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De: Thenard  (Mensaje original) Enviado: 30/06/2010 22:01
Peregrinar a Compostela siguiendo el Camino de Santiago es mucho más que realizar una excursión a los confines de la historia. Meta sagrada de culturas precristianas, el Finis Térrea es el último eslabón en una larga cadena de etapas repletas de claves esotéricas, representación de los distintos grados de iniciación en ese viaje interior que es la vida.

La marcha peregrina al Lugar Sagrado formó parte, desde siempre, de una querencia espiritual poderosísima, compartida por todos los pueblos. Hombres y mujeres de las más diversas creencias supieron de lugares adonde había que acudir al menos una vez en la vida para cumplir con un rito de paso, imprescindible para entrar en contacto con la entidad trascendente –divina- en la que todos sin excepción habían depositado sus esperanzas en el Más Allá. Para unos, ese lugar era aquél en el que el dios de turno se ponía en contacto con sus criaturas. Para otros, se trataba de un rincón que había sido sacralizado por un prodigio sobrehumano que justificaba su fe y daba sentido a sus esperanzas. Para la mayoría, se trataba de la tumba de un profeta, de un dios o de un santo que, con la presencia de su cuerpo, justificaba todas las devociones y confirmaba la verdad trascendente de las convicciones que guiaban sus querencias espirituales.
La marcha al Fin del Mundo, siguiendo la ruta del Sol, fue un impulso trascendente común a la mayor parte de los pueblos del Viejo Continente desde la noche de los tiempos. En la historia más temprana, ese impulso se manifestó en migraciones masivas de gentes que creyeron encontrar su identidad y su razón de ser allá donde la Tierra terminaba y comenzaba el enigma insondable de un mar tenebroso, desde el cual muchos creían que había llegado, en un día remoto, la revelación de todos los misterios que el ser humano necesita despejar para adquirir conciencia de su propia identidad.

El mundo cristiano, en su afán por construir una religión que se distinguiera de todas las precedentes, instituyó oficialmente su meta peregrina en Jerusalén, donde presuntamente había nacido el núcleo de su doctrina, o en Roma, donde se asentó su máxima jerarquía en cuanto fue reconocida oficialmente por el imperio romano. Sin embargo, pronto pudo comprobar que buena parte de su feligresía, desoyendo su propaganda, seguía con la mirada puesta en aquel lejano Finis Térrea que había constituido desde mucho antes de la aparición del Cristianismo, la meta sagrada de sus querencias arcanas. E, incapaz de borrar aquellos afanes de la conciencia de su feligresía, prefirió hacerlos suyos y sacralizarlos de acuerdo con sus propios parámetros. Imposibilitada de situar en aquel rincón perdido de Occidente la tumba del Salvador, proclamó allí la presencia del que muchos fieles tenían como su hermano gemelo, el Apóstol Santiago; inventaron un imposible viaje evangélico que los escritos sagrados nunca pudieron confirmar y fabricaron el milagro de la traslación de su cuerpo a través de una aventura mítica por mar, para justificar la presencia del cuerpo santo en los confines de Occidente.

Al pueblo le bastó con la creación de aquel mito. El antiguo peregrinaje a los orígenes tomó nuevos vuelos, se hizo masivo y miles de peregrinos comenzaron a cumplir con la vieja consigna ritual iniciática que en lo profundo significaba, más allá de la mera visita al cuerpo santo depositado donde el Sol se pierde en la noche, el viaje espiritual al encuentro de la propia identidad, santificada por la doctrina.

Los monjes de Cluny, intentando poner orden en aquellos desplazamientos multitudinarios, establecieron una especie de ruta oficial que controlase la anárquica marcha de los fieles hacia el destino sagrado.. así fijaron lo que hoy conocemos como Ruta Jacobea o Camino Francés, que trató de canalizar la voluntad peregrina de aquellas multitudes de fieles que marchaban cada año al encuentro de la tumba del Apóstol. Pero pronto se impuso el valor arcano de una Tradición que se negaba a fenecer y, sin que la misma Iglesia lo pudiera evitar, el Viejo Camino recuperó también sus valores originarios y permitió entrever de nuevo el misterio del antiguo rito peregrino y rescatar sus casi perdidos valores iniciáticos.

Aún hoy cabe descubrir el sentido originario de aquel largo rito de paso que conmovió las conciencias de nuestros antepasados. Y, a pesar de la desacralización de este mundo, volcado al consumo y a la civilización del ocio, todavía es posible el reencuentro con la magia trascendente que transmitieron a aquella ruta los miles de buscadores que la recorrieron, dirigiéndose al encuentro de su propia identidad.



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De: Thenard Enviado: 30/06/2010 22:01
ntrando por el Camino aragonés



De las cuatro rutas principales que atravesaban los Pirineos desde Francia, la que llegaba desde Arles y pasaba por las localidades de Montpellier, Toulouse y Oloron, remontaba el puerto más alto de la zona, el de Somport –el Summus portus- y descendía abruptamente hacia la altiplanicie jacetana. Aquel remonte del puerto no era gratuito; para el peregrino, representaba el primer ascenso penoso hacia un camino que marcaba, precisamente allí, su primera prueba iniciática. Hasta la leyenda la recoge a través de la historia de dos peregrinos franceses que, a punto de morir de frío, fueron salvados por un ave sagrada que les condujo a lugar seguro. Aquellos romeros fueron los fundadores de un hospicio ya desaparecido, cuyo recuerdo aún perdura, el de Santa Cristina.



El camino sigue por Canfranc, Villanúa y Aruej y, antes de atravesar Castiello de Jaca, nos ofrece un primer desvío de la ruta que lleva al peregrino despierto, por Borau, hasta la abandonada ermita románica de san Adrián, dedicada a un santo mártir que encontró su camino de santidad animado por el entusiasmo místico de su propia esposa, santa Natalia.



Jaca es la primera ciudad caminera de importancia cuando se llega desde Somport. Su catedral, una joya del románico construida en el 1063, era el primer templo monumental con el que se tropezaba el viajero, el primero que le planteaba incógnitas por despejar, como esa llave que configura la capilla de Santa Orosia, fue situada allí para transmitir al peregrino –mediante la historia simbólica de la santa decapitada que salvaba del diablo a los endemoniados-, la posibilidad de abrir de nuevo la puerta del misterio de las matres que habían sido escamoteadas por el Cristianismo triunfante. Pero la catedral de Jaca guarda todavía más incógnitas, entre ellas, la del significado escondido en las crípticas inscripciones de los pórticos y que rodean la imagen de otro símbolo fundamental del Cristianismo esotérico: el crismón, esa extraña figura de múltiples significados que pasea a la imaginación entre el principio y el fin, entre el Alfa y Omega de la Gran Tradición.



