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De: Sonrisa  (message original) Envoyé: 04/10/2009 15:26

De la condena a la esperanza



       Hace ya bastantes años, cuando estudiaba teología en el Seminario, recuerdo que un profesor de sagrada escritura hizo hincapié en que en los evangelios se encontraban presentes dos ideas o dos líneas de fuerza. La primera era la fuerza del ideal. Jesús dejaba claro en sus palabras y en su modo de comportarse lo que era el ideal, el lugar hacia donde debía apuntar la persona humana para alcanzar su plenitud. Dicho en otras palabras, Jesús nos habla del sueño de Dios, de cómo a Dios le gustaría que fuese nuestra vida. Es el ideal del Reino. Es el ideal del perdón y la reconciliación. Es el ideal del amor sin límites que da la vida por los demás.
       Pero, nos decía aquel profesor, hay otra fuerza presente en los Evangelios y, por supuesto, en las palabras y acciones de Jesús: es la misericordia, la comprensión, la capacidad de perdonar. Frente al ideal, que tantas veces aparece subrayado con tinta roja, está la fuerza de la misericordia, de la comprensión ante la realidad débil y frágil de que estamos hechas las personas. Al Evangelio no le pertenece la condena sino el perdón y el ofrecimiento de una nueva esperanza para los que se encuentran / nos encontramos metidos en esta realidad una tanto fangosa que es nuestra vida con todas sus complicaciones y limitaciones.

Un texto dedicado al ideal
      Diría que el texto evangélico de hoy es un claro ejemplo de la primera de estas líneas de fuerza. Jesús habla del matrimonio y lo pone sobre el trasfondo de Dios mismo y de su sueño para nosotros. El matrimonio es una posibilidad de romper la natural soledad de la persona. Es una forma de llevar el amor a su plenitud. Es creador de vida, no sólo en el sentido de que es el ámbito natural donde nace los hijos, sino en otro más amplio y más pleno: sólo en el contexto del amor nace la vida.
       Una pareja que se ama es como un núcleo de vida expansiva capaz de recrear la vida en torno a ella. Hijos, amistades, vecinos, conocidos, todos sentirán su vida planificada por el amor de la pareja. El amor no tiene nada que ver con la mirada egoísta que se termina en el otro y que sólo busca su propio placer. El amor es expansivo por sí mismo. Se expande como el universo y crea y recrea la vida continuamente en torno a él.
      Ese es el ideal. “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”. Ese amor, puesto en el trasfondo de Dios es para siempre y para todo. Sin límites de ningún tipo. Es una aventura y un compromiso total.
      Luego viene la realidad. Eso es otra cosa. No siempre somos capaces de controlar nuestra propia vida. A veces la aventura se convierte en un desastre. Y lo que empezó bien termina mal. Esa es la realidad que podemos constatar todos los días. No es falta de buena voluntad ni de disposición. Es la presencia de la debilidad y la fragilidad en nuestra propia vida. Y el que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

El ideal no puede ser ley
      Por eso no conviene convertir el ideal en ley. Y no hay que olvidar esa otra dimensión evangélica que es la misericordia. Hay que ser muy comprensivos con las personas. Hay que ofrecer salidas para situaciones desesperadas. Dios no quiere el sufrimiento de nadie sino que seamos felices. Y los errores cometidos no deben ser condenas para siempre. Nunca es así en el Evangelio y nunca debe ser así entre nosotros. El que acogía a los pecadores, a los marginados, el que curaba a los enfermos, no dejaría nunca a nadie condenado a una vida imposible. Dios es Dios de la vida, de la esperanza. Dios que nos ha creado comprende y conoce mejor que nadie nuestras limitaciones. Dios es perdón y misericordia. Y, como dice la carta de Santiago: “La misericordia triunfa sobre el juicio” (2,13).
      En la comunidad de los seguidores de Jesús todos miramos al ideal evangélico, todos nos esforzamos en vivir como Jesús nos pide. Sabemos que la voluntad de Dios es que lleguemos a nuestra plenitud. Pero el camino no siempre es recto y llano. A veces se complica. A veces nos equivocamos. En la comunidad cristiana nos debemos dar siempre una nueva oportunidad porque es Dios mismo el que nos abre siempre a la esperanza más allá de nuestras equivocaciones.
      Hoy tenemos que leer el Evangelio, con su exigencia, con sus palabras fuertes, sobre el trasfondo de la misericordia divina. No hay otra manera. No se trata de condenar a las parejas rotas. Se trata de acompañar, de consolar y de reconocer que muchas veces no ha sido más que un error, un inmenso error. Hay que tener el valor y el coraje evangélico de buscar soluciones que abran vías de futuro y de felicidad a las personas. Eso, sin duda, es más importante, mucho más, que condenar.

Fernando Torres Pérez, cmf



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