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De: Ruben1919  (Missatge original) Enviat: 12/12/2012 13:50
De la guerra fría al Informe Kruschov

EL DRÁSTICO GIRO EN LA HISTORIA DE LA IMAGEN DE STALIN

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Por Domenico Losurdo

Tras la desaparición de Stalin -escribe el filósofo italiano DOMENICO LOSURDO - se sucedieron imponentes manifestaciones de duelo: en el transcurso de su agonía «millones de personas se agolparon en el centro de Moscú para rendir el último homenaje» al líder que habÍa muerto (...).

[Img #8003]

El prof. Domenico Losurdo, nació en Sannicandro di Bari (Italia) en 1941, constituye uno de los principales [Img #8004]filósofos italianos de la actualidad, cercano al comunismo. Se le conoce sobre todo por su postura crítica con la situación de este país.
Cursó los estudios de filosofía en Tubinga (Alemania) y en Urbino (Italia), donde se doctoró con una tesis sobre Karl Rosenkranz, dirigida por Pasquale Salvucci.
Actualmente desempeña la tarea docente como profesor de filosofía de la historia en la Universidad de Urbino, asimismo es presidente de la Sociedad Internacional de Filosofía Dialéctica Hegeliana y colabora habitualmente en revistas especializadas de filosofía y teoría política.
Su principal ámbito de investigación se refiere a la reconstrucción de la Historia de la filosofía política clásica alemana, desde Kant a Marx, con especial interés en Hegel. Esta reflexión le lleva a una relectura crítica de la tradición liberal de la filosofía.El presente articulo forma parte del preámbulo de su libro "Stalin, historia y crítica de una leyenda negra"




Tras la desaparición de Stalin se sucedieron imponentes manifestaciones de duelo: en el transcurso de su agonía «millones de personas se agolparon en el centro de Moscú para rendir el último homenaje» al líder que estaba muriendo; el 5 de marzo de 1953, «millones de ciudadanos lloraron la pérdida como si se tratase de un luto personal» . La misma reacción se produjo en los rincones más recónditos de todo el país, por ejemplo en un «pequeño pueblo» en el que, apenas se supo de lo ocurrido, se cayó en un luto espontáneo y coral. La «consternación general» se difundió más allá de las fronteras de la URSS: «Por las calles de Budapest y de Praga muchos lloraban».


A miles de kilómetros del campo socialista, también en Israel la reacción fue de luto: «Todos los miembros del MAPAM, sin excepción, lloraron»; se trataba del partido al que pertenecían «todos los líderes veteranos» y «casi todos los ex-combatientes». Al dolor siguió la zozobra: «El sol se ha puesto» titulaba el periódico del movimiento de los kibbutz, “Al-Hamishmar”. Tales sentimientos fueron durante cierto tiempo compartidos por personajes de primera línea del aparato estatal y militar: «Noventa oficiales que habían participado en la guerra del ‘48, la gran Guerra de independencia de los judíos, se unieron en una organización clandestina armada filo-soviética [aparte de filo-estalinista] y revolucionaria. De estos, once ascendieron a generales y uno a ministro, y todavía hoy son honrados como padres de la patria de Israel».


En Occidente, entre los que homenajearon al líder desaparecido no se encontraban solamente los dirigentes y militantes de los partidos comunistas ligados a la Unión Soviética. Un historiador (Isaac Deutscher), que por lo demás era un ferviente admirador de Trotsky, escribió un una necrológica llena de reconocimientos:


"Tras tres decenios, el rostro de la Unión Soviética se ha transformado completamente. Lo esencial de la acción histórica del estali-nismo es ésto: se ha encontrado con una Rusia que trabajaba la tierra con arados de madera, y la deja siendo dueña de la pila atómica. Ha alzado a Rusia hasta el grado de segunda potencia industrial del mundo, y no se trata solamente de una cuestión de mero progreso material y de organización. No se habría podido obtener un resultado similar sin una gran revolución cultural en la que se ha enviado al colegio a un país entero para impartirle una amplia enseñanza".
(Isaac Deutscher) 


En definitiva, aunque condicionado y en parte desfigurado por la herencia asiática y despótica de la Rusia zarista, en la URSS de Stalin «el ideal socialista tenía una innata, compacta integridad».


