DEL MAR.... y Valparaíso
¡Y
sobre la estrella el viento
Y sobre el viento la vela!
Rafael Alberti
Desde el Mar Cantábrico, el Mar del
Norte y el Mar de Liguria habían llegado
a Valparaíso los bisabuelos y abuelos, deseosos de comenzar de nuevo en un país
donde todo estaba por hacer. Luego de la travesía por el Cabo de Hornos, que
les pegó el primer remezón de un mundo desconocido, o a través de la enorme cordillera, los que habían desembarcado en Buenos Aires, tuvieron que hacer frente a
los terremotos que borran del mapa las frágiles viviendas que unos porfiados
habitantes insistían en construir con barro y paja: “Esos vienen con una mano
por delante y la otra por detrás” comentaron con desprecio los que habían
llegado antes.
Sobreponiéndose a las
dificultades y diferencias, lograron echar raíces en la nueva tierra, con
excepción de mi bisabuela materna quien,
luego de sufrir el terremoto de agosto de 1906, donde hubieron de amputarle una
pierna destrozada por el derrumbe, in situ y sin otra anestesia que un trago de
coñac, se volvió a Génova, tan pronto como pudo reponerse. Jamás regresó a
Chile.
Peor destino tuvo su yerno alemán,
aplastado por una viga a los 26 años, al que no le alcanzara la vida para
conocer a sus hijas gemelas que nacerían unos días después, en medio de la
desolación del resto de la familia. De él sólo quedan un par de paisajes
marinos, pues todos sus cuadros se perdieron después.
Desde los cerros se podía ver el
vibrante azul del mar al doblar una esquina y mirar por las ventanas; su
presencia poderosa era el elemento más importante de la vida del puerto, pero
visto de cerca era agua sucia oliendo a petróleo y podredumbre con leves olas
gorgoteantes lamiendo las orillas.
La bajada para mirar el arribo de las naves era un evento. Todo lo
imaginable llegaba en los barcos, porque el país no fabricaba prácticamente
nada y sus únicos bienes eran algunas materias primas que produjeron el
fulminante enriquecimiento de algunos pocos. Desde sombreros, juguetes, telas,
vajilla, te y café, herramientas, muebles, pianos, hasta casas desarmadas como
mecanos, desembarcaban e inmediatamente se daba público aviso del
acontecimiento.
Pero cuando los barcos se iban era otro asunto. Escuchar la sirena
ronca y apremiante me partía el alma por la nostalgia nunca expresada de ser yo
quien se marchara a otros países y no quedarme en esa tierra tan lejana y
abandonada. Quizá influiría de alguna manera ver la tristeza de mi abuela,
quien siempre anheló volver a su patria alguna vez y cuando pudo hacerlo, ya
sintió que era demasiado tarde.
Fue mi padre el que decidió atravesar
el Atlántico para unirse al ejército español cuando las cosas se encresparon
allá. Pero la república perdió la guerra y tuvo que ser rescatado de un campo
de concentración en Francia por el diligente agregado militar de Chile,
actuando en nombre de la amistad.
Más tarde arribaría a Valparaíso el
“Winnipeg”, cargado con un sinnúmero de españoles notables, de los cuales hay
todavía sobrevivientes, y que cambiaron la visión que tenían los chilenos de
ellos, pues pensaban que los “coños” sólo servían para panaderos y ferreteros.
Entre los recién llegados había escritores y pintores que pronto se destacaron
en sus oficios y han dejado huellas en su país de adopción.
El contacto más cercano con el océano
empezó en las playas de Viña. En la infancia el mar es un ogro terrible,
oscuro, rugiente, capaz de atacar en forma repentina y arrebatar vidas con sus
olas como brazos, nunca hay que volverle la espalda, me decían. Sin embargo, en
los días de viento, salpicado de blancura hasta el horizonte, su presencia es
como un abrazo de frescura vital. En los días buenos las olas golpean apenas,
como sin ganas, dejando una orla de espuma burbujeante antes de retroceder
perseguidas por un grupo de pequeñas aves que, desde la distancia parecen
bolitas oscuras rodando tras el agua. Al acercarse, ya son diminutas máquinas
de coser dando rápidas puntadas en la arena hirviente de vida. Allí estoy,
mañanas enteras jugando mientras la abuela recoge luche de las rocas y atrapa
los cangrejos con la mano. El día es eterno y el mar estaría siempre como telón
de fondo de los aconteceres.
Pero llegó el exilio. Mi familia se
trasladó a Santiago por asuntos de
trabajo y jamás regresamos, salvo durante los meses de verano. Recuerdo que nos
fuimos por la subida Aguasanta, de Viña, cuando ya el sol se estaba apagando y
comenzaban a encenderse las luces. Nos quedamos mirando el mar que nunca vimos
tan grande como entonces, hasta que los cerros lo ocultaron. Con la oscuridad
llegó el desamparo. “Te acostumbrarás” fue el comentario disfrazado de
consuelo.
Era triste abrir las ventanas en la
mañana, ver la ciudad gris, plana, y aparentemente sin fin, para sólo esperar
la llegada del verano liberador. Siempre el mar me hizo falta y quizá por eso,
el primer poema que enseñé a mis hijas fue ese de Nicolás Guillén:
Por el Mar de las Antillas
anda un barco de papel
anda y anda el barco barco
sin timonel
Una negra va en la popa
Va en la proa un español
Anda y anda el barco barco
Con ellos dos .......
Mi experiencia de navegación marítima
es prácticamente nula, pero recuerdo haber visto las toninas jugando y los miles de pájaros al
paso del trasbordador del Canal de Chacao, sentir los corcoveos de una lancha,
hasta quedar empapada por las olas y muerta de la risa apenas un poquito mar
afuera y la emoción que me produjo ver
alzarse a lo lejos los acantilados de Dover, tras abundante literatura y
película que los mencionaba.
Tantas veces como pude, volví a
Valparaíso aunque fuera solo por el día, dando unas vueltas por la Aduana, la
Plaza Sotomayor, subiendo por el ascensor Peral hasta el Museo de Bellas Artes,
para mirar otra vez los cuadros de Alfredo Helsby, gran amigo de mi abuelo y
que mi abuela me había enseñado a apreciar, para después echar una mirada al
mítico Bar Roland, antes que el fuego lo borrara del mapa. Y almorzar en el
Bote Salvavidas mientras las cuadrillas cargan y descargan. No podía omitir
tomar el té en el Café Riquet de la Plaza Aníbal Pinto, para seguir después
subiendo el cerro y visitar a los parientes: los italianos en el Cementerio
Católico, los alemanes luteranos en el de Disidentes, entre rosas de renovado
vigor y vista al Pacífico, un tanto estropeada por modernos edificios del
plano.
Nunca pude volver a vivir cerca del
mar pero al menos, sé que en Valparaíso está mi última morada.