| Noche como ésta, y contemplada a solas no la puede sufrir mi corazón:
 da un dolor de hermosura irresistible,
 un miedo profundísimo de Dios.
 
 Ven a partir conmigo lo que siento,
 esto que abrumador desborda en mí:
 ven a hacerme finito lo infinito
 y a encarnar el angélico festín.
 
 ¡Mira ese cielo!... Es demasiado cielo
 para el ojo de insecto de un mortal;
 refléjame en tus ojos un fragmento
 que yo alcance a medir y a sondear.
 
 Un cielo que responda a mi delirio
 sin hacerme sentir mi pequeñez;
 un cielo mío, que me esté mirando,
 y que tan sólo a mí mirando esté.
 
 Esas estrellas..., ¡ay, brillan tan lejos!
 Con tus pupilas tráemelas aquí
 donde yo pueda en mi avidez tocarlas
 y aspirar su seráfico elixir.
 
 Hay un silencio en esta imnensa noche
 que no es silencio; es místico disfraz
 de un concierto inmortal. Por escucharlo
 mudo como la muerte el orbe está.
 Déjame oírlo, enamorada mía,
 a través de tu ardiente corazón;
 sólo el amor transporta a nuestro mundo
 las notas de la música de Dios.
 
 El es la clave de la ciencia eterna,
 la invisible cadena creatriz
 que une al hombre con Dios y con sus obras,
 y Adán a Cristo, y el principio al fin.
 De aquel hervor de luz está manando el rocío del alma. Ebrio de amor
 y de delicia tiembla el firmamento;
 inunda el Creador la Creación.
 
 ¡Sí; el Creador!, cuya grandeza misma
 es la que nos impide verlo aquí;
 pero que, como atmósfera de gracia,
 se hace, entre tanto, por doquier sentir...
 
 Déjame unir mis labios a tus labios,
 une a tu corazón mi corazón;
 doblemos nuestro ser para que alcance
 a recoger la bendición de Dios.
 
 Todo, la gota como el orbe, cabe
 en su grandeza y su bondad. Tal vez
 pensó en nosotros cuando abrió esta noche,
 como a las turbas su palacio un rey.
 ¡Danza gloriosa de almas y de estrellas!
 ¡Banquete de inmortales! Y pues ya
 por su largueza en él nos encontramos,
 de amor y vida en el cenit fugaz.
 
 ven a partir conmigo lo que siento,
 esto que abrumador desborda en mí;
 ven a hacerme finito lo infinito
 y a encarnar el angélico festín.
 
 ¿Qué perdió Adán perdiendo el paraíso,
 si ese azul firmamento le quedó
 y una mujer, compendio de Natura,
 donde saborear la obra de Dios?.
 
 ¡Tú y Dios me disputáis en este instante!
 Fúndanse nuestras almas, y en audaz
 rapto de adoración, volemos juntos
 de nuestro amor al santo manantial.
 
 Te abrazaré, como a la tierra el cielo,
 en consorcio sagrado; oirás de mí
 lo que oídos mortales nunca oyeron,
 lo que habla el serafín al serafín.
 Y entonces esta angustia de hermosura,
 este miedo de Dios que al hombre da
 el sentirse tan cerca, tendrá un nombre,
 y eterno entre los dos: ¡felicidad!
 |