En este balance histórico no había ya sitio para las feroces acusaciones dirigidas en su momento por Trotski al líder desaparecido. ¿Qué sentido tenía condenar a Stalin como traidor al ideal de la revolución mundial y preconizador del socialismo en un sólo país, en un

[Img #8007]
PORTADA DEL DIALIO L´HUMANITE CON MOTIVO DE LA MUERTE DE STALIN
momento en el que el nuevo orden social se expandía por Europa y Asia y la revolución rompía su «cascarón nacional»? Ridiculizado por Trotsky como un «pequeño provinciano transportado, como si de un chiste de la historia se tratase, al plano de los grandes acontecimientos mundiales», en 1950 Stalin había surgido, en opinión de un ilustre filósofo (Alexandre Kojéve), como encarnación del hegeliano espíritu del mundo y había sido por tanto llamado a unificar y a dirigir la humanidad, recurriendo a métodos enérgicos y combinando en su práctica sabiduría y tiranía.


Al margen de los ambientes comunistas, es decir de la izquierda filo-comunista, y pese al recrudecimiento de la Guerra Fría y la persistencia de la guerra caliente en Corea, en Occidente la muerte de Stalin dio pie a necrológicas por lo general «respetuosas» o «equilibradas»: en aquél momento «él era todavía considerado un dictador relativamente benigno e incluso un estadista, y en la conciencia popular persistía el recuerdo afectuoso del “tío Joe”, el gran líder de la guerra que había guiado a su pueblo a la victoria sobre Hitler y había ayudado a salvar a Europa de la barbarie nazi» . No habían menguado aún las ideas, impresiones y emociones de los años de la Gran Alianza contra el Tercer Reich y sus aliados, en la medida en que - recordaba Deutscher en 1948- «estadistas y generales extranjeros fueron conquistados por el excepcional dominio con el que Stalin se ocupaba de todos los detalles técnicos de su maquinaria de guerra».


Entre las personalidades “conquistadas” se encontraba también aquél que en su momento había defendido una intervención militar contra el país de la Revolución de Octubre, esto es, Winston Churchill, que a propósito de Stalin se había expresado reiteradas veces en estos términos: «Este hombre me gusta». En ocasión de la Conferencia de Teherán, en noviembre de 1943, el estadista inglés había saludado al homólogo soviético como «Stalin el Grande»: era digno heredero de Pedro el Grande; había salvado a su país, preparándolo para derrotar a los invasores. Ciertos aspectos habían fascinado también a Averell Harriman, embajador estadounidense en Moscú entre 1943 y 1946, que siempre había retratado al líder soviético de manera bastante positiva en el plano militar: «Me parecía mejor informado que Roosevelt y más realista que Churchill, en cierto modo el más eficiente de los líderes de la contienda». En términos incluso enfáticos se había expresado en 1944 Alcide De Gasperi, que había celebrado «el mérito inmenso, histórico, secular, de los ejércitos organizados por el genio de José Stalin». Tampoco los reconocimientos del eminente político italiano se limitaban al plano meramente militar:

"Cuando veo que Hitler y Mussolini perseguían a los hombres por su raza, e inventaban aquella terrible legislación antijudía que conocemos, y contemplo cómo los rusos, compuestos por 160 razas diferentes, buscan la fusión de éstas, superando las diferencias existentes entre Asia y Europa, este intento, este esfuerzo hacia la unificación de la sociedad humana, dejadme decir: esto es cristiano, esto es eminentemente universalista en el sentido del catolicismo". (
Hannah Arendt)


El prestigio del que Stalin había gozado y continuaba gozando entre los grandes intelectuales no era ni menos intenso ni menos generalizado. Harold J. Laski, prestigioso exponente del partido laborista inglés, conversando en otoño de 1945 con Norberto Bobbio, se había declarado «admirador de la Unión Soviética» y de su líder, describiéndolo como alguien «muy sabio» (très sage). En aquél mismo año Hannah Arendt había dejado escrito que el país dirigido por Stalin se había distinguido por el «modo, completamente nuevo y exitoso, de afrontar y armonizar los conflictos entre nacionalidades, de organizar poblaciones diferentes sobre la base de la igualdad nacional»; se trataba de una suerte de modelo, era algo «al que todo movimiento político y nacional debería prestar atención».


