
No soy mitómana. No lo soy por cuestiones, aunque parezca una extravagancia, relacionadas con el concepto de materia
enunciado por la física cuántica. Ella nos recuerda que la materia,
por decirlo de algún modo, no existe, todo es energía, una energía que
conforma la realidad que construimos, una realidad irreal. Pero aunque
no crea en los mitos, sí creo y admiro profundamente a quienes tienen,
más ahora, la valentía de soñar, de perseguir un sueño. Hablo de sueños,
entendidos como logros que transcienden a quien enfoca su mente a
imaginar y alcanzan al nosotros colectivo, una de las pocas realidades
en las que creo. Hablo de dirigir la intención y luchar contra lo que
nos obstaculiza como grupo, como sociedad. Hablo de lo que ya impulsó,
en 1959 a la revolución cubana. Hablo de soñar en construir, que es
distinto a soñar con asolar o con destruir. En este sentido, el único
para mí, no caben la dictadura del capitalismo, el fascismo, el
imperialismo y sus sutiles monstruos: en ellos no es posible soñar.
Ellos no sueñan, deliran. Experimentan constantemente con la realidad,
en la que proyectan inevitablemente sus delirios de grandeza. Y a veces,
desafortunadamente con escasa frecuencia, tiemblan ante un soñador,
aunque oculten su miedo con una pose de superioridad o prepotencia.
Algo así viene sucediendo con la actitud
de entes imperialistas y capitalistas, como el Reino Unido o los
Estados Unidos, frente a la valentía de soñar de dirigentes como Correa,
que se ha transformado, afortunadamente, en un insulto a la pasividad
ideológica y social, a la codicia, a la ambición desmesurada y a la
indiferencia frente a los que no dan la talla para el sistema. Un
insulto porque demuestran que es posible hacer una revolución y deshacer
las redes de pobreza y desatención que el sistema lanza sobre los más
desfavorecidos, señalados desde el nacimiento por un dedo que les
excluye de la realidad a la que deberían, sin duda, tener derecho.
Hace unos días, el presidente de Ecuador denunció que ante las pruebas de no neutralidad de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Corte Interamericana de Derechos Humanitarios
(COIDH) era urgente para América Latina y los países del Caribe la
creación de un organismo que regule los derechos humanos, con plena
garantía de que el peso tendencioso de los Estados Unidos queda fuera de
una lucha que en América Latina, una América sobre la que no dejan de
intentar cicatrizarse heridas y torturas, es especialmente necesaria.
El escándalo y la polémica posterior era previsible tratándose de una
“amenaza” al gran Tío Sam, proferida por unos muertos de hambre, representados en ese presidente latino y testarudo.
Y el mundo se levanta, gesticulando ostentosamente y preguntándose por
qué al díscolo Correa se le ha ocurrido intentar “salir” de la tela de
araña tejida por los Estados Unidos. Correa no lo ha afirmado
explícitamente, pero ningún observador crítico puede olvidar que el
CIDH ha dado pruebas irrefutables de que tras muchas de sus actuaciones
ha estado la presión de los americanos, que no desaprovechan ninguna
ocasión para vigilar de cerca a los países latinoamericanos, una bomba
de recursos que ellos se empeñan en reducir a una boca hambrienta,
convulsa y resignada ante el futuro, para poder controlarla e impedir
que sea, para ellos, una amenaza. El juez federal Sergio Torres recibió
más de un centenar de fotografías de víctimas de los “vuelos de la muerte”
en la última dictadura tomadas por un fotógrafo uruguayo cuando los
cuerpos eran hallados en las orillas del Río de la Plata, que fueron
entregadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Los
documentos estuvieron ocultos por la CIDH y ahora forman parte de los
archivos desclasificados de la CIDH. En 2012, La Fiscal General de Venezuela, Luisa Ortega Díaz, ya señaló que, pese a no ser miembro de la CIDH, la sede del organismo está en suelo estadounidense, por eso dictan las políticas. Quién tiene el oro pone las reglas”.
Estados Unidos acusa a los
países integrantes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
(CIDH) de violar los derechos humanos, mientras ellos financian,
ordenan, manejan y controlan esta institución sin ser un miembro activo e
incumplen todas las reglas establecidas por el ente. En mayo del año
pasado, Venezuela se atrevió a anunciar su salida de esta extraña
organización. El portavoz del Departamento de estado, ya entonces,
calificó la decisión de Venezuela como una idea tremendamente
desafortunada. Mark Toner no se atrevió a explicar, en ese momento, que
el teórico objetivo de preservar los derechos humanos de la CIDH se
cumple, en un porcentaje sospechosamente bajo, solo si la violación de
derechos tiene un impacto mediático innegable, pero brilla por su
ausencia cuando mira hacia otro lado y no se enfrenta a la explotación
laboral, a los abusos imperialistas, a las violaciones laborales de
multinacionales americanas y monopolios de firmas que tienen sus sedes
en el territorio de altos rascacielos y una constitución que afirma con
total descaro, en su segunda enmienda, que: Siendo una milicia bien
preparada necesaria para la seguridad de un estado libre, el derecho del
Pueblo a tener y portar armas no será vulnerado”.
LA CIDH está financiada con fondos
americanos, unos 44,2 millones de dólares anuales. Esos fondos son
cuerdas y mordazas invisibles que tapan su boca y ata sus manos:
impidieron la reacción de la CIDH frente a la dictadura de Somoza;
frente al secuestro de Chávez, perpetrado por los golpistas fascistas ;
frente al secuestro de Zelaya o de Correa y un etc. que cada día, con la
inevitable desclasificación de documentos, se hace más extenso y grave,
configurando un organismo hipócrita, alejado de la equidad, con un
concepto de “violación” que depende de los intereses ambiciosos de la
mano que le da de comer. El mismo organismo que en 2012 retiró
momentáneamente a “Colombia “de su lista negra, para permitirle al país
mejorar su imagen ante la comunidad internacional y que explicó, con
total desparpajo, que se continuaría monitoreando a la nación
sudamericana, afectada por un alto índice de violaciones a los derechos
humanos y un conflicto interno de casi cinco décadas, hasta que tome una
decisión definitiva en el 2014. Por si esta facilidad para pasar de una
lista negra a otra blanca, y hacerlo también “transitoriamente” para
que entren divisas comerciales americanas, pudiera parecer inexplicable,
la entidad se atrevió a expresar públicamente una afirmación que da
prueba de su no-neutralidad: estaba dando un tratamiento “alternativo” a
Colombia, donde los muertos caen como moscas, porque este país había
aceptado de buen grado la visita de sus representantes. Un alarde de
negociación desinteresada, sí señor.
Para completar la visión de la
esponsorizada por los Estados Unidos CIDH solo hace falta añadir una
información más: en la lista negra de los países que violan los derechos
humanos en el continente figuran Cuba, Honduras y Venezuela, en extraña coincidencia con la lista de enemigos público latinos, junto con Ecuador, de Estados Unidos.
Juzguen ustedes mismos…