Se sale de Jaca y se interna el viajero por el trecho del Camino que conduce hacia Navarra. No tarda en tener que separarse de él, si quiere cumplir con las reglas del peregrinar. Se desvía a la izquierda para internarse en las colinas hasta encontrar Santa Cruz de la Serós, un antiguo monasterio dúplice en el interior de cuya iglesia se levanta una poderosa columna en forma de Árbol de la Vida. Cerca de ella se levanta un templo austero, del románico más simple, dedicado a un santo más que sospechoso: san Caprasio –san Capras para sus devotos- que, seguramente, con su gavilla de trigo entre los brazos, correspondió a un antiguo culto, disimuladamente conservado, a una divinidad agraria que luego fue cristianizada.



Desde aquí se remonta una dura pendiente, de varios kilómetros de subida, que deja al caminante frente al templo más emblemático de esta parte del Camino. San Juan de la Peña penetra su sacralidad en la roca de los farallones del monte y exhibe un claustro exento que se guarece entre las angulosidades de los peñascos, mostrando los más insólitos mensajes en las figuras de sus capiteles, que nadie supo poner en orden correcto cuando se procedió a su restauración. Aquí quiso ser enterrado el papa cismático don Pedro de Luna, Benedicto XIII, pero la Iglesia no lo consintió. Y aquí se albergó durante siglos el Cáliz que dicen fue empleado por Jesús en la Última Cena, el Grial de la tradición artúrica.



De regreso al Camino principal, aún habrá que desviarse el caminante advertido hacia el valle de Echo y visitar las ruinas de la iglesia de San Pedro de Sasabe, donde también estuvo el Grial y aún hoy puede adivinarse el laberinto dibujado en el suelo por los canteros iniciados, destinado a guiar las danzas sagradas del oficiante seguido de todos sus fieles, en un intento trascendente de captar desde aquella figura serpentina las energías emanadas de la tierra, los wuivres de las tradiciones paganas que ponían a los mortales en contacto con las corrientes subterráneas.
 
En tierra Navarra



Apenas se deja atrás la comarca aragonesa, el Camino originario queda hundido bajo el pantano de Yesa y hay que seguir por su orilla, recuperándolo por un instante al pasar junto al montículo donde se levanta Tiermes, que fue, como indica su nombre, un balneario romano de aguas termales. Luego se entra en territorio navarro, iniciando una áspera subida hacia la sierra de Leyre, que habrá de dejarnos en el monasterio benito que le dio nombre, un viejo cenobio que dictó la historia del reino de Navarra durante siglos. Del histórico monasterio hay que detenerse, sobre todo en su cripta, compuesta por un conjunto de gruesas columnas con gigantescos capiteles que parecen haberlas hundido en el suelo para que entren en contacto con las corrientes telúricas a cuyo paso se levantó toda la construcción. Probablemente, los canteros constructores no eran ajenos al conocimiento y la captación de estos enclaves mágicos.

Pero Leyre guarda otro secreto: nada menos que el de un monje de tiempos pretéritos que, deseoso de conocer la Gloria, se vio transportado un buen día por el canto de una avecilla que le hizo vivir la realidad del más allá por un periodo que a él le pareció de apenas unos minutos pero que, a su regreso, resultó haber sido de trescientos años. Sin saber de teorías relativistas ni de los misterios desentrañados por la física de los quanta, aquel san Virila de Leyre vivió en sus carnes la mentira del tiempo y volvió para contarlo. Eso al menos dice la leyenda.

Se baja de los montes, se atraviesa de nuevo el río Aragón y, tras haber pasado por Javier, se alcanza Sangüesa, en cuya colegiata de Santa María se puede contemplar uno de los pórticos más misteriosos del románico, sostenido por figuras como las de Judas y repleto de figuras que transmiten un mensaje nunca totalmente descifrado, donde los justos lloran y los pecadores ríen en un fantástico Juicio Final. Allí, oficios y quehaceres son representados como símbolos de labores trascendentes, mientras una mujer desnuda amamanta a una rana. Una leyenda caminera cuenta de cierto enfermo llagado que hizo el Camino con la esperanza de que Santiago le curase sus fístulas y que, sin dar muestras de curación, se encomendó al Apóstol en Compostela y emprendió el camino de regreso. Fue entonces, al pasar de nuevo por todos los lugares donde se había detenido a la ida, cuando se le fueron desprendiendo sus costras una a una. Y la última cayó, dejándole definitivamente limpio, al detenerse frente a este pórtico de Santa María la Real, al tiempo que se le hacía claro el mensaje que transmitía la piedra.

Tras abandonar Sangüesa se pasa por Rocaforte, donde a San Francisco de Asís le floreció el báculo seco que le servía de apoyo y supo por ello que allí debía fundar su primer convento del Camino. Luego se atraviesa Monreal, Tiebas y Campanas, cruzando la autopista que conduce de Pamplona a Madrid e internándose en un amplio valle. Aquí, la ruta nos lleva a uno de los monumentos más señeros de todo el camino: la capilla templaria de Eunate, una construcción octogonal rodeada de un claustro de ocho ángulos, en cuyo interior se reunían los caballeros del Temple en sus tenidas iniciáticas, según puede apreciarse por el banco corrido que bordea el recinto de la capilla. Pero lo más significativo de este lugar hay que buscarlo en el portalón principal, que lleva esculpida una ristra de figuras simbólicas puestas en el arco exterior como signos de reconocimiento. Su significado no pasaría de ser un pequeño reto al conocimiento tradicional si no fuera porque en un pueblo cercano –Olcoz-, existe un portón prácticamente idéntico en la fachada de su iglesia parroquial, sólo que con todas sus figuras colocadas en orden inverso, conformando una imagen especular que obliga a pensar que ambos pórticos fueron concebidos como enantiomorfos: iguales y de sentido contrario, tal y como dice la ciencia que es la antimateria con respecto a la materia.
Enfrente mismo de Eunate, el lugar de Obanos, es una extraña continuidad de esa sinfonía de los contrarios, rinde culto paralelo a una santa y a su hermano y asesino. Puede tratarse de una casualidad o puede ser un complemento al mensaje de la capilla templaria, destinado a probar la capacidad de entendimiento del peregrino.
 
 
El trecho carolingio


Los peregrinos procedentes de París y Orleáns, de Vézelay y de Le Puy entraban en tierras pirenaicas peninsulares por el collado de Roncesvalles. Era ésta una ruta de connotaciones casi políticas, llena de recuerdos míticos para los peregrinos franceses. Allí, en los primeros tramos, se rinde homenaje al Emperador de la Barba Florida, se recuerda a sus pares –Roldán, Oliveros, Turpin- y se dice que allí, en el llamado Silo de Carlomagno, fueron enterrados todos los héroes que murieron a manos de los navarros en la célebre batalla.
Luego, sin embargo, las tornas van cambiando. Y sigue apareciendo el mítico Roldán, pero ya no es el par de Francia, sino un personaje de la mitología vasca, Errolán, un gentil de los tiempos míticos que, con su fuerza sobrehumana, lanzaba piedras a kilómetros de distancia, intentando aplastar pueblos enteros que siempre se salvaban porque el tiro se le quedaba corto. Por allí surgen esas piedras de Roldán, que no son sino enormes menhires tumbados, que unas veces señalan la longitud de su paso, o el de su mujer, o el de su hijo, y otras se muestran como la piedra con la que el forzudo trató de destruir éste o aquel pueblo.

