|   No quedan ya zagalas ni pastores,
 ni en la noche, a la luz de las estrellas,
 bajo las burdas mantas, ellos y ellas
 contrarrestan el frio con sudores.
 
 Distribuye el invierno los rigores
 de su escarchada alforja; de sus huellas
 no se alzan danzas, himnos ni doncellas
 diseminando petalos de flores.
 
 El silencio es la nieve de la nieve,
 un estrato intangible.   ¿Quien se atreve
 a profanar su monacal sosiego?
 
 El tiempo es blanco, los relojes quietos,
 tenue la luz, colmados los abetos.
 Que suerte, Dios, no haber nacido ciego.
 
 Los Angeles, 4 de diciembre de 2004
 
 
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