A su vez, escribiendo poco antes y poco después del final de la segunda guerra mundial, Benedetto Croce había reconocido a Stalin el mérito de haber promovido la libertad no sólo a nivel internacional, al haber contribuido a la lucha contra el nazifascismo, sino también en su propio país. Sí, dirigiendo la URSS se encontraba «un hombre dotado de genio político», que desarrollaba una función histórica en conjunto positiva: respecto a la Rusia pre-revolucionaria «el sovietismo ha sido un progreso de libertad», así como «en relación con el régimen feudal» también la monarquía absoluta fue «un progreso de la libertad que generó ulteriores y mayores progresos de ésta». Las dudas del filósofo liberal se concentraban sobre el futuro de la Unión Soviética, sin embargo estas mismas, por contraste, resaltaban aún más la grandeza de Stalin: había ocupado el lugar de Lenin, de modo que a un genio le había seguido otro, ¿pero qué sucesores depararía a la URSS «la Providencia»?



Aquellos que, con el comienzo de la crisis de la Gran Alianza, comenzaban a aproximar la Unión Soviética de Stalin y la Alemania de Hitler, habían sido duramente reprobados por Thomas Mann. Lo que caracterizaba al Tercer Reich era la «megalomanía racial» de la sedicente «raza de Señores», que había puesto en marcha una «diabólica política de despoblación», y antes, de extirpación de la cultura en los territorios conquistados. Hitler se había limitado así a la máxima de Nietzsche: «Si se desean esclavos es estúpido educarlos como amos». La orientación del «socialismo ruso» era directamente la contraria; difundiendo masivamente instrucción y cultura, había demostrado no querer «esclavos», sino más bien «hombres pensantes», y por tanto, pese a todo, había estado dirigida «hacia la libertad». Resultaba por consiguiente inaceptable la aproximación entre los dos regímenes. Es más, aquellos que argumentaban así podían ser sospechosos de complicidad con el fascismo que pretendían condenar:


Colocar en el mismo plano moral el comunismo ruso y el nazifascismo, en la medida en que ambos serían totalitarios, en el mejor de los casos es una superficialidad; en el peor es fascismo. Quien insiste en esta equiparación puede considerarse un demócrata, pero en verdad y en el fondo de su corazón es en realidad ya un fascista, y desde luego sólo combatirá el fascismo de manera aparente e hipócrita, mientras deja todo su odio para el comunismo.


Después estalló la guerra fría y, al publicar su libro sobre el totalitarismo, Arendt llevaría a cabo en 1951 precisamente aquello que Mann denunciaba. Y sin embargo, casi simultáneamente, Kojéve señalaba a Stalin como el protagonista de un giro histórico decididamente progresivo y de dimensiones planetarias. En el mismo Occidente la nueva verdad - el nuevo motivo ideológico de la lucha ecuánime contra las diferentes manifestaciones del totalitarismo -, tenía aún dificultades en afianzarse.

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En 1948 Laski había reafianzado en cierto modo el punto de vista expresado tres años antes: para definir a la URSS retomaba una categoría utilizada por otra representante de primer nivel del laborismo inglés, Beatrice Webb, que ya en 1931, aunque también durante la segunda guerra mundial y hasta su muerte, había hablado del país soviético en términos de «nueva civilización». Sí - confirmaba Laski -, con el formidable impulso dado a la promoción social de las clases durante tanto tiempo explotadas y oprimidas, y con la introducción en la fábrica y en los puestos de trabajo de nuevas relaciones que ya no se apoyaban en el poder soberano de los propietarios de los medios de producción, el país guiado por Stalin había despuntado como el «pionero de una nueva civilización». Desde luego ambos se habían apresurado a precisar que sobre la «nueva civilización» que estaba surgiendo todavía pesaba el lastre de la «Rusia bárbara». Esta se expresaba en formas despóticas, pero - subrayaba en especial Laski - para formular un juicio correcto sobre la Unión Soviética era necesario no perder de vista un hecho esencial: «Sus líderes llegaron al poder en un país acostumbrado a una tiranía sangrienta» y estaban obligados a gobernar en una situación caracterizada por un «estado de sitio» más o menos permanente y por una «guerra en potencia o en acto». Además, en situaciones de crisis aguda, también Inglaterra y los Estados Unidos habían limitado de manera más o menos drástica las libertades tradicionales .