Se trata de una comarca marcada por el recuerdo constante de brujas que celebraban sus aquelarres por aquellas llanadas entre los montes, una tierra donde las leyendas giran en torno a los puentes peregrinos, a muchos de los cuales se les atribuyen virtudes mágicas, como el cuidado del ganado que pasa por debajo de sus ojos. Los cronistas, primeros historiadores del Camino, como Aymeric Picaud, ponían en guardia a los viajeros contra el salvajismo de aquellos navarros que recurrían seguramente a artes diabólicas para romper la resistencia de la retaguardia carolingia en la jornada de Roncesvalles y que estaban siempre listos para envenenarles los caballos y apoderarse de sus pertenencias.

Así alcanzaba el peregrino Pamplona, la primera ciudad importante del Camino, con buenas posadas y pocos recuerdos de auténtica trascendencia para quien buscaba iniciaciones. El Camino sigue, atravesando la ciudad, hacia el llamado Alto del Perdón (donde un peregrino de libró valientemente de las acechanzas de Satanás), pero el viajero curioso, el que buscaba su sentido a cada milla de la calzada, podía desviarse poco antes para visitar la cercana iglesilla de Gazolaz, a la derecha de la ruta, donde se encontraba con una más que curiosa amalgama de figuras grabadas en la piedra que parecen emerger de entre la labra como fantasmas líticos de formas caprichosas.

Siguiendo por aquellas trochas se llega al lugar de Eunate y Obanos donde se unían los caminos navarro y aragonés. Cerca se levanta la ciudad de Puente la Reina, que fue encomienda de templarios y cuya iglesia del Crucifijo guarda un Cristo renano del siglo XIV que dicen fue depositado allí por peregrinos alemanes. Curioso crucifijo que muestra al Salvador clavado a una horquilla de árbol en forma de Y griega... o tal vez de Pata de Oca, signo distintivo de logias de constructores y de pueblos malditos como los agotes, que pululaban por aquí marginados por la población autóctona.

Respuesta  Mensaje 3 de 4 en el tema 
De: Thenard Enviado: 30/06/2010 22:02
Camino del Ebro



Ya convertidos en uno ambos caminos, comenzamos a encontrarnos con la obra de los constructores iniciados, como los soberbios puentes del Camino.

El puente que dio nombre a Puente la Reina tuvo una imagen de la Virgen en una hornacina que aún puede verse junto al arco central. Hoy esa imagen se encuentra guardada en uno de los templos del pueblo, pero todavía se cuenta la leyenda del Pájaro Chori, que, de tiempo en tiempo acudía allí para limpiar la imagen de aguas y barros. Se decía que siempre que aparecía la avecilla sucedía un acontecimiento importante en la vida del pueblo.

La carretera que ha sustituido al Camino se ha alejado de su ruta tradicional, pero aún cabe reencontrar el viejo trazado y pasar cerca del crucero de Curauqui, protagonista de viejas tradiciones populares. Y cruzar el puentecillo caminero de Villatuerta y contemplar la entrañable ermita de San Miguel.

A un tiro de piedra se encuentra Estella. Esrta ciudad se construyó por y para los peregrinos, que la llenaron de devociones marianas. Pocas ciudades veneran tantas advocaciones a Nuestra Señora como ésta ni tienen tantos milagros que contar de sus imágenes respectivas, hasta el punto de que uno ya no sabe si se refieren a una sola persona o a las representaciones de múltiples deidades que sólo unificó el capricho del clero y el recuerdo de la defenestrada Gaia, la Diosa Madre. La virgen de Puy, Nuestra Señora de Rocamadour, la Virgen de Belén... Unas tienen su propio santuario. Otras, tres al menos, se refugian en la iglesia de San Pedro de la Rúa, un soberbio muestrario mariano situado en lo alto de una colina y al que se accede por una empinada escalera. De este edificio, así como del monasterio en el que estaba integrado, queda un pedazo maravilloso de claustro, con tumbas de peregrinos y el recuerdo vivo –y simbólico, sin duda- de un cierto obispo de Patras que murió allí sin poder rematar la peregrinación y legó al pueblo la reliquia de la mano de san Andrés que llevaba consigo.
A la salida de Estella se levanta el monasterio de Irache. Dicen que es el cenobio más antiguo de Navarra y muestra en su estructura todos los estilos arquitectónicos que han predominado a lo largo de la historia. En lo alto de la girola del templo, los cuatro evangelistas aparecen representados con las cabezas de sus animales simbólicos, dándoles aspecto de dioses egipcios trasplantados allí desde sus templos nilóticos.

El Camino, a partir de aquí, discurre entre viñedos y renovada memoria de brujos. Se pasa junto a Sansol, que dicen recibió el nombre de san Zoilo, uno de los varones apostólicos que fueron discípulos de Santiago, pero que recuerda más a una sacralización solar. Y se queda el peregrino asombrado ante la majestad de la pequeña ermita octogonal de Torres del Río, que según parece fue, como Eunate, otra Linterna de los Muertos, pero que proclama a gritos su carácter mistérico.

A un lado queda Bargota, donde ejerció de cura el brujo Ioannes, que en una sola noche viajaba hasta Roma y volvía, y que muchos domingos de verano aparecía con el sombrero cubierto de nieve porque había estado en los aquelarres que se celebraban en las altas montañas de nieves eternas. De aquelarres saben bien por estos rincones. Y muchos recuerdan los que se celebraban en un paraje cercano a la vecina Viana, llamado Las Charcas, donde se reunían todos los hechiceros de la comarca, que debieron ser muchos y fueron finalmente empapelados por la Inquisición que tenía su tribunal en Logroño.

A este hito del Camino se entra atravesando un puente que sustituyó al que en su día construyó uno de los grandes pontífices de la ruta: santo Domingo de la Calzada, por cuya tierra se pasa más adelante. Aquí, el peregrino solía hacer un alto en la ermita de San Gregorio Ostiense, que fue maestro de constructores y llegó a esta comarca para ahuyentar, según dicen, a una plaga de langostas que la estaba arruinando. La ermita apenas se reconoce ya, empotrada como está entre las casas de la calle de los peregrinos. La iglesia concatedral de Logroño se llama La Redonda; y, con ese nombre, recuerda que, en sus orígenes, fue una iglesia circular ya desaparecida.

Se sale de la ciudad por una antigua puerta de la muralla conocida como el Revellín. A poco trecho, Navarrete nos muestra una hermosa iglesia con dos portalones que recuerdan la entrada al Santo Sepulcro de Jerusalén. Y a la salida del pueblo se pueden ver las tapias del cementerio municipal, cuya puerta procede de un desaparecido monasterio de caballeros sanjuanistas y cuyas figuras nos descubren, casi de tapadillo, las etapas por las que tenía que atravesar el peregrino jacobeo para acceder a su iniciación secreta.

