecho de brazas, con las llamas chamuscando su piel, el humo negro ascendiendo, los muñones apuntando hacia un cielo implacable, en el velorio que sigue a los ataques incendiarios (con bombas incendiarias Made in USA, mister Kennedy, bombarderos B-26 que Usted mandó para acá, !Usted, vástago orgulloso de Gordon y Harvard, flor de la aristocracia de New England!)
bajo cuyos efectos dos autobuses destrozados arden todavía en mitad del camino. Una visión infernal, concebida en Harvard y puesta sobre papel en el Pentágono.
Como dije, la escena no me desquiciaba totalmente, porque no soy tan joven y he visto correr la sangre otras veces. De todos modos, me dije, bueno, si yo fuera el padre de uno de esos muchachos, ahora mismo le entraba a mordidas al mundo... Y luego de meditar un poco más: En fin, son mis hermanos, !y por Dios, que no dejaré de enseñarme a mí mismo, con mi desgraciada máquina de escribir, cómo entrarle a mordidas al mundo!.
Y resollando un poco al tomar este tipo de decisiones, volví al acecho.
Los milicianos habían sido asombrosamente bien entrenados, dado el corto tiempo de que había dispuesto la Revolución; y debido a la total ausencia de tradición militar, quedaba a salvo la tradición de las guerras de independencia de la Isla. No obstante, quedan duras lecciones que aprender.
Ernesto me había dejado solo y fui con varios miembros de un batallón de morteros, a quienes me había pegado, a buscar agua. !Había que verlos! Conversaban mientras atravesaban los matorrales como si estuviéramos dirigiéndonos a un picnic. Pensé: !Déjame rogar porque salgamos vivos de ésta! Resultó. Al día siguiente nos enteramos de que los matorrales estaban plagados de enemigos. Fue un milagro que no nos cepillaran como patos de un tiro al blanco.
Finalmente, nos pusimos a hostigar a los cangrejos.
Amanece. El cielo está estrellado todavía. De pronto, el zumbido de un avión, uno grandazo, volando pesadamente sobre el mar y el pum-pum-pum de las antiaéreas. Las trazadoras, nos indican que el tiro se queda corto. El avión prosigue su vuelo con la misma tranquilidad que un autobús, dobla la esquina -por decirlo así- sobre la faja de tierra que es cabeza de playa enemiga y, helo aquí que de pronto empieza a procrear, como un pez grisáceo y obsceno depositando sus huevos en la limpia claridad de la mañana. Los huevos se comban y se desparraman y descienden por todas partes. !Paracaidistas! El enemigo está tratando de apuntalarse para hacer un último gesto de defensa en Playa Girón.
Ahora, a ambos lados del camino marchan largas columnas de hombres que llegan hasta donde alcanza la vista, y en el medio los tanques y las antiaéreas y los camiones de suministro. De un lado, la gente de Efigenio Ameijeiras -la Policía Revolucionaria y miembros del Ejército Revolucionario. Del otro, hacia el mar, los milicianos. Avanzan a zancadas, seguros de sí mismos; cualquiera podría pensar que han dormido toda la noche en una buena cama y se han levantado a tomar un buen desayuno.
En realidad, fue un miserable sueño, con el estómago vacío tras dos días de brega, con breves respiros, y estábamos marchando desde mucho antes de que saliera el sol, desde antes de ver el avión y los paracaidistas. Y a pesar de ello, los hombres avanzaban como si estuvieran en un maratón, cada uno de ellos ansioso por tener el honor de ser el primero en morir.
La muerte no está lejos. Está empezando la batalla. He alcanzado el frente de la columna y me encuentro entre los matorrales, en una estrecha faja de tierra entre el camino y el mar, con un escuadrón que está al mando de un joven capitán que no cesa de decirnos que estamos moviéndonos como un rebaño de elefantes y que tenemos que despabilarnos si es que queremos ganar aunque sea una sola guerra. Tratamos de desplegarnos por dondequiera para aprovechar la protección de las malezas y, en general, de "despabilarnos".
Al pelotón delantero se le asigna la tarea de capturar los paracaidistas que sea posible. La idea es buena, pero impracticable, ya que pronto se hace evidente que los tanques Sherman del enemigo están bastante cerca de nosotros, y no traemos bazookeros. Nos hemos internado bastante; ahora nos retiramos unos centenares de metros, moviéndonos a través de los bancos de coral que están al borde de la playa, en lugar de hacerlo por los matorrales, y entrando a éstos de nuevo tomamos posiciones y nos ponemos a esperar.
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