EN EL PRINCIPIO ERA EL VERBO. Así es como empieza la historia, tanto la Parte I como la Parte II.

En el principio mismo, Dios habla, y la luz se lanza sobre el vacío amorfo. Hay una razón por la cual Génesis 1
nos dice que la creación comenzó con la luz. En la segunda parte de la historia, cuando el Creador entra a la
creación en la forma de un bebé de carne y hueso, la Sagrada Escritura dice que Él era "la luz verdadera"
(Jn 1.1-9). Jesús, el Hijo eterno de Dios, estaba trayendo de nuevo vida al mundo, pero esta vez como algo más
que el agente misterioso de la creación: era el Verbo encarnado —la luz para toda la humanidad—
que venía a redimir su creación.

Siendo ya viejo, Juan, quien había caminado, hablado y comido con el Señor Jesús, evocó sus años con el Salvador
y escribió acerca de la experiencia: "Y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de
verdad" (1.14). El apóstol había visto a Aquel por quien todas las cosas llegaron a existir, y a quien él llegó a conocer.
"Lo que ha sido desde el principio", escribió a la iglesia primitiva, "lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros
propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado con las manos, esto les anunciamos respecto al Verbo
que es vida" (1 Jn 1.1 NVI).

El Verbo se hizo carne. Esta es la clave del todo de nuestra fe. Aunque hay quienes suponen que, al igual que muchas
otras religiones, nuestra creencia se basa únicamente en un libro sagrado, la Biblia dice otra cosa. En vez de ser una
larga letanía de mandamientos divinos, reconocemos que el Antiguo Testamento es una compleja acumulación de detalles
sobre la persona de Jesucristo, mientras que el Nuevo Testamento es una exaltación de Él. Para decirlo de otra manera,
la Biblia apuntan hacia el Verbo de Dios.

Aunque el Antiguo Testamento fue inspirado por Dios, es también una antología increíblemente diversa; fue escrito por
muchos autores humanos durante milenios, por no mencionar sus diferentes estilos literarios. Allí encontramos de todo,
desde relatos inspiradores y epopeyas violentas, hasta cantos de alabanza y oraciones airadas; desde genealogías y
poesía amorosa, hasta registros históricos y profecías enigmáticas. Quien no está familiarizado con sus páginas podría
preguntarse por qué, exactamente, los creyentes llaman Palabra de Dios a tal recopilación de escritos. Pero si usted deja
que ella le haga preguntas profundas —porque ella "penetra hasta partir el alma y el espíritu" (He 4.12)— y permite que le
inspire a hacerse usted algunas de las suyas, se hace evidente que cada sílaba y cada frase atrae al lector al mismo
deseo, al mismo centro: al Señor. Esta Palabra o Verbo encarnado revela el corazón de un Creador que anhela estar con
su creación —el de un Padre que hará cueste lo que cueste para traer de vuelta a sus hijos a Él.

Erin Gieschen