Se llega después a Nájera, que fue sede de los reyes de Navarra. Allí encontramos un soberbio monasterio con el ábside de su iglesia penetrando las entrañas de la tierra. Fue construido, según la tradición, como homenaje a un milagro del que fue objeto el rey don García que, en una ocasión, cuando cazaba, perdió a su azor mientras perseguía a una paloma; a fuerza de buscarlo, lo encontró el buena convivencia con su presa a los pies de una hermosa imagen de Nuestra Señora, en el interior de una cueva de la montaña. Sobre esa oquedad se edificó el monasterio, que llegó a ser el más importante de la comarca. El rey quiso dotarlo con todas las riquezas imaginables y para ennoblecerlo más, hizo todo lo posible por llevar a él cuantos cuerpos santos y beatos pudo recoger en sus dominios. Dicen que el único cuerpo que se le resistió fue el de san Millán.

San Millán de la Cogolla constituye uno de los lugares de poder más importantes de la Ruta Jacobea. Está situado a trasmano del Camino, pero quien desee ir al encuentro de lo más mágico de la Ruta no puede prescindir de su visita. Para ello ha de internarse en las estribaciones de la griálica sierra de la Demanda. Encontrará primero el monasterio nuevo, el de Yuso. Y, ascendiendo por la montaña, hallará el viejo, el de Suso, construcción de dos naves en las que lo visigótico y lo mozárabe se combinan para mostrarnos la esencia arquitectónica de lo más sagrado. En esa iglesia está enterrado el santo Millán y, en los alrededores de la construcción pueden verse las cuevas donde el maestro y sus discípulos y discípulas hacían vida eremítica. Con el tiempo, este santo varón se convertiría en émulo castellano del Apóstol y, como él, se dijo que, en más de una ocasión, ayudó a los cristianos a vencer a la infiel algarabía. Pero, recordando su vida de meditación y santidad, cuesta creer en semejantes querencias bélicas.

Subiendo más a esta sierra de la Demanda, a los pies del pico de San Lorenzo, que fue un monte sagrado remotamente dedicado al dios Lug, se encuentra el monasterio de Valvanera, que antes de albergar la imagen de Nuestra Señora, fue un poderoso lugar sagrado donde todo indica que se celebraron ritos de erotismo sagrado. Ésta fue, seguramente, la razón por la que los monjes que ocuparon el lugar lo convirtieron en un recinto misógino, donde las mujeres tenían estrictamente prohibida la entrada. Y hasta se dijo, cuando tuvo que levantarse aquella veda, que ninguna fémina podría permanecer allí por más de tres días sin riesgo de perder la vida. Nos encontramos en una comarca sagrada, que el Cristianismo monástico vigiló celosamente durante siglos, siempre temeroso de los rebrotes paganos que podían surgir al menor estímulo. Seguramente por eso, la ruta de los peregrinos fue apartada de su paso por ella. Pero quedó lo bastante cercana como para invitar aún con su presencia a quien sepa beber de sus remotas esencias.
 
La ruta de los constructores



Se vuelve a Nájera y se recupera el Camino, después de haber visitado en Tricio la anárquica ermita de Arcas, que se construyó a partir de un templo jupiterino y que seguramente sirvió como antro donde se celebraron cultos de carácter gnóstico en los primeros siglos del Cristianismo. No lejos está, aún en plena actividad, el monasterio de Cañas, en el que en su día se rindió culto a santa Ana, la Madre por excelencia. Y poco más allá se entra en la ciudad de Santo Domingo de la Calzada, nominada como el santo arquitecto señero del Camino que la fundó y que dedicó su vida a facilitar el paso de los peregrinos por una comarca plagada de dificultades que el santo fue eliminando, construyendo trechos enteros de la vía caminera y levantando puentes para atravesar los ríos que la cruzaban. Su recuerdo está plagado de milagros, realizados unos en vida y otros después de su muerte. Pero la mayor parte de ellos –si exceptuamos aquel que le dio mayor fama: el de la gallina que cantó después de asada- tuvieron como beneficiarios a canteros, albañiles y picapedreros, aquellos constructores sagrados que llenaron de obras asombrosas el Camino a Compostela.
Entra la ruta jacobea en la provincia de Burgos y pasa por un pueblecillo que no debe pasar inadvertido, Redecilla del Camino, donde en su iglesia se conserva una de las pilas bautismales más importantes de nuestro románico. Toda ella profusamente labrada, toma la forma de una ciudad: la Jerusalén Celeste, la sede de los justos, desde donde está asegurado el acceso directo a la Gloria.

Se atraviesa luego Belorado y se pasa por Tosantos, donde se venera a un santo llamado Felices, que fue decapitado cuando se afanaba por predicar la fe y siguió predicando con su cabeza cortada bajo el brazo, hasta llegar al lugar donde decidió que debía ser enterrado. Más allá está Villafranca de Montes de Oca, a cuya ermita acudían devotamente los peregrinos. El templo está situado en un vallecillo de ensueño y cerca de allí están los restos de una cantera que sugieren la existencia de una escuela de canteros de donde habrían salido los constructores sagrados que llenaron de monumentos aquel trecho del Camino. Éste se interna en los hayedos de La Pedraja hasta alcanzar San Juan de Ortega, lugar donde residió otro santo arquitecto. La iglesia del santuario es una obra asombrosa del románico mágico de los grandes constructores sagrados. Abundan allí los detalles del buen hacer, las muestras de ese conocimiento trascendente que guió la obra de los mejores artífices de aquellas logias donde se aprendía mucho más que la simple resistencia de materiales y el arte de labrar la piedra. Aquí se descubrió, no hace mucho, que una ventanita concreta de la iglesia deja pasar, en los días de los solsticios, un rayo de sol que, a las seis en punto de la tarde, da de lleno sobre el capitel que representa la Anunciación. Se trata de un fenómeno premeditado, cargado de significados sagrados y, sobre todo, es muestra del profundo conocimiento mágico que demostraron los canteros del Camino. También conviene recordar que la tumba del maestro fue antaño objeto de devoción para todas las mujeres que deseaban ser madres. Y una leyenda afirma que la reina Isabel la Católica, que se puso bajo la protección del santo, insistió en abrir aquella tumba. Cuando la abrieron, salió de ella un denso enjambre de abejas blancas que no eran sino las almas de los nonatos que el santo guardaba para ir repartiéndolos entre sus devotas.

Cerca de aquí, camino de Burgos, se encuentra hoy en plena actividad el yacimiento prehistórico de Atapuerca, donde han sido hallados los restos humanos más significativos de la más remota antigüedad europea. Por aquellos confines se conserva un lugar que todos conocen como el Campo de la Brujas.
 
