Cuentan que una bella princesa  estaba buscando  consorte.  Aristócratas y adinerados señores habían  llegado de todas  partes para ofrecer sus  maravillosos  regalos. Joyas, tierras, ejércitos y  tronos conformaban  los obsequios para conquistar a  tan especial  criatura.    Entre los candidatos  se encontraba un joven  plebeyo, que no  tenia mas riqueza que amor y  perseverancia.  Cuando le llego el momento de hablar, dijo:  Princesa, te he  amado toda mi vida.  Como soy un hombre  pobre y no tengo tesoros para  darte, te ofrezco mi  sacrificio como prueba de  amor. Estaré cien  días sentado bajo tu ventana,  sin mas alimentos  que la lluvia y sin mas ropas  que las que llevo  puestas. Esa es mi dote..."  La princesa,  conmovida por semejante gesto de  amor, decidió  aceptar: Tendrás tu oportunidad:  Si pasas la prueba,  me desposaras".  Así pasaron las  horas y los días. El pretendiente  estuvo sentado,  soportando los vientos, la nieve  y las noches  heladas.  Sin pestañear, con  la vista fija en el balcón de su  amada, el valiente  vasallo siguió firme en su  empeño, sin  desfallecer un momento. De vez en  cuando la cortina de  la ventana real dejaba traslucir  la esbelta figura de  la princesa, la cual, con un noble  gesto y una sonrisa,  aprobaba la faena.  Todo iba a las mil  maravillas. Incluso algunos  optimistas habían  comenzado a planear los festejos.  Al llegar el día  noventa y nueve, los pobladores de  zona habían salido a  animar al próximo monarca.  Todo era alegría y  jolgorio, hasta que de pronto,  cuando faltaba una  hora para cumplirse el plazo,  ante la mirada  atónita de los asistentes y la  perplejidad de la  joven princesa, se levanto y sin dar  explicación alguna,  se alejó lentamente del lugar.  Unas semanas  después, mientras deambulaba por  un solitario camino,  un niño lo alcanzo y le preguntó  ¿Qué fue lo que te  ocurrió? ...  Estabas a un paso de  lograr la meta...  ¿Por qué perdiste  esa oportunidad?...  ¿Por qué te  retiraste?...  Con profunda  consternación y algunas lagrimas mal  disimuladas,  contestó en voz baja: "Si ella no me  ahorro un día de  sufrimiento... Ni siquiera una hora,  es porque no merecía  mi amor".  El merecimiento no  siempre es egolatría sino  dignidad.  Cuando damos lo  mejor de nosotros  mismos a otra  persona, cuando decidimos compartir  la vida, cuando  abrimos nuestro corazón de par en  par y desnudamos el  alma hasta él ultimo rincón,  cuando perdemos la  vergüenza, cuando los secretos  dejan de serlo, al  menos merecemos comprensión.  Que se menosprecie,  ignore, olvide o desconozca  fríamente el amor  que regalamos a manos llenas es  desconsideración o,  en el mejor de los casos,  desinterés o  ligereza. Cuando amamos a alguien  que además de no  correspondernos desprecia nuestro  amor y nos hiere,  estamos en el lugar equivocado.  Esa persona no se  hace merecedora del afecto que  le prodigamos. La  cosa es clara: si no me siento  bien recibido en  algún lugar, empaco y me voy.  Nadie se quedaría  tratando de agradar y  disculpándose por no  ser como les gustaría que fuera.  No hay vuelta de  hoja: en cualquier relación de  pareja que tengas,  no te merece quien no te ame, y  menos aun, quien te  lastime. Y si alguien te hiere  reiteradamente sin  "mala intención", puede que te  merezca pero no te  conviene. Retirarse a tiempo  con la satisfacción  de haber dado lo mejor de  nosotros mismos no  tiene precio!!