Un joven siciliano cumplía con una interminable condena: ¡30 años de prisión! Estaba totalmente rebelado y desesperado. Cierto día un compañero que estaba a punto de ser liberado le regaló un libro, pues no sabía qué hacer con él. Era una parte de la Biblia. 

       El joven empezó su lectura. Poco a poco se efectuó un cambio en él. La luz se abrió camino en su muy sombrío interior. Esto fue lo que escribió: «Era un hombre corrupto, un blasfemador, pero ahora todo ha cambiado y mi celda está iluminada por la presencia del Señor. A los ojos de la sociedad sigo siendo un criminal, pero a los ojos de Dios soy una nueva criatura».

       Tal es el poder de vida que contiene la Palabra de Dios para cada ser humano. Semejante a una lámpara, ella ilumina nuestro camino (Salmo 119:105). También es un espejo que refleja lo que somos (Santiago 1:23) y una espada que pone al desnudo los pensamientos de nuestro corazón (Hebreos 4:12). 

       Pero la Palabra no nos deja en una constatación que podría ser desesperante. Es una simiente portadora de vida, una lluvia que riega la tierra y hace crecer (Isaías 55:10-11), agua que limpia y fuego que purifica (Jeremías 23:29). Además es un pan indispensable como alimento del alma (Mateo 4:4) y un tesoro mucho más precioso que todas las riquezas de la tierra. Al igual que el joven en la celda, ¡busquemos ese tesoro!

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