 
El acceso a los páramos


Burgos fue –y en cierto modo sigue siendo- estación de reposo peregrino. Su soberbia catedral gótica da sombra a muchos albergues, entre los que sobresale el Hospital del Rey. Pero fue también lugar de refugio inaccesible para monjes y monjas que, en la cartuja de Miraflores o en Las Huelgas, vieron a los peregrinos de lejos, sin involucrarse en su marcha y en sus penalidades. La ciudad contó con numerosos estímulos, pero para los viajeros fue, sobre todo, un lugar para aprovisionarse y reponer fuerzas para afrontar los trechos más duros del Camino. De todos modos, el peregrino curioso puede entretenerse rebuscando entre la profusa ingeniería de la Catedral, donde podrá encontrar, a poco que se esfuerce, los signos de aquellos saberes sagrados y secretos de los que dieron muestra los grandes canteros del Medievo. Hasta puede encontrar la imagen de un maestro alquimista, que podría haberse llamado David.
Aquí da comienzo una etapa extraña; un trecho donde escasean los grandes signos. Pueden apreciarse, eso sí, detalles como un pequeño relieve presidido por un Hermes desnudo pesador de almas (Hornillos del Camino) o un gallo de hojalata que los vecinos de Rabé de las Calzadas cuelgan de su fuente en un inconsciente culto íntimo al Sol de las corrientes gnósticas. Hay que alcanzar las ruinas del convento de San Antón de Castrojeriz para tropezarse de nuevo con las grandes claves. Este convento, que fue de hermanos antonianos, dejó de cumplir sus funciones hace siglos y forma parte de una granja por donde se han perdido la mayor parte de sus restos. Los antonianos constituyeron una orden poco y mal conocida. Asumieron el cuidado y la curación de los enfermos afectados por el fuego de San Antón, porque este santo curó de este mal al padre de uno de sus fundadores.

Cabe especular sobre la posibilidad de que los hermanos de la Orden vivieran experiencias derivadas de las propiedades del cornezuelo responsable de la enfermedad y que, debido a esta circunstancia, todas las noticias que se tienen sobre ellos derivan hacia el secretismo en que vivieron y a su negativa pertinaz a permitir la entrada en sus conventos a peregrinos que no estuvieran afectados por el mal. Su caridad se limitaba a dejar comida en unos tornos, que los caminantes podían recoger al paso, sin tener necesidad de llamar a las puertas del cenobio.

Ya en Castrogeriz, surge ante el peregrino el santuario de la Virgen del Manzano, de la que Alfonso X cantó varios milagros en sus cantigas gallegas. Y más adelante se encuentra la iglesia de San Juan, que fue de templarios y muestra un soberbio óculo, auténtico mandala de meditación, y un gran pentáculo invertido, que los furibundos defensores de la fe tuvieron siempre como marca del Maligno.

Sigue el camino por caminos de trigales, cruza la raya de Burgos por un puente de once ojos sobre el Pisuerga y, tras atravesar Itero del Castillo y Boadilla del camino, con buenas piezas de arte antiguo, se alcanza Frómista, poseedora de una de las piezas más perfectas de la arquitectura románica: la iglesia de San Martín. Difícilmente puede concebirse un monumento que parece un modelo a escala de lo que tendría que ser el templo paradigmático. Lo único que inquieta es saber que este edificio, que ahora se nos aparece exento y puede ser visto desde todos sus ángulos, estuvo en su día rodeado de edificios que no permitían apreciar su perspectiva. Hay que pensar que tal perfección fue, en cierto sentido, mantenida en secreto, como si sus constructores hubieran intentado esconderla a las miradas de la gente que no merecía aquel espectáculo. Hay que tener también en cuenta que la mayor riqueza espiritual de la iglesia reside en el significado de sus cientos de canecillos, la mayor parte de los cuales resultan imposibles de distinguir a simple vista. Se cuenta que, hace ya más de un siglo, cuando se emprendió la restauración del monumento, el obispo de Palencia los revisó todos y ejerció su censura sobre muchos que consideró altamente pecaminosos, obligando a que fueran retirados y sustituidos por otros que mostraban escenas más acordes con la moral y la ortodoxia de la Iglesia. Algunos se salvaron y pueden admirarse hoy en el museo de Palencia, pero la riqueza de su significado se perdió irremisiblemente.

A poco trecho se encuentra Villalcázar de Sirga, o Villasirga, como la llaman algunos. La iglesia perteneció a una encomienda templaria, está colocada en un lugar de alto poder energético y, además de una milagrosa imagen de la Virgen, a la que Alfonso X dedicó varias de sus cantigas, conserva el misterioso sepulcro de un caballero templario cuyo bulto fue labrado con un ave de cetrería entre las manos. Lo curioso es que el estudio de este sepulcro ha demostrado, al parecer, que en él nunca fue enterrado nadie.

La inmediata localidad de Carrión de los Condes ofrece maravillas arquitectónicas e imágenes cargadas de misterio, como es el caso de un pequeño Cristo crucificado a un árbol que se puede ver en Santa María del Camino. Pero se lleva la palma la fachada de la iglesia de Santiago, con las más perfectas figuras del románico, donde el Pantocrátor se encuentra rodeado por la figuras de los Veinticuatro Ancianos del Apocalipsis, que representan oficios ejercidos en la Edad Media: forjador, ceramista, músico, talabartero, carnicero... que supusieron en su tiempo el germen de sociedades gremiales que llegaron a convertirse en motor de la vida de las ciudades.

Se sale de Carrión para entrar en una comarca escasa en señales de reconocimiento, de pueblos pequeños y humildes que alcanzan hasta el límite de la provincia y penetran en León a la altura de San Nicolás del Camino. Al poco trecho se encuentra el que fue uno de los hitos de la ruta jacobea, Sahagún. Allí se nos descubre una arquitectura románica que ha perdido la grandiosidad de la piedra labrada y se estructura en torno al ladrillo, lo cual, pensando en el paso del tiempo, convierte aquel enclave en una especie de vieja ciudad que nació en la provisionalidad. El calor de la piedra ha desaparecido y los templos surgen como producto precipitado del crecimiento de una urbe que se convirtió en una especie de centro de intercambio y de auxilio al peregrino que venía de un páramo inhóspito e iba a penetrar en otro todavía más terrible. Sólo el monasterio de San Pedro de las Dueñas, situado cinco kilómetros al sur de la ciudad, restablece el contacto con la piedra y nos recupera parcialmente un mundo mítico, legendario y simbólico a la vez, que lleva tiempo sin aparecer a lo largo del Camino.

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De: Thenard Enviado: 30/06/2010 22:02
El imperio de la muerte.