Al referirse a la admiración expresada por Laski respecto a Stalin y al país dirigido por él, Bobbio escribirá mucho más tarde: «Al día siguiente de una victoria contra Hitler, a la cuál los soviéticos habían contribuido de manera determinante con la batalla de Stalingrado, [tal declaración] no me impresionó especialmente». En realidad, en el intelectual laborista inglés el homenaje rendido a la URSS y a su líder iban bastante más allá del plano militar. Por otro lado, ¿difería tanto de la posición del filósofo turinés en aquél momento? En 1954 este último publicaba un ensayo que señalaba como mérito de la Unión Soviética (y de los Estados socialistas) el haber «iniciado una nueva fase de progreso civil en países políticamente atrasados, introduciendo instituciones tradicionalmente democráticas: de democracia formal, como el sufragio universal y la elegibilidad de los cargos, y de democracia substancial, como la colectivización de los instrumentos de producción»; se trataba entonces de arrojar «una gota de aceite [liberal] en la maquinaria de la revolución ya realizada» . Como se puede ver, el juicio expresado sobre el país todavía de luto por la muerte de Stalin era todo menos negativo.


En 1954 todavía latía en el pensamiento de Bobbio la herencia del socialismo liberal. Pese a subrayar con fuerza el valor irrenunciable de la libertad y de la democracia, en los años de la guerra de España Cario Rosselli había contrapuesto negativamente los países liberales («La Inglaterra oficial está con Franco, mata de hambre Bilbao») a una Unión Soviética empeñada en ayudar a la República española agredida por el nazifascismo’. Tampoco se trataba solamente de la política internacional. Frente a un mundo caracterizado por la «fase del fascismo, de las guerras imperialistas y de la decadencia capitalista», Cario Rosselli había puesto el ejemplo de un país que, pese a estar todavía bien lejos de un socialismo democrático maduro, en todo caso había dejado atrás el capitalismo y representaba «un capital de valiosas experiencias» para cualquiera comprometido con la construcción de una sociedad mejor: «Hoy, con la gigantesca experiencia rusa [...] disponemos de un material positivo inmenso. Todos sabemos qué significa revolución socialista, organización socialista de la producción» .

 


En conclusión, durante todo un período histórico, en círculos que iban bastante más allá del movimiento comunista, el país guiado por Stalin, así como el mismo Stalin, gozaron de interés y simpatía, de estima y quizás incluso de admiración. Desde luego, hay que contar con la grave desilusión provocada por el pacto con la Alemania nazi, pero Stalingrado ya se había ocupado de borrarla. Es por esto por lo que en 1953, y en los años siguientes, el homenaje al líder desaparecido unió al campo socialista, pareció por momentos fortalecer al movimiento comunista pese a las anteriores pérdidas, y acabó en cierto modo teniendo eco en el mismo Occidente liberal, que se había volcado ya en una Guerra fría dirigida por ambas partes, sin concesiones. No es casual que, en el discurso de Fulton en el que había dado comienzo oficialmente a la Guerra fría, Churchill se expresara de este modo: «Siento gran admiración y respeto por el valiente pueblo ruso y por mi compañero en tiempos de guerra, el mariscal Stalin» .


