La enfermedad de Crohn es una dolencia poco conocida que se caracteriza por una inflamación del trato gastrointestinal. Las zonas dañadas pueden encontrarse desde la boca al ano, aunque la mayor incidencia se suele apreciar en al última porción del intestino delgado y la primera del grueso.

Las partes afectadas por esta enfermedad suelen presentar úlceras recurrentes, en ocasiones con sangrado y estrechamiento del intestino.

La sintomatología de la enfermedad de Crohn incluye dolor abdominal, gases, estreñimiento y/o diarrea, sangrado rectal, pérdida de apetito, fiebre, nauseas. Aparejado a todo ello se suele presentar una carencia de vitamina B12 y de hierro debido a la mala absorción de los alimentos, por los daños del intestino. Algunos de los síntomas pueden ser confundidos con una apendicitis, de ahí la importancia de un buen diagnóstico.

La aparición de la enfermedad suele producirse a edades tempranas, entre los 15 y los 30 años, variando la duración de las crisis y la intensidad de las mismas de unos individuos a otros. No se aprecian diferencias sustanciales en cuanto al sexo, presentándose en una proporción parecida en hombres y mujeres.

Las causas que generan la enfermedad de Crohn son desconocidas, aunque parecen tener su causa en el sistema inmune de la persona. Por ello se la considera una dolencia autoinmune.

El diagnóstico de la enfermedad pasa por la realización de una historia minuciosa, seguida de una serie de pruebas objetivas entre las que se pueden encontrar la colonoscopia, endoscopia, análisis de sangre y heces, todo ello en función de lo que los especialistas consideren necesario. Es fundamental que se detecte la enfermedad lo más rápido posible, no sólo para evitar su confusión con otras dolencias sino para poder iniciar lo antes posible su tratamiento y así reducir los posibles daños al organismo. Si la duración de la misma se prolonga durante años, sin la medicación y los cuidados adecuados, los daños pueden ser de tal magnitud que obliguen a extirpar la parte enferma del intestino.

Un régimen alimenticio adecuado, alto en proteínas y calorías, y bajo en fibras y grasas, no sirve por si solo para controlar la enfermedad, pero sí que en numerosas ocasiones permite al paciente reducir los síntomas de la misma.

Unido a esta alimentación específica, también debemos cuidar la preparación de los alimentos, por ejemplo eliminando los fritos de la dieta y sustituyéndolos por comidas hervidas. Debemos mantener nuestro cuerpo hidratado, con una ingesta de agua que no baje de dos litros diarios. Trataremos de suprimir los productos crudos y las carnes rojas, así como el tabaco y los azúcares, procurando a nuestro organismo un aumento en la ingesta de ácidos grasos omega-3, todo ello con el fin de luchar contra la enfermedad.