Salir el peregrino de Sahún y empezar a palpar soledades y muerte debía de ser antaño una sola cosa. La calzada tradicional se vuelve inhóspita. Ni siquiera las modernas carreteras se han abierto paso por los terrenos pantanosos y desérticos que recorre aquí el Camino, por lo que puede decirse que éste constituye el tramo más puro del viejo sendero sagrado. Los viajeros de tiempos pasados nos hablan de muertos hallados a los lados de la calzada, algunos medio devorados por las alimañas, otros convertidos en imágenes macabras de la inanición. Hay charcas pobladas de ranas –una de ellas incluso ha dado nombre a la aldea de El Burgo Ranero, por donde se atraviesa escuchando el constante croar de los batracios- y se dice que aún queda algún lobo por las cercanías. Los peregrinos suelen apartarse de este tramo y seguir por las carreteras convencionales hasta Mansilla de las Mulas, desde donde, apenas cruzado el Esla, pueden tomar una desviación a la derecha para acudir a un lugar esencial de la peregrinación: San Miguel de Escalada. El viejo monasterio mozárabe es un ejemplo vivo de arquitectura mágica. Un atrio cubierto por doce arcos de herradura da paso a un interior que ha conservado todo su encanto prerrománico. Los arcos fueron concebidos para que el peregrino eligiera en ellos su vía de acceso al templo, que no debía ser casual ni caprichosa, sino que tenía que responder a su grado de iniciación en los secretos del saber trascendente.
 
 
El Camino leonés.



De regreso a la ruta principal, León nos cae ya cerca. Y nos ofrece la más prodigiosa catedral de la ruta, construida por canteros especialmente inspirados que la levantaron perfecta, poseedora de todas las claves que la convierten en una obra maestra de la arquitectura sagrada. En ella, desde las vidrieras al ábside, desde las portadas hasta las torres desiguales, están presentes todos los saberes tradicionales; el viajero no tiene más que recorrerla con mirada respetuosa para hallarlos ofreciéndose a su curiosidad. Y aunque se perdieron con los siglos alguno de sus elementos esenciales –como buena parte de las vidrieras alquímicas o la inmensidad de la nave, que fue cortada por el coro para que el buscador se conformase con ser feligrés-, constituye uno de los ejemplos más vivos de la magia trascendente que conocieron los constructores de la Baja Edad Media. Vírgenes blancas y negras guardan el paso de puertas de acceso en las que se apuntan alegorías vivas como un latido.
Algo muy parecido sucede con la colegiata de San Isidoro, que fue construida para albergar no sólo los restos del más grande sabio de la España visigoda, sino el cúmulo de sus saberes enciclopédicos, que, en cierto modo, están presentes en sus rincones, en el zodiaco invertido de su fachada, en los asombrosos frescos que llenan de vida y de conocimiento el panteón real. Ante San Isidoro de León se comprende que, por más que insistan historiadores académicos recalcitrantes, el origen de la ciudad y de su nombre no fue la Legión VII, como se insiste, sino el culto a Lug, el dios innombrable de los ligures, el mismo Lug que se levantó en forma de monte San Lorenzo en la sierra de la Demanda.

León marca el inicio de una etapa fundamental del Camino. Tras la muerte del último tramo recorrido antes de llegar, se abre una trocha cargada de significados, un nuevo reto a la búsqueda del conocimiento que implicaba la ruta a Compostela. La ciudad fue sede de alquimistas, refugio de priscilianistas, de cátaros y de valdenses, hogar de judíos cabalistas. En los recovecos de su judería nació seguramente el Zohar, el texto más importante de la mística hebrea. Artistas iniciados como Gaudí sintieron que la musa del conocimiento se apoderaba de ellos para concebir las obras más bellas de su inspiración, precisamente por aquellos andurriales.

Un puente del siglo XVI sobre el río Bernesga, probablemente una de las últimas obras de los pontífices iniciados, introduce al caminante por unos parajes más dulces y, pasado el santuario de la Virgen del Camino, tardío y de inspiración muy lejana a la de los grandes canteros, nos conduce por Valverde, por San Miguel, por Viladangos del Páramo y por San Martín del Camino, a cruzar el río Orbigo por un puente demasiado largo para la corriente que atraviesa. Estamos en Hospital de Orbigo, donde se recuerda la hazaña desbordada de un caballerete del siglo XV que, en año jubilar, se empeñó en sentar allí sus reales y en retar a todo aquel que pasase por allí, camino de Santiago, a romper unas lanzas, para librarse de la argolla que llevaba puesta al cuello por el amor de una dama esquiva. Aquella broma, que se tomó por caballeresca y resultó macabra, duró quince días y costó un muerto y varios descalabrados, pero dio cuenta y razón del sentimiento de culto devoto a la mujer que aún coleaba desde los tiempos de los trovadores y de los caballeros andantes, aquellos que don Quijote se empeñaría en emular, portadores tardíos de una tradición espiritual que ya se había perdido cuando don Suero de Quiñónez se encabezonó en su empeño.

Estamos ya a poco trecho de Astorga, que fue lugar importante en tiempos del Imperio romano. De allí partían cargamentos de oro procedentes de las minas de las Médulas hacia la metrópoli. Su catedral, en la que trabajaron los maestros canteros más importantes durante varios siglos, es el conjunto más diverso y armónico de los más distintos estilos: todo un ejemplo de lo que en cada momento de la historia fue considerado como sagrado, un revoltijo increíblemente coherente de formas de abordar la construcción del lugar sagrado. Frente a ellas se encuentra el Museo de los Caminos, diseñado y construido por Gaudí como sede de los obispos de la diócesis, aunque ningún prelado llegó a habitarlo nunca y se le tuvo que dar el destino que ahora tiene, guardando un material precioso procedente de todos los rincones de la ruta sagrada que venimos recorriendo.

Al salir de Astorga, el peregrino penetra en la Maragatería, una pequeña comarca donde merecería la pena detenerse e involucrarse en la vida y en las costumbres ancestrales de sus habitantes, que forman un pueblo, el de los maragatos, del que se desconoce el origen, pero que permaneció siempre al margen de la vida y las costumbres de quienes les rodeaban. Ocupan varias localidades entre Astorga y los montes de León y marcaron para aquellos parajes unas formas de vida que hoy se están perdiendo, pero que, en su día, supusieron todo un modo distinto de abordar la existencia, las creencias y las costumbres cotidianas. Murias de Rechivaldo, Castrillo de los Polvazares, Santa Catalina de Somoza y El Ganso son pueblos maragatos por los que pasa el Camino y en ellos se respira un modo de vivir ajeno, que hoy, en muchos aspectos, ha degenerado en atractivo turístico.

Toda la Maragatería vive soldada a la sacralidad de los montes de León en los que ahora penetra el Camino desde el pueblo de Foncebadón. Poco trecho más allá se encuentra uno de los monumentos señeros de la ruta, la Cruz de Ferro, por donde creo que no hay un solo peregrino que pase sin arrojar un guijarro más al montón de piedras. Dicen que antes de la implantación del Cristianismo fue un altar dedicado probablemente a Mercurio, a quien se debía hacer una ofrenda para que dejara pasar al caminante sin volcar sobre él sus maldiciones. La piedra que ahora arrojan los peregrinos es el objeto simbólico que sustituye a la vieja ofrenda; y los peregrinos la depositan allí con la misma devoción que tuvieron antaño, al traspasar el límite entre las comarcas de la Maragatería y El Bierzo.