No hay duda; según aumentaba en intensidad la guerra fría, los tonos se iban haciendo más ásperos. Y sin embargo, todavía en 1952, un gran historiador inglés que había trabajado al servicio del Foreign Office, Arnold Toynbee, había podido permitirse comparar al líder soviético con «un hombre de genio: Pedro el Grande»; sí, «la prueba del campo de batalla ha acabado justificando el tiránico impulso de occidentalización tecnológica llevado a cabo por Stalin, tal y como ocurrió antes con Pedro el Grande». Es más, continuaba estando justificado incluso más allá de la derrota infligida al Tercer Reich: después de Hiroshima y Nagasaki, Rusia se encontraba de nuevo ante «la necesidad de acelerar la marcha para alcanzar a la tecnología occidental» que de nuevo la había «adelantado fulminantemente».



En pos de una comparativa global


De modo que, más aún que la Guerra fría, es otro acontecimiento histórico el que imprime un giro radical a la historia de la imagen de Stalin; el discurso de Churchill del 5 de marzo de 1946 tiene un papel menos importante que otro discurso, el pronunciado diez años después, para ser más exactos el 25 de febrero de 1956, por Nikita Kruschov en ocasión del XX Congreso del partido comunista de la Unión Soviética.


Durante más de tres decenios este Informe, que dibujaba el retrato de un dictador enfermizamente sanguinario, vanidoso y bastante mediocre - o incluso ridículo - en el plano intelectual, ha satisfecho a casi todos. Permitía al nuevo grupo dirigente que gobernaba la URSS el presentarse como el depositario único de la legitimidad revolucionaria en el ámbito del país, del campo socialista y del movimiento comunista internacional, que miraba a Moscú como su centro neurálgico. Reforzado en sus antiguas convicciones y con nuevos argumentos a disposición para emprender la Guerra fría, también Occidente tenía razones para estar satisfecho (o entusiasta). En los Estados Unidos la sovietología había manifestado la tendencia a desarrollarse alrededor de la CIA y otras agencias militares y de intelligence, previa eliminación de los elementos sospechosos de albergar simpatías por el país de la Revolución de Octubre. Se había perfilado un proceso de militarización de la disciplina clave para el desarrollo de la Guerra fría; en 1949 el presidente de la American Historical Association había declarado: «No nos podemos permitir no ser ortodoxos», ya no se permitirá más la «pluralidad de objetivos y de valores». Es necesario aceptar «amplias medidas de alistamiento» puesto que la «guerra total, sea caliente o fría, nos recluta a cada uno de nosotros y nos llama a cumplir con nuestro deber. De esta obligación se libra tan poco el historiador como el físico». En 1956 no sólo no se disipa la fuerza de estas consignas, sino que a partir de entonces, una sovietología más o menos militarizada puede disfrutar de la comodidad y apoyo proveniente del mismo corazón del mundo comunista.


Es verdad; más que el comunismo en cuanto tal, el Informe Kruschov ponía bajo el dedo acusador a una única persona, pero en aquellos años era oportuno, también desde el punto de vista de Washington y de sus aliados, no ampliar demasiado el blanco, y concentrar el fuego sobre el país de Stalin. Con la firma del «pacto balcánico» de 1953, firmado con Turquía y Grecia, Yugoslavia se convirtió en una especie de miembro externo de la OTAN, y unos veinte años después también China cerrará con los EEUU una alianza de facto contra la Unión Soviética. Es a esta superpotencia a la que hay que aislar, y a la que se insta a realizar una “desestalinización” cada vez más radical, hasta quedar privada de toda identidad y autoestima, y tener que resignarse a la capitulación y a la disolución final.


Finalmente, gracias a las “revelaciones” provenientes de Moscú, los grandes intelectuales podían olvidar tranquilamente el interés, la simpatía e incluso la admiración con la que habían mirado hacia la URSS estaliniana. Además de estos, también los intelectuales que tenían en Trotsky su punto de referencia encontraron consuelo en aquellas “revelaciones”. Durante mucho tiempo había sido este último quien había encarnado, a ojos de los enemigos de la Unión Soviética, la ignominia del comunismo, y el que había sido el representante privilegiado del “exterminador”, es más, el «exterminador judío» {vid. infra, pp. 268); todavía en 1933, exiliado ya desde hacía algunos años, para Spengler Trotsky continuaba representando al «bolchevique asesino de masas» (bolschewistischer Massenmörder).


