NOS gusta crear polémicas en las que solventamos con un par de argumentos simplones los asuntos más complejos, y nos divierte buscar un culpable -sobre todo si es un político o una institución que no nos caen simpáticos- para echarle la culpa de un suceso que en cierta forma era inevitable. Lo digo por la muerte de tres niños discapacitados en un centro especializado de Valladolid, del que ha sido acusada una monitora que llevaba trabajando cinco años en el centro y que intentó suicidarse después de haber dado muerte a los niños. Se mire como se mire, ese caso es tristísimo y lo único que podemos hacer es compadecernos de esos pobres niños y de sus familias y de las demás cuidadoras. Y yo hasta me atrevería a añadir que también deberíamos compadecernos de la cuidadora que hizo lo que hizo, por muy atroz que fuera su conducta, porque hay que imaginar que a esa mujer de 55 años (los mismos que tengo yo) se le fue la olla y perdió la cabeza y quizá intentó evitar el sufrimiento de los niños y el suyo propio, de una forma equivocada y trágica, desde luego, pero que yo en cierta forma entiendo (entiendo, repito, lo que no significa que la justifique ni mucho menos que la apruebe). Pero entiendo a esa mujer que llevaba cinco años cuidando por las noches a unos niños que no podían casi moverse, y entiendo su desánimo, y las horas amargas de desaliento y de depresión, tal vez sola en la casa con los niños, una noche y otra, y otra más, hasta que llegaron el dolor insoportable, y luego el pánico y la locura.

Y sin embargo, más que oír estas cosas, más que intentar imaginar cómo es la vida de una cuidadora de niños discapacitados, he leído críticas feroces contra la ONG que cuidaba a los niños, y contra los monitores del centro, a los que se acusaba de no estar bien preparados ni especializados, e incluso contra el Gobierno autónomo que administraba el centro. El sacerdote que preside Mensajeros de la Paz ha dicho, con palabras muy razonables, que todo se debió a un acto de locura, pero eso no ha servido de mucho. Las críticas han seguido, con acusaciones de eutanasia, de negligencia, de mala práctica profesional y no sé cuántas cosas más.

Todo esto es asombroso. Que exista un centro como ése para niños discapacitados es un milagro del que todos deberíamos estar muy orgullosos. Todo el mundo coincide en que las cuidadoras atendían de forma admirable a los niños. A mí todo eso me parece prodigioso, porque me demuestra que hay gente que está dispuesta a hacer cosas que a mí me costaría mucho hacer. Por eso, más que buscar culpables, deberíamos alegrarnos de que existan centros como ése. Y también deberíamos exigir que el dinero de nuestros impuestos sirva para financiar centros así. Y sin recortes de ninguna clase.