Así, siempre a la vera de un monte sagrado de la Antigüedad, el Teleno, la senda sube en vueltas y revueltas, atraviesa un par de aldeas que en invierno suelen estar hundidas en la nieve, y alcanza Molinaseca, la única localidad de cierta importancia que se atraviesa en medio de aquella serranía bellísima e insólita. Aquí merece la pena desviarse del Camino y penetrar en el corazón de la comarca, porque toda esta zona, desde Compludo a Peñalba de Santiago, formó en los tiempos remotos de la España visigoda un paraje dedicado masivamente a la práctica de la espiritualidad. Allí sentó sus reales un anacoreta maestro, san Fructuoso, que con su ejemplo y sus virtudes atrajo a una auténtica masa de devotos discípulos que instauraron una especie de república espiritual insólita. Miles de personas se dedicaban en este lugar a la oración y al trabajo, sin hacer caso a las leyes humanas y divinas que regían el reino. Su centro estaba en el que aún se conoce por el Valle del Silencio, que sube envuelto en mutismos hacia el monte Aquiana, la otra cumbre sagrada de esta sierra tocada aún por un misticismo arcano que, probablemente, hundía sus raíces en forma de espiritualidad aún más remotas que el Cristianismo.

No conviene que el peregrino se pierda la iglesia de Santiago, en Peñalva. Es una de las construcciones religiosas más insólitas con las que es posible encontrarse. Muy anterior al románico caminero, tiene un ábside en cada extremo, lo que la convierte en un templo de doble sentido, dirigido a la vez al orto y al ocaso, al nacimiento y a la muerte del dios Sol.

Por un puente medieval –otra obra de pontífices- se entra en la ciudad de Ponferrada, la capital del Bierzo. Esta ciudad fue sede de la Orden del Temple, que tiene allí levantado su castillo, repleto de signos esotéricos de reconocimiento, entre los que destaca la extraña forma de sus torres, que, según se ha descubierto, corresponde a la estructura ideal de las constelaciones del Zodiaco. Los templarios introdujeron en la ciudad, y de rebote en toda la comarca, la devoción por la Virgen de la Encina, que, según la leyenda, fue hallada en el interior de un árbol cuando se cortaba madera para la construcción del soberbio castillo.
Cerca de Ponferrada, apartándose nuevamente de la ruta estricta que conduce a Santiago, el viajero puede encontrar el paraje de Las Médulas, un paisaje fabuloso e insólito de montes rojizos y pelados que, en tiempos de los romanos, constituyó la mina de oro más importante del Imperio.

Atravesar el Bierzo es penetrar en una tranquila aventura en lo insólito. El peregrino puede ver en el monasterio de Carracedo las más asombrosas marcas canteriles de todo el Camino. En la ermita de la Quinta Angustia, en Cacabelos, podrá contemplar , con permiso del párroco, un pequeño retablo donde un Niño Jesús juega a las cartas con un fraile. El juego consiste en que el niño toma del religioso un cuatro de bastos y le entrega un cinco de oros que, sin duda, representa el beneficio espiritual obtenido por el religioso en este intercambio. Y en Villafranca del Bierzo, apenas entrado en el pueblo, deberá visitar la iglesia de San Francisco, donde los antiguos peregrinos podían recibir el certificado de jubileo si su salud o sus fuerzas no le permitían continuar hasta Santiago. Esta iglesia, según he comprobado, constituye uno de los centros de poder energético más importante del Camino.
 
 
Galicia adentro.



Pasado el Bierzo, el camino asciende penosamente para entrar en la Galicia jacobea. Una larga y penosa cuesta conduce, por las aldeas de Pereje, Trabadelo, Portela y Ambasmestas, a Ruitelán y Herrerías, para desembocar en El Cebreiro, donde los monjes de Cluny se las ingeniaron para marcar un hito griálico famoso, fabricándose cierto milagro eucarístico que sentó plaza de santidad extrema en el mundo de las peregrinaciones. El milagro consistió en la conversión prodigiosa del pan y el vino en carne y sangre del Salvador entre las manos de un sacerdote que celebraba la Eucaristía con escasa convicción. Recordemos que el Cebreiro conserva un tipo de construcción, las Pallozas, cabañas de tejado cónico que seguramente transmiten con su forma las mismas virtudes que se dice son recibidas de las estructuras piramidales.

Desde aquí, el Camino comienza a alegrarse. Pocas y suaves cuestas envueltas en un paisaje tranquilo, con pueblos como Filloval o Triacastela, portadores ya del anuncio de la próxima Compostela. Aquí se multiplican las señales dirigidas al peregrino, que en un lugar debía tomar una piedra para llevarla hasta las interminables obras de Santiago o, en otro, visitar un castro santificado por la devoción. Se pasa por el monasterio de Samos y se escuchan relatos de milagros fundacionales, cuando aquel cenobio se concibió como dúplice, es decir, destinado al alimón a monjes y a monjas; pero el peregrino puede ver también rincones insólitos, como el de la fuente de las Nereidas, donde lucen sus pechos exagerados unas criaturas marinas monstruosas, o puede escuchar relatos como el del viejo hermano lego que fue encontrado muerto en una cueva de paredes de oro.

Por Sarriá y otros pueblos plagados de conventos y cenobios, que surgen uno tras otro, se alcanza Portomarín, al que las necesidades de un pantano transformó, obligando a que sus monumentos religiosos fueran trasladados a zonas protegidas de las aguas, haciéndoles perder la magia que poseyeron cuando se encontraban en su lugar preciso. Aún así, todavía es posible admirar la iglesia de San Juan, donde pueden verse multitud de juegos de alquerques entre los canecillos que unen los muros de la techumbre, como muestra de juegos iniciáticos que transmitieron los canteros. Se pasa igualmente cerca de Vilar de Donas, que aún conserva frescos medievales de dulce sabor trovadoresco. Y se alcanza Palas do Rei, que nos muestra en su comarca multitud de pequeños templos románicos. Aquí no abundan los mensajes, porque el mensaje compostelano se encuentra casi a tiro de piedra y la urgencia por llegar absorbe cualquier otra. Melide conserva alguno de esos templos, como el de San Pedro y el de Santa María.

En Lavacolla, como su nombre indica, el peregrino se lavaba las suciedades que le quedaban del Camino y, al remotar el monte del Gozo, veía ante sí las torres de Compostela. Lavacolla tiene un aeropuerto que la ha camuflado y el monte del Gozo ha sido prácticamente tapado por construcciones. Más vale que, como los antiguos peregrinos, nos lancemos a la carrera ladera abajo, para intentar ganar el honor de ser reyes de la peregrinación.



El principio del fin.