A partir del giro realizado en el XX Congreso del PCUS, en el museo de los horrores se colocó solamente a Stalin y sus colaboradores más estrechos. Sobre todo, ejerciendo su influencia bastante más allá del ámbito trotskista, el Informe Kruschov cumplía una función de consuelo en los ambientes de cierta izquierda marxista, que se sentía así exonerada de la penosa obligación de repensar la teoría del Maestro y la historia de los efectos desplegados por ella. Es cierto, en vez de extinguirse, en los países gobernados por comunistas el Estado se encontraba bastante sobredimensionado; lejos de disolverse, las identidades nacionales cumplían un papel cada vez más importante en los conflictos que llevarían al desmembramiento y entierro definitivo del campo socialista; no se vislumbraba signo alguno de superación del dinero o del mercado, que con el desarrollo económico acaso tendían a expandirse. Sí, todo era incontestable, pero la culpa era... ¡de Stalin y del “estalinismo”! Y por lo tanto no había razones para poner en discusión las esperanzas o certezas que habían acompañado a la revolución bolchevique y que remitían a Marx.


Pese a encontrarse en posiciones contrapuestas, estas áreas político-ideológicas elaboraban una imagen de Stalin a partir de abstracciones colosales, arbitrarias. En la izquierda se procedía a una virtual eliminación de la historia del bolchevismo, y con mayor razón de la historia del marxismo, de aquél que durante más tiempo que ningún otro había ejercido el poder en el país surgido de la revolución preparada y llevada a cabo según las ideas de Marx y Engels. A su vez, los anticomunistas sobrevolaban con desenvoltura tanto la historia de la Rusia zarista como la historia de la Segunda guerra de los treinta años, en cuyo ámbito se coloca el desarrollo contradictorio y trágico de la Rusia soviética y de los tres decenios estalinianos. Y así cada una de las diferentes áreas político-ideológicas tomaba impulso del discurso de Kruschov para cultivar su propia mitología, ya se tratase de la pureza de Occidente, o de la pureza del marxismo y del bolchevismo. El estalinismo era el terrible término de comparación que permitía a cada uno de los antagonistas el auto-celebrarse, por contraste, en su infinita superioridad moral e intelectual.


Basadas en abstracciones notablemente diferentes entre ellas, estas lecturas acababan sin embargo produciendo cierta convergencia metodológica. Al investigar el terror sin prestar demasiada atención a la situación objetiva, lo reducían a la iniciativa de una única personalidad o de una restringida clase dirigente, decidida a reafirmar por todos los medios su poder absoluto. A partir de tal presupuesto, si se podía comparar a alguna otra gran personalidad política, esta sólo podía ser la de Hitler; por consiguiente, para el fin de la comprensión de la URSS estaliniana, la única comparación posible era con la Alemania nazi. Es un motivo que se repite ya a finales de los años treinta con Trotsky, que recurre repetidas veces a la categoría de «dictadura totalitaria» y, en el ámbito de este genus, distingue, por un lado, la species «estalinista» y, por el otro, la «fascista» (y sobre todo la hitleriana), recurriendo a una contextualización que se convertirá después en el sentido común de la Guerra fría y en la ideología hoy dominante.


¿Es convincente este modo de argumentar, o conviene más bien recurrir a una comparativa global, sin perder de vista ni la historia de Rusia en su totalidad ni los países implicados en la Segunda guerra de los treinta años? Es verdad, de este modo se procede a una comparación entre países y líderes con características bastante diferentes entre ellas; pero tal diversidad, ¿debe explicarse exclusivamente a través de las ideologías, o juega también un papel importante la situación objetiva, es decir, la colocación geopolítica y el bagaje histórico de cada uno de los países implicados en la Segunda guerra de los treinta años?


