EN LA ZAGA DEL SOCIALISMO REAL: GORBACHOV
Jorge Gómez Barata
Los recientes comentarios sobre Cuba realizados por Mijail Gorbachov en Miami han hecho correr las tintas; no tanto por su contenido sino por la paradoja que encierran: el hombre que clavó el penúltimo clavo en el ataúd de la primera y más trascendental experiencia socialista, 17 años después, mira con respeto a la Revolución Cubana.
Según sus propias palabras, la intención del ex Secretario General era reformar la URSS, no destruirla. Aquel era su país, él era uno de sus constructores y es obvio que conducirlo eficazmente era más meritorio y estimulante que aniquilarlo. Con el naufragio de la URSS, Gorbachov perdió más que ganar.
Tal vez su error fue comenzar las reformas por donde debió terminarlas. Para aquella sociedad, al menos para la mayoría, el socialismo era un valor incorporado, una parte de su ser nacional y probablemente un elemento del “chovinismo gran ruso”. Si bien el régimen carcomido por el burocratismo no era del agrado de parte de la población, tampoco la democracia y la transparencia al estilo norteamericano eran sus prioridades.
A diferencia de lo ocurrido en Europa Oriental donde el socialismo fue llevado desde fuera y establecido al margen de sus realidades, en Rusia llegó mediante la Revolución Bolchevique, un hecho autóctono, de indiscutible relevancia histórica y para ellos, glorioso.
En la Unión Soviética, como también ocurrió en China, Vietnam, Corea y Cuba, el socialismo se asoció a la liberación nacional y de clase, al fin de la opresión extranjera, al rescate de las riquezas y la identidad nacionales y a grandes transformaciones sociales queridas por mayorías identificadas con lideres de la talla de Lenin, Maosedong, Ho Chi Minh, Kin Il Sung y Fidel Castro. En ninguno de esos países, el socialismo fue un retroceso ni significó opresión, sino todo lo contrario.
Era conocido que los soviéticos que resistieron y sobrevivieron a la Primera Guerra Mundial, la guerra civil y a la intervención extranjera, al stalinismo y la invasión del fascismo alemán durante la II Guerra Mundial y asumieron los retos de la Guerra Fría criticaban a su sistema, a su gobierno y a la cúspide del partido, pero también era evidente que la inmensa mayoría no aspiraban al exterminio del sistema y no sospechan que eso pudiera ocurrir. Cualquiera que los hubiera convocado para liquidar el poder soviético, hubiera durado lo que un merengue en la puerta de la escuela. De haber podido elegir, el pueblo soviético no hubiera votado por la disolución de la URSS.
Quienes los conocimos, vivimos temporadas allí, accedimos a su intimidad, entramos a las inmensas profundidades de su país, llegamos a entender su lengua y compartimos su pan (no el duro y negro) y además disfrutamos de su literatura épica, su cine y su arte realista, no tan malo como dicen los intelectuales snob, sabemos lo mucho que ellos amaban a su Patria por la que combatieron y trabajaron con impar heroísmo y de la que nunca hubieran renegado.
Los soviéticos lamentaban su atraso especialmente el de su economía, sobre todo en áreas relacionadas con los servicios, el confort, el nivel y la calidad de la vida y padecían sus carencias. Denunciaban la evasión por el alcohol y estaban hartos de racionamientos y de prohibiciones absurdas, de los excesos de control sobre sus vidas y su intimidad, eran sensibles al déficit de democracia y criticaban las violaciones de la legalidad socialista desde el poder, les repugnaba la corrupción entronizada en las estructuras de dirección y rechazaban los privilegios.
Ellos mismos se mofaban del aburrido y por momentos monacal estilo de vida, sin actividad nocturna ni espacio para el pecado o la frivolidad, que se les impuso en nombre de una insólita comprensión de la austeridad que asoció la mentalidad proletaria con lo gris, lo escaso, lo pobre, tosco y lo chapucero e identificó la diversión con la decadencia.
