José Ramón Blázquez

http://www.deia.com/es/impresa/2006/08/05/bizkaia/iritzia/276889.phpBuscar la verdad es el principal propósito humano y lo que da sentido a la vida. Y en esa búsqueda perpetua uno tiene que enfrentarse a falsedades obvias y a la peligrosa especie de las verdades aparentes: las verdaderas mentiras, que también podrían llamarse mentiras con prestigio. Son las realidades tenidas como auténticas, pero que esconden una entidad mixtificada y sutilmente embustera. Son las verdades virtuales que triunfan en una sociedad carente de la actitud crítica necesaria para filtrar los innumerables mensajes que recibe y distinguir lo fidedigno de lo inverosímil: no nos faltan datos para no ser engañados, nos basta con disponer de criterios éticos solventes que nos ayuden a determinar lo que está bien y lo que está mal, sencillamente, la misma diferencia que existe entre la libertad y la tiranía.

La revolución cubana -objeto de culto para una selecta opinión- es una de las más genuinas mentiras verdaderas. Cuba es una dictadura, una brutal y absoluta opresión, que se constata en la negación de las libertades básicas, así como en los miles de exilados, presos y represaliados por Castro y el partido único. Cuando visité La Habana, hace pocos años, tuve la evidencia irrefutable de la miseria de sus gobernantes y del conformismo ignorante de la mayoría popular, aliados para hacer más duradero el despotismo. Ésta es la verdad. Y la falsedad maquillada es que se trata de un régimen heroico, que resiste las injerencias y el embargo hostil de su vecino, el todopoderoso imperio norteamericano, desde hace casi cincuenta años. Según esta leyenda pueril, el pequeño país caribeño, como un David desaliñado, le habría ganado la partida al Sansón yanqui, con la honda de la dignidad y el sacrificio épico de todo un pueblo. Ésta es una verdadera mentira: bella, pero repugnante.

Desmontar los tópicos revolucionarios es fácil. Para no ser seducidos por la verdadera mentira de la revolución castrista es preciso, primero, separar la realidad objetiva del sistema cubano de la influencia del bloqueo económico norteamericano ejercido sobre la isla; y, segundo, debemos deslindar poder político y pueblo. La obsesiva estrategia de la Casa Blanca respecto de Cuba, de Kennedy a Bush, ha sido tan contraproducente que ha provocado la paradoja de que el mejor aliado de Fidel resulta ser Estados Unidos, reforzando y prolongando la dictadura al ponerla a la defensiva y convirtiendo a un paranoico tirano en héroe nacional ante su pueblo, que queda así doblemente condenado: a la desesperada carencia de libertad y a la pura precariedad a causa del injusto bloqueo. Unos porque dicen amar al pueblo cubano y otros porque dicen querer salvarlo, tienen a la nación cubana muertita de terror y hambre.

El comandante ha manejado con pericia los sentimientos de agravio de la sociedad cubana, como lo hicieron antes otras dictaduras: toda esclavitud exige una perversa administración sentimental, además del uso de la fuerza. Éste es el caldo de cultivo del régimen, exportado a la conciencia occidental para crear el mito del pueblo resistente y el líder justiciero. La izquierda y muchos intelectuales amparan la revolución de Fidel como víctima del imperio, lo que demuestra la supervivencia del alma antidemocrática del socialismo europeo y sus complejos de fracaso por lo que fue la trágica aventura del comunismo. ¿Escucharemos algún día a IU, a Batasuna e incluso al PSOE y a los cómodos artistas vascos y españoles, puño en alto en la tribuna, una palabra de piedad por la privación de libertad a los cubanos?

Por muy antinorteamericano que sea uno, no puede eludir el juicio moral sobre una realidad opresora: no hay circunstancias que disculpen unas dictaduras sí y otras no, y es radicalmente inaceptable la exculpación de la dictadura cubana por las contradicciones e insuficiencias de la democracia, "el menos malo de todos los sistemas políticos". Y si eran inadmisibles los condicionantes históricos a los que los franquistas recurrían para justificar la sublevación militar, tampoco es válido apelar al bloqueo para acreditar el totalitarismo de Castro, ni siquiera por sus supuestos buenos resultados en materia educativa, sanitaria y social en comparación con la mayoría de los pueblos latinoamericanos. ¿Era menos dictadura la de Pinochet porque Chile disfrutase en su tiempo una economía pujante? ¿O acaso Franco era razonablemente autoritario porque España registrara un fuerte desarrollo económico y social, en todo caso discutible? Ni hospitales ni pantanos validan tiranías.

El mito del apoyo popular masivo a la revolución castrista es parte de la verdadera mentira sobre Cuba. Es imposible discernir la auténtica opinión de un pueblo acostumbrado durante décadas, y mentalizado desde la escuela más sectaria, al paternalismo. No veo diferencias objetivas entre las fervientes muestras de afirmación socialista en La Habana a las manifestaciones de adhesión inquebrantable al Caudillo en la plaza de Oriente madrileña, salvando distancias y maneras. Además, la red de vigilancia personal desarrollada por la revolución, que ha convertido a cada cubano en espía y chivato de su vecino, ha acabado, como el resto de las libertades, con la libertad de opinión y pensamiento de los súbditos de Castro.

Ahora que Fidel agoniza y su movimiento nepótico se extingue con él, no es suficiente tener esperanza. Hay que poseer fortaleza moral para alcanzar la democracia. Si mal nos caen Castro y sus partidarios, por liberticidas, no menos penosos nos parecen los anticastristas de Miami, dudosamente demócratas. ¿No es absurdo que los buenos cubanos del exilio se radiquen en el país que está causando, mediante el embargo, un daño terrible e inútil a sus compatriotas? Ahí empieza la antiestética de la oposición cubana: su discurso está impregnado de la tutela norteamericana y desposeído por tanto del patriotismo imprescindible para liberar Cuba y transitarla hacia la democracia. Pero lo más difícil no está en lo político o en salvar las conquistas sociales de la revolución, sino en cómo reconciliar a un pueblo en el que unos han vigilado y delatado a otros, y si los chivatos y carceleros podrán ser perdonados por sus víctimas. A Cuba, tras años de escuchar mentiras, le llega la hora de decir las verdades