Cuando hablamos de Stalin, nuestro pensamiento nos lleva inmediatamente a la personalización del poder, al universo concentracionario, a la deportación de grupos étnicos enteros. Sin embargo, estos fenómenos y prácticas, ¿remiten solamente a la Alemania nazi, aparte de la URSS, o se manifiestan también en otros países, en modalidades diferentes según la mayor o menor intensidad del estado de excepción y de su duración más o menos extensa, incluidos aquellos con una tradición liberal más consolidada? Desde luego, no se debe perder de vista el papel de las ideologías; pero la ideología de la que Stalin se reclama heredero, ¿puede realmente equipararse a la que inspira a Hitler, o en este campo, llevada a cabo sin prejuicios, la comparación acaba produciendo resultados inesperados? En perjuicio de los teóricos de la “pureza”, debe tenerse en cuenta que un movimiento o régimen político no puede ser juzgado en base a la excelencia de los ideales en los que declara inspirarse: en la valoración de estos mismos ideales no podemos pasar por alto la Wirkungsgeschichte, la «historia de los efectos» producidos por ellos; pero tal aproximación, ¿debe aplicarse globalmente, o solamente al movimiento que se inspiró en Lenin o Marx?


Estos interrogantes se muestran superfluos o incluso engañosos a aquellos que omiten el problema de la cambiante imagen de Stalin basándose en la creencia de que Kruschov habría sacado a la luz finalmente la verdad oculta. No obstante, daría muestra de una total despreocupación metodológica el historiador que quisiese considerar 1956 como el año de la revelación definitiva y última, sorteando descaradamente los conflictos e intereses que estimulaban la campaña de desestalinización y sus diversos aspectos, y que aún antes habían animado la sovietología de la Guerra fría. El contraste radical entre las diversas imágenes de Stalin debería animar al historiador no sólo a no absolutizar una sola, sino más bien a problematizarlas todas.

 

 


 

Preambulo del libro "Stalin, historia y crítica de una leyenda negra". Editorial "El Viejo Topo", 2011
 

 

 

Resposta  Missatge 3 de 4 del tema 
De: Ruben1919 Enviat: 15/12/2012 12:16
 

"La Glasnost es trotskismo..."

En el momento que la burguesía internacional reconocía que la restauración del capitalismo ya era un hecho, Mandel recibía los honores de la prensa anticomunista de la Unión Soviética. Su desvergüenza llega a tal extremo que lo llevó a declarar que Gorbachov era un gran revolucionario, retomador de las teorías trotskistas. Dice Mandel: ahora pueden ver todos los comunistas del mundo quienes son los verdaderos revolucionarios y contrarrevolucionarios. Trotski, los trotskistas, Gorbachov y los seguidores de Gorbachov se encuentran en el campo de la revolución, Stalin y los estalinistas están en el campo de la contrarrevolución. Mandel declara en Managua que Stalin representa una "contrarrevolución violenta" (8). Felizmente, gracias al esfuerzo de Mandel y Gorbachov, hemos avanzado en 1990 hacia la verdadera revolución.
He aquí le declaración de Mandel a Temps Nouveaux: "Temps Nouveaux: Declara Gorbachov que la perestroika es la nueva revolución auténtica? Ernesto Mandel: Si, efectivamente el dice eso, y esto es en realidad muy positiva. Nuestro movimiento ha defendido durante 55 años esta tesis, por lo cual se le denominó contrarrevolucionario. Hoy en día se comprende bien, en la Unión Soviética y en el seno de la mayoría de los movimientos comunistas internacionales, donde se encontraban en realidad los verdaderos contrarrevolucionarios." (9)
No hubo que esperar dos años, para ver caer la Unión Soviética en manos de la mafia pro-norteaméricana y zarista, para ver florecer las fuerzas fascistas y zaristas en Rusia y las otras repúblicas, y para ver diferentes guerras civiles reaccionarias entre las diferentes fracciones burguesas de la población civil. Esto descubre la verdadera faz de los "revolucionarios" de la Glasnost y la Perestroika; esto demuestra también para qué fuerzas políticas Mandel trabaja, este profesional del anticomunismo.
Catherine Samary, la otra estrella de la IV-Internacional, confirmó a la prensa soviética, que Gorbachov aplicó el programa desarrollado por Trotski."


Resposta  Missatge 4 de 4 del tema 
De: Ruben1919 Enviat: 16/12/2012 13:30


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