La mayor parte de los itinerarios que se han escrito sobre el Camino insisten en que Compostela y el sepulcro del Apóstol son la meta de la peregrinación. Algunos nos permitimos dudarlo. En el proceso iniciático que debe suponer esta ruta, Compostela es el instante crucial en el que el peregrino debe pasar por la experiencia de la muerte –aunque sea la muerte del ser sagrado cuya tumba ha venido a venerar-, para salir de ella resucitado a una vida diferente, acorde con el conocimiento adquirido a lo largo de las duras jornadas por las que ha pasado.
Toda la experiencia trascendente compostelana se concentra en la soberbia catedral y en los elementos que la componen y que deben ser buscados, analizados y asumidos por el peregrino. La catedral es un libro a medio abrir, tal y como nos los muestran tantas figuras e imágenes como hemos encontrado a lo largo de la Ruta, como avisándonos de esta circunstancia. Allí, en el Pórtico de la Gloria, en el doble acceso de las Platerías, en el deambulatorio o en las capillas, hay que mantener los ojos abiertos y leer, contar, medir, relacionar y descubrir tantos secretos como contienen. Si observamos a los ancianos apocalípticos del Pórtico, deberemos descubrir quiénes portan matraces en sus manos y qué puesto ocupan en el conjunto. Si observamos al rey David, tenemos que conocer el ángulo que forma su cuerpo con la lira que sostiene entre las manos. Si examinamos a ese personaje que llaman la Magdalena, tenemos que saber por qué mantiene un cráneo el regazo. Debemos averiguar qué santos hablan con qué otros y por qué, sentir el orden de las figuras en el Árbol de Jesé, saber por qué hay leones a los pies de los patriarcas, adivinar el parecido que muestran Santiago y el Salvador, quién es cada figura del Pórtico y por qué está allí. Y sólo cuando hayamos encontrado respuestas a nuestras preguntas sabremos qué se nos ha querido contar y qué se nos indica hacer, ahora que hemos pasado las pruebas de la Iniciación Jacobea.

El peregrino debe penetrar en el templo por la Puerta de la Azabachería (el azabache es negro de muerte), lo ha de recorrer leyéndolo con todo amor y cuidado y salir por el acceso de las Platerías (la Plata es blanca y brillante de vida). El peregrino, a su paso por el templo, se ha iluminado, si ha sabido recorrerlo a conciencia.

Al salir, lo primero que ve, a los pies de la escalinata, es la soberbia fuente de los caballos. Son equinos marinos que le invitan a seguir la ruta hacia el mar. Ha visitado la tumba sagrada y ahora se le plantea resucitar para la Gloria a la orilla del Mar Tenebroso y desconocido. No debe dejar que pase esa oportunidad, pues el Camino no ha terminado.

Que abra más los ojos del océano. Que pase por Padrón, la antigua Iria Flavia, para aprender los entresijos de la leyenda jacobea y su significado. Que visite las rocas grabadas con petroglifos y las palpe intentando traducirlas, que su mensaje le habrá de entrar por la yemas de los dedos. Que se acerque a Noya y medite sobre aquellos cientos de peregrinos que quisieron labrarse su propia losa sepulcral en el cementerio de Santa María a Nova y grabar los signos de su iniciación en lugar de su nombre. Que piense por qué se quedaron allí y se negaron a regresar. Que medite por qué llaman arcas a los dólmenes que yacen perdidos por el monte Barbanza. Que adivine por qué la tradición cuenta que la ciudad de Noya fue el punto donde el patriarca Noé desembarcó después del Diluvio.

Pero no se detenga allí, camine aún un trecho serpenteando hacia el norte, siguiendo los meandros de las rías. Cruce el Ponte Nafonso y únase a la devoción del sabio maestro pontífice que pasó toda su vida construyéndolo. Medite sobre su tumba, a los pies de su obra. Lléguese luego a Muros y bañe su mano en la pila bautismal que tiene grabada una serpiente en el fondo de la copa. Observe las figuras casi siniestras del Cristo de Muros y del de Finisterre, de los que se dice -¿y por qué no ha de ser verdad?- que les crecen las uñas y los cabellos, porque ambos proceden del mar y fueron pescados y expuestos a la devoción de las gentes como seres momificados.

Allí, en aquel trecho de Costa de la Muerte, está la vida. Es la respuesta a la pregunta que el peregrino lúcido se planteó al iniciar su camino en las cumbres de Somport o de Roncesvalles. Tiene que llegar al extremo del cabo de Finisterre y girar su mirada desde el Olimpo Céltico hasta más allá de donde el mar y el cielo se confunden y el Sol se hunde entre ambos para desaparecer en la noche.

Aclaraciones sobre algunos puntos de este escrito.



La enseñanza de los desvíos

A menudo, al peregrino se le plantea la posibilidad de desviarse del camino para localizar en sus aledaños claves que complementarán su búsqueda. Procura no pasarlas por alto, pues, generalmente, contienen mensajes que esclarecen más de uno de los innumerables misterios que tachonan la Ruta y encienden luces fundamentales en la conciencia del caminante. Incluso hay ocasiones en que esos aparentes desvíos hacen avanzar de manera fundamental en la iniciación espiritual que ofrece el largo caminar hacia la meta.



Aprovechar las fuerzas telúricas

No faltan estudiosos que insisten, y no sin razón, en que muchos monasterios y templos señeros del Camino se levantaban sobre lugares de poder marcados por el cruce de corrientes energéticas de la Tierra. En algunos casos, las columnas de ciertas criptas como la de Leyre cumplían la función de agujas de una acupuntura terrestre, obrando, lo mismo que los menhires de la prehistoria, como conductores de las energías telúricas, para que éstas actuasen sobre quienes oraban o meditaban en aquellos antros especialmente sagrados, buscando absorber la fuerza espiritual que transmite la Madre Tierra a quienes saben buscarla y aprovecharla.


Maestros pontífices y puentes iniciáticos

En el mundo de cantería compañeril de los constructores, los maestros más estimados no eran los que proyectaban las catedrales, sino los que eran capaces de construir puentes. Por eso se les llamaba pontífices: porque, sobre la pura obra material, eran capaces de tender caminos entre este lado de la vida y el otro, entre este mundo y el más allá. Por eso dicen algunos que los puentes de aquel tiempo –observar atentamente el de Puente de la Reina- conforman un doble camino, ascendente y penoso hasta la mitad, descendente y glorioso al alcanzar la cima. Quien remonta uno de esos puentes no logra ver nada del otro lado hasta que la ascensión ha llegado a la cúspide. Entonces se abre para él la visión del otro lado, la que le permite vislumbrar la gloria que ha merecido su simbólico esfuerzo.
Fuego de San Antón

Conviene recordar que el fuego de San Antón estaba causado por una intoxicación debida a la ingestión del cornezuelo de trigo y que este hongo tiene fuertes propiedades alucinógenas que fueron utilizadas desde muy antiguo como droga propiciadora de estados alterados de la conciencia. Estudios relativamente recientes han probado que fue el producto utilizado por los mystai de los misterios de Eleusis en las reuniones iniciáticas secretas que tenían lugar al margen de las celebraciones multitudinarias de los festejos públicos. El consumo de panecillos infectados por el hongo transportaba a los iniciados a niveles superiores de percepción, durante los cuales, según parece, entraban en trances que les permitían percibir y comprender misterios imposibles de captar en estado normal.


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