Se acaban de cumplir nada menos que 300 años desde la primera publicación del opúsculo El arte de la mentira política, falsamente atribuido durante siglos a Jonathan Swift. Y el lector  contemporáneo, en estos tiempos de corrupción, no puede sino preguntarse  si de verdad el ser humano cambia con el paso de los tiempos o si esa  creencia es solo una ilusión.
En realidad, podríamos remontarnos mucho más lejos, 2.000 años atrás  si hiciera falta, y volveríamos a vernos fielmente reflejados en cada  uno de los textos del momento, como en espejos prodigiosos. Si no lo  creen, piensen, por ejemplo, en aquel pasaje de Séneca en De la serenidad del alma, en el que criticaba a la gente que adquiría libros solo para adornar  sus salones, pensando en lo decorativo de sus lomos, o en lo conveniente  de sus títulos, sin considerar siquiera llegar a leerlos. Sin duda,  gozamos de una pasmosa capacidad para perseverar en nuestra propia  naturaleza.
Y así de pasmado y atónito se queda el lector de nuestros días,  asediado por las noticias políticas y económicas del presente, y sin  demasiado tiempo para ahondar en la historia, cuando se adentra en las  páginas de El arte de la mentira política y descubre a su autor  sopesando cuáles de las mentiras de los dos partidos entonces  dominantes —los Whigs y los Tories— habían sido más creíbles en las  últimas legislaturas.
Un autor que, por cierto y para colmo, no fue de manera alguna el  señor Swift, sino su amigo, el mucho más reservado escritor escocés John  Arbuthnot (1667-1735), médico de la reina Ana, quien a decir verdad  disponía de una agudeza, un talento irónico e incluso un estilo muy  semejantes a los del primero.
Ese autor, el verdadero, el doctor Arbuthnot, comienza el ensayo  reflexionando sobre la disposición fisiológica de los hombres a la  mentira y continúa proclamando que un arte tan útil y tan noble como el  de mentir debería tener, al igual que el resto de las artes y las  ciencias, su propia entrada en la enciclopedia. Y poder así servir de  ayuda para todo político que pretenda alcanzar la gloria en los siglos  venideros.
El autor del opúsculo es el escocés John Arbuthnot, que tenía un talento irónico parecido al de Jonathan Swift
 
Su definición de la mentira política es sencilla y contundente:  “es el arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables con un buen  fin”. Y, de inmediato, pasa a facilitar una clasificación de los  posibles tipos de engaños. Si bien la gente suele pensar que toda  mentira es difamatoria, Arbuthnot distingue hasta tres clases de  falsedades: la “mentira calumniosa”, que es la que trata de arrebatar a  un hombre la reputación que se ganó justamente, por temor a que la  utilice contra lo que se cree que es bueno para el pueblo; la “mentira  por aumento”, que atribuye al personaje político mayor reputación de la  que le pertenece; y la “mentira por traslación”, que transfiere el  mérito de una buena acción, o el demérito de una mala, de una persona a  otra.
Todo esto lo va trufando Arbuthnot de ejemplos y de consejos para que  las mentiras funcionen mejor, se extiendan más rápido o duren más  tiempo. Recomienda asimismo a los jefes de partidos políticos que no se  crean sus propias mentiras, porque el exceso de celo en el ejercicio de  este arte puede hacer que algunos se acaben persuadiendo de que lo que  afirman es en efecto verdadero, y podrían terminar intentando resolver  los asuntos de la nación según el dictado de las mentiras inventadas por  ellos mismos. Algo que, al parecer, solía ocurrir a menudo.
Si un partido, apunta más adelante este analista del siglo XVIII, se  hubiese excedido en el número y tamaño de sus mentiras, “para  restablecer su credibilidad acordará no decir nada, durante tres meses,  que no sea verdadero; esto les dará derecho a difundir mentiras durante  los siguientes seis meses”. Aunque el propio autor se ve obligado a  reconocer que, en la práctica, es imposible encontrar políticos capaces  de semejante esfuerzo de contención.
Todo esto lo analiza John Arbuthnot en una época previa a la  televisión, a las campañas mediáticas y a los debates de tertulianos,  anterior a Internet, a los blogs, a los comentarios anónimos y a las  redes sociales, en una era en la que ni siquiera se intuían las  consecuencias del retoque fotográfico o la suplantación digital. Por  suerte, ahora también contamos con los vídeos y las hemerotecas.
En el artículo que cierra el pequeño volumen, Jonathan Swift —ahora  sí, el famoso escritor irlandés— sostiene que “al igual que el más vil  de los escritores tiene sus lectores, el más grande de los mentirosos  tiene sus crédulos: y suele ocurrir que si una mentira perdura una hora,  ya ha logrado su propósito, aunque no perviva”. El ruido y la confusión  harán su trabajo. Nada parece pues haberse alterado en estos últimos  tres siglos recién cumplidos. Hoy, todavía, “la falsedad vuela, mientras  la verdad se arrastra tras ella”.
Juan Jacinto Muñoz Rengel es escritor, su última novela es El sueño del otro.