¿Qué
sentido puede tener practicar tai chi hoy en día en la sociedad
occidental; por ejemplo como arte de defensa? En un momento en el que la
tecnología moderna pone a nuestro servicio armas cada vez más
sofisticadas...¿es útil aprender a defenderse con un arte marcial en el
que como mucho se utilizan palos, cuchillos, espadas... y algunas armas
más complejas pero todas de corto alcance? ¿Tiene sentido practicarlo
uno o dos días por semana como si fuera un pasatiempo, y
desvinculándolo de nuestra vida personal e íntima?. En este caso, aunque
lícito y completamente aceptable, no sería muy diferente de una
gimnasia u otro tipo de ejercicio o deporte.
El tai chi está de
moda en estos tiempos en occidente, pero no se sabe ubicar en nuestra
sociedad como algo útil para vivir mejor (y no me quiero referir
solamente a sentirnos bien y relajados al salir de clase). Necesitamos
pues un contexto en el cual encontrar un sentido a esta práctica; un contexto
que sea cercano a nuestra manera de vivir y en el cual podamos
encontrar recursos para afrontar de otra forma nuestro qué hacer
cotidiano. La práctica, con el tiempo, no se limita únicamente a esas
horas en que asistimos a clase semanalmente, la verdadera práctica está
en las pequeñas y cotidianas cosas que hacemos cada día, en nuestra
relación con nosotros mismos, con los demás, con nuestro trabajo, con el
entorno...
Todos agradecemos las comodidades que la sociedad
moderna y “desarrollada” en la que vivimos nos ofrece. Tenemos infinidad
de facilidades que hacen que nuestra vida sea “mejor”; sin embargo...
algo falla. Hoy en día no hace falta tener un huerto ni salir a cazar
para conseguir el alimento, sabemos que el supermercado nos lo
proporcionará; si tenemos un trabajo medianamente bueno podremos tener
una vida medianamente buena, con seguridad social incluida... y nos
conformamos; nos sentimos más seguros si vivimos en un pueblo o una
ciudad que en el medio del bosque con sus “peligros”, ya que tenemos
quien nos protege...
Todas estas comodidades y otras que no tenía
el hombre de hace 100, 200, 300... años, hacen que nuestra mente
también se acomode, llenándose de pensamientos, recuerdos, actividades,
planificaciones... perdiendo así la capacidad de vivir el presente.
Nuestras emociones van pasando de la alegría a la tristeza, a la rabia u
otro estado en un instante, debido a que nuestra mente no para de
reaccionar a todo lo que va apareciendo en ella. Por último, ni que
decir tiene que el cuerpo, el pobre, va como puede: pasamos de él o nos
pasamos con él. Es necesario, por lo tanto, recuperar el presente;
pero ¿qué es vivir el aquí y ahora?: es estar completamente presente en
lo que estamos haciendo, pensando, sintiendo... en este mismo momento.
Si intentamos centrar nuestra mente en una sola cosa, veremos que a los
pocos segundos empiezan a aflorar otros pensamientos que nos distraen,
parece imposible evitarlos. Sin embargo, si lo consiguiéramos nuestra
mente estaría más relajada y podríamos calmarnos, sentirnos en
paz (eso que todos anhelamos y cuesta tanto conseguir). Cuando
el hombre vivía de una forma más natural y acorde con la naturaleza,
cuando debía preocuparse por cultivar su propia comida, cazar, sobrevivir,
su mente se centraba casi exclusivamente en eso. Su capacidad de estar
alerta en el presente era mayor; un despiste podía suponerle
la vida. No quiero decir que deberíamos volver a vivir tal y como se
hacía hace tantos años, pero sí intentar recuperar esa capacidad de
estar en el presente innata en el ser humano; dejar que la mente se
vacíe de pasado y futuro y utilizar ésto para estar más centrados, para
conocernos mejor, para relacionarnos, para evolucionar.
Nuestra
forma de vida, influida como es natural por nuestra educación, cultura,
raza, etc., busca continuamente el placer y el “bienestar”, rechazando
cualquier tipo de “malestar”. Este malestar sería la enfermedad, la
tensión, la muerte, todo tipo de dolor, la tristeza, la rabia, el
miedo... todo lo que nos produzca alguna incomodidad, incluso el
esfuerzo. Es curioso que miramos hacia otro lado cuando aparece alguna
de estas cosas y sin embargo, estamos más atrapados por todas ellas que
por ese bienestar que tanto anhelamos. Reaccionamos automáticamente a
las cosas, son nuestros patrones o pautas de comportamiento:
hemos aprendido a rechazar “lo malo” y a apegarnos a “lo bueno”; somos
esclavos de estas reacciones ya que están muy arraigadas en nuestro
interior. Para poder cambiar estos patrones debemos empezar por verlos,
aceptarlos y reconocerlos. Cualquier práctica que contemple e investigue
en los “opuestos” (la relajación y la tensión, lo suave y lo duro, la
atracción y el rechazo... el yin y el yang) nos puede ayudar a tener una
visión más amplia de todo lo que no nos gusta, y por supuesto, de lo
que nos gusta. Más inteligente que quejarnos de todo lo “malo”
es cambiar nuestra actitud frente a ello.