Los más jóvenes que conocían el hambre y el frío sólo por las historias de sus mayores, se quejaban de su comida, aunque nutritiva, repetitiva, de sus viviendas y ropas estandarizadas, denostaban de su parque automovilístico en el que lo más novedoso en los noventa era un modelo FIAT de los setenta. No estaban satisfechos con su prensa que parecía de otro planeta, detestaban la simulación y la formalidad que como taras congénitas afectaban las estructuras de participación y decisión, sus elecciones y el estilo de sus líderes. Gorbachov los alegró cuando convocó al Partido y a la sociedad a cambiar lo que debía ser cambiado, asumiendo posiciones críticas frente al inmovilismo.
Aquellos mismos soviéticos que creían merecer más de lo que tenían, sobre todo respecto al consumo, disfrutaban su condición de ciudadanos de una superpotencia y del orgullo de haberla construido y eran inmensamente felices con las realizaciones de su país que derrotó a Napoleón y a Hitler. Me consta que en la época previa a la perestroika les encantaba ser lo que eran y su ego nacional era alimentado por victorias que disfrutaban como hacen todos los pueblos forjados en la lucha y la competencia. Retar a Estados Unidos y superarlo en algunos campos, como ocurrió en la carrera espacial les proporcionaba un inmenso placer. El pueblo soviético era parte del poder soviético, no su adversario.
Gorbachov se equivocó al enfocar sus prioridades y privilegió reformas en la superestructura política antes que en la economía, el bienestar y el nivel de vida y erró al permitir que se utilizara la glasnov para emprender una despiadada y poco rigurosa revisión de la historia del socialismo. De ese modo desató fuerzas que no pudo controlar.
A su favor habría que alegar que el derrumbe con efecto dominó en los países de Europa Oriental crearon una situación insostenible. El último Secretario General no tuvo el tiempo a su favor ni la posibilidad de graduar los cambios y menos aplazarlos. Obligado a actuar lo hizo con determinación, aunque con tácticas mal elegidas. De haber avanzado en otras direcciones, como luego hicieron chinos y vietnamitas, tal vez hubiera podido diseñar mejor los cambios políticos, ganar tiempo y evitar el desastre. Naturalmente, está por ver si las fuerzas internas y externas que lo presionaban le hubieran concedido los márgenes de maniobra necesarios.
No se puede ignorar que, a diferencia de otros estados socialistas, la Unión Soviética desempeñaba roles a escala mundial, era responsable por el equilibrio de la correlación de mundial de fuerzas y centro de trascendentales decisiones relacionadas con el control de armas, la limitación de las pruebas nucleares y el desarme.
Aprovechando esas circunstancias, a la vez que le tendían una trampa tras otra, lo traicionaban del modo más infame y lo arrastraban a la carrera de armamentos, Thacher, Reagan y el Papa, secundados por la gran prensa camelaban a Gorbachov que podía verse en las portadas de las grandes revistas, era recibido como un âigualâ en la Casa Blanca y Downing Street, se le distinguía con el Premio Nóbel y era proclamado âEl hombre del añoâ por la revista Timesâ. Eran dardos envenenados para los que su metabolismo político no tuvo defensas.
Tampoco Gorbachov estaba solo en el ring, figuras como Boris Yeltsin y Eduard Shevardnadze que evidentemente actuaron según sus propias agendas; así como muchas otras, menos conspicuas aunque con enorme influencia en los aparatos del poder, deben haber ejercido sobre él una nefasta influencia. Muchos conspiraron a la vez contra la URSS y contra el mismo Gorbachov.
Nunca he escuchado o leído que Gorbachov haya alardeado de haber sido el verdugo del comunismo soviético, aunque tampoco conozco que lamentara su papel. Durante años, a falta de otras evidencias, me he sumado a los que le otorgan el beneficio de la duda y asumen que, aunque equivocado, no obró de mala fe. Sus recientes y respetuosas declaraciones sobre Cuba, y sus expresiones de confianza en sus líderes refuerzan esa percepción.