El
individualismo cada vez mayor que se puede observar en estas sociedades
que seguiremos llamando “desarrolladas” hace que vayamos perdiendo la
conexión con los demás, cada vez nos cuesta más compartir con el
prójimo. Aunque decidamos comenzar una disciplina con la finalidad de
desarrollar nuestra conciencia y madurar como personas, nos podemos
olvidar de los demás y limitarnos a “observar nuestro ombligo”. Sea cual
sea la práctica destinada al desarrollo personal debería a la vez
hacernos encontrar el camino para poder relacionarnos con cualquier
persona. Para esto no suele ser suficiente el hecho de que la práctica
se realice en grupo (aunque ayuda)... los ejercicios en pareja nos
permiten profundizar e investigar más en este aspecto. No nos
comportamos igual si un ejercicio lo realizamos con el profesor, con
alguien que nos cae mal, con el guapo(-a) de la clase, con el que no
calla, con el que lo sabe todo y no para de corregirnos, con el que no
nos mira a los ojos... depende de quién tengamos delante reaccionaremos
de manera diferente. Si ponemos conciencia en ello podemos descubrir
cómo funcionamos a la hora de compartir con nuestros compañeros (hasta
qué punto estamos compartiendo o “compitiendo” con cada uno de ellos por
ejemplo...). Esto es muy útil cuando nos damos cuenta de que en clase
nos encontramos con personas que pueden ser muy similares a nuestros
familiares, amistades, compañeros de trabajo... En la práctica podemos
conocer nuevas formas de respuesta a nuestras situaciones cotidianas,
sean éstas placenteras o conflictivas.
Estos ejercicios en
pareja, como el empuje de manos, la lucha y el combate entre otros
(tanto en su modalidad pautada como libre), también nos ayudan a
utilizar de manera constructiva aspectos relacionados
sobretodo con nuestro miedo y agresividad. Ambos son energías naturales
que también forman parte del ser humano, y hasta pueden llegar a ser
buenas aliadas... sin embargo, están en el paquete de “lo malo”, a
evitar; quedándose bloqueadas en nuestro interior y sin poder
expresarse. Esta represión de lo natural afecta en mayor o menor grado a
nuestras relaciones personales y cotidianas y pueden llegar a
convertirse en patológicas: pánico, rabia, ira, violencia hacia uno
mismo, hacia los otros... Cualquier arte marcial, bien dirigida por
el profesor, puede hacer que nos conozcamos mejor a nosotros mismos en
estos niveles tan profundos y primitivos y contribuir así a la paz con
uno mismo y con los demás.
Pero hay algo más que puede ser
interesante en el juego de la lucha, el empuje...(volviendo así al
comienzo de este artículo): sobretodo en su modalidad libre, podemos
darnos cuenta de que ponemos toda nuestra atención en el ejercicio, la
mente puede estar en el aquí y ahora, y se puede relajar. Me refiero a
que en el combate libre la amenaza de peligro es muy clara: si nos
distraemos el compañero nos golpea o nos hace perder el equilibrio por
ejemplo. Ante un peligro inminente estamos mucho más alerta...
(A veces puede ser más fácil vivir el presente en un combate que en un
ejercicio de qi gong o meditación; sin intentar quitar ningún valor a
estas prácticas; ya que, además, creo que deben formar parte de la
práctica del tai chi). El nivel de intensidad en estas prácticas depende
de la experiencia de cada uno, sabiendo que nunca se llega a una
situación “real”, pero sí a un punto suficiente en el que al estar
y vivir el ejercicio la vivencia del mismo es única. Son
momentos en los que incluso nos mostramos más sinceros, más auténticos,
más ...de verdad.
Puede que el tai chi, en sus orígenes, no
fuera ideado para todo esto. Puede que únicamente fuera un camino
espiritual y un arte de combate destinado sólo para unos cuantos monjes y
familias determinadas. Pero debemos pensar que ha pasado mucho tiempo
desde entonces, que es otra sociedad en la que vivimos (y no un
monasterio) y creo que lo más interesante de cualquier arte es que no
esté terminado, enterrado, muerto, sino en continua evolución. Me parece
importante que el tai chi, sin perder su esencia, vaya adaptándose y
desarrollándose con la sociedad en cada momento. El tai chi no es un
producto, algo que se puede comprar o vender; o no debería serlo. Es
algo a vivir, a experimentar, a disfrutar
y compartir.... Tampoco debería ser un fin a
conseguir, sino una herramienta que, si somos hábiles, nos ayudará a
poder comunicarnos con nosotros mismos, a conocernos
mejor, a dejar de correr. A ser más sensibles a lo que nos rodea y a
interactuar con ello de manera diferente. A desarrollar no sólo nuestra
conciencia corporal, sino también emocional y mental. Algo que nos
enseña a vivir mejor y más plenamente la vida; “lo bueno y lo malo”.
Creo que éste podría ser el sentido espiritual de
